domingo, 26 de diciembre de 2010

Vejadas de Abajo II


  

         En el autobús, interprovincial, la tarde siguiente, la volvió a leer por hacer algo y se puso a pensar en lo que suponía. Era de la asistente social de Vejadas de Abajo. Bueno, de una de las dos de toda la comarca que cada día echaba la mañana en un ayuntamiento diferente matándolas en Internet. A la pobrecita le había caído el caramelo del viejo muerto (con su semanita de descomposición pre levantamiento del cadáver) solo, con un hijo mariquita que había medio desaparecido no se sabía cuando, escándalo de otras épocas. Al viejo lo habían enterrado ya, que era lo suyo, a expensas del estado y la asistente social, muy eficiente, muy moderna, muy mona y en aras del papeleo, había encontrado a Aurelio Memelo.

         Si éste iba al pueblo no era sino porqué tenía (y quería) que hacerse cargo de algo de la herencia. Eso ponía en la carta. Que ella recordase su familia tenía una casa enana al lado de la plaza, en las traseras, y unos despojos de tierra por ahí mal repartidos. Intentaría vender todo, ya vería cómo, y por lo que fuese. Aurelio Memelo nunca se enfadaba con el dinero, ni con el grande ni con el chico. Lo que pudiese rascar bienvenido era, que estaba el panorama para andar con remilgos. La casa todavía, pero ¿Quién coño iba a querer los terruños dando, como daban, solo trabajo y miseria? Siempre habría alguien. Y si no, abandonados y punto. Cuentos de la lechera que acaban en pan con pollas.

         Durante un rato de la última media hora de viaje, ya de noche, se montó un coñazo de tertulia de gallinas ponedoras que le dio la chapa a nuestra Horrora Butrón, versión Peter Parker. Jubilados que se conocían. Unos que venían de Benidorm, otros que no. Se preguntaron por vidas y milagros. Hablaban con usura y taleguillazo de precios y descuentos. A los que estuvieron por Benidorm no les aplicaron el correspondiente por tener la guadaña pelándoles la nuca, un pico. El viejo, muy del tiempo en que los caballeros invitaban a las señoras a vermut después de misa, amenazó con ir a protestar a la agencia de viaje, a montarla ¡Hombre! ¡Qué se habrían pensado! ¡Sinvergüenzas! Al final se les acabó por disolver la furia y les dio por la puesta al día de difuntos comunes. Después del viaje se volverán a ver, seguro, en el primer acontecimiento local en el que se regale comida. Allí se saludarán educados. A Aurelio Memelo le levantaron dolor de cabeza.

         Ultima parada. Horrora Butrón sacó el troley del maletero y lo empezó a arrastrar sonando a carraca por el empedrado. Todavía no estaba en su pueblo, le quedaban un par de kilómetros por el camino, si aun estaba ahí; un poco más por la carretera. Desde que desembarcó no sintió nada especial, ni recuerdos, ni nostalgia, ni nada de nada. Todo estaba más nuevo, o en ruinas, dependía. Desprendía una sensación de mortaja, de embutido más curado, rancio. A la entrada de Vejadas de Abajo (veinte minutos después), el cartel de diputación con el nombre presentaba los puntitos oxidados de un cartucho de perdigón para los pájaros más o menos concéntricos al punto de impacto. En el casco urbano no había ni un alma. Era noche cerrada, y hacia fresco. En la capital a esas horas Aurelio Memelo ni siquiera hubiese empezado a despertar a Horrora Butrón para el trabajo. Llegó a su casa, a la casa de su padre, a la casa de nadie; que estaba igual. Era un buen sitio del que huir.

         La puerta estaba abierta, costumbres y bajo índice de criminalidad. Dio las luces, que eran un par de bombillas roñosas. Nadie debía haber tocado nada. Paseo por el sitio y acabó en la cocina. El fregadero, al lado de la alacena, tenía los cacharros sucios, resecos, dentro. Horrora Butón, con sus buenos oficios, se puso a fregarlos.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Vejadas de Abajo I


        A Aurelio Memelo le había llegado por un certificado a la pensión. La habían despertado para recogerlo y semejante tontería le había jodido el sueño. Horrora Butrón, la Gran Horrora Butrón, siempre dormía todo lo posible. Había oído que las grandes divas de revista lo hacían para lo de la piel, la estampa y esas cosas. Algunas de ellas incluso para las tetas, por lo visto. Que de un día para otro crecían milagrosamente por obra y gracia del Espíritu Santo. Porque aquí operarse, lo que es operarse, no lo hace nadie y el Espíritu Santo debe ser un palomo cachondón al que le gustan las pajas cubanas para meterse, como parece ser que se mete, en tales reformas y chaperones. Pero ese es otro tema, de los pocos, que Aurelio Memelo guardaba en uno de los cajones de su cabecita. Además no viene al cuento. Para la cara de Horrora Butrón (para la de Aurelio Memelo no tanto) el sueño era una necesidad. La vida nunca había estado cómo para inyectarse votox y mierdas varias en la jeta y que se le quedase tiesa como la espalda de una cazadora de cuero.

         Por eso, y por los turnos de trabajo que tenía, a Aurelio Memelo le daban siempre las tantas para levantarse. La hora de comer era la de desayunar y así con todo. Los biorritmos a tomar por el culo. Como a tomar por el culo se le había ido el dormir esa mañana. Aurelio se tuvo que levantar, en slip a rayas sucio y camiseta azul de tirantes. Se puso el albornoz y, con la cara fantásticamente coloreada de lo que quedaba de la noche anterior, le había firmado al cartero con un bolígrafo roído. Una aparición casi. Después, y sin abrir el sobre, ni mirarlo (¡Tres cojones le importaba a ella lo que pudiese ser!) había intentado volver a enroscarse. Imposible, la mierda de barrio y el laboral a media mañana desvelaban al más pintado.

         Por la noche en el trabajo, Horrora Butrón dio el cuadro e hizo una ñapa de actuación. Incluso se le escapó un bostezo durante. Luego cobró lo suyo, se apretó el pelotazo (rutinas) y le pidió un par de días al dueño de Gomez’s. El cabroncete mascó de lo suyo pero acabó tragando. Ya metería cualquier otro mamarracho. La diferencia no se notaría mucho. Todas se mimetizaban en una idea platónica de la folclórica y, con el pasar de los años, eran prácticamente iguales las unas de las otras. Quizá fuese mejor dar el campanazo de una vez y contratar alguna sub-urban recauchutada y/o extranjera que enseñase el parrús al respetable. Faltaba capital, y ganas, para la reconversión industrial.

         Para esas horas Aurelio Memelo ya tenía aviada la carta y, aunque no le importaba un carajo, tenía que cumplir con ella.

domingo, 12 de diciembre de 2010

De expectativas y frustraciones III




         Después de quince minutos me hacen pasar. Tiran del manual ACME de los recursos humanos ofreciéndome la mano, otra vez, y una silla. Sobre la mesa está mi currículum impreso, tres folios y la foto en banco y negro. Me pregunta si tengo experiencia. Es la única pregunta y soy tan pavo de contestar lealmente. A continuación me describe el puesto, que es una mierda en el extrarradio con un horario penoso y un sueldo aun peor. Me peta por necesidad. Le doy la vuelta a la decepción, pongo cara de piedra y le comunico me interés, mi mucho interés, mi pasión casi. Las circunstancias del puesto empiezan a olerme a ñapa, a chapuza, porque hay un no sé qué de cargarse a un tío para que yo entre. ¿Son imbéciles? No deberían darme parte de sus problemas con el personal. Soy un candidato, nada más, y todo eso únicamente me predispone contra ellos. Abusan y no importa. Si no soy yo, otro. Tiempos que nos tocaron. Para acabar pregunto unas concreciones del trabajo intentando chutarme la misma ilusión por él que la que tengo que plantarme por cualquier “miss” de after-hours las seis de la mañana de un sábado. Soy acompañado a la puerta y me comunican, muy formales, que durante el día me llamarán con lo que sea. La oficina está oscura, desangelada, escasa. No hay ni personal, ni materiales, solo muebles de aglomerado y producción en serie. En el descansillo miro el reloj del móvil. Me han tenido más tiempo esperando que de entrevista. Ahí se quedan, deschaquetados, con corbatas ralladas espantosas, carne de tasca, palillo en la boca y coñac. Son los nuevos San Pedro, los porteros celestiales que deciden, con criterios académicos de selección individual que no sirven para nada, si subes, bajas o permaneces. Fuera, en la calle, sigue nublado y sigue sin llover. Cimbreo el paraguas plegable en la mano derecha, inútil y molesto. Nunca me gustaron los paraguas por lo que suponen, siempre, de estorbo.

         La vuelta a casa se me hace un instante. Todo va más fluido. No hay prisa y poco más puedo hacer. En el trasbordo me equivoco de dirección por seguir, abúlico, hipnotizado, un culo de bandera en unos pantalones vaqueros apretados. Me doy cuenta tarde y con vergüenza, como si todo el vagón lo supiese, me señalase, se riera a voces. Pero nadie me mira, ni siquiera la cara del culo que me mal trajera. Cara, y culo, que, por cierto, he perdido entre las escaleras mecánicas y las puertas automáticas. La gente no me mira. Todos tienen la vista en libracos abiertos de los que no pasan página, móviles, mp3 o, simplemente, se examinan las uñas. Vergüenzas instintivas, improntas de azotes en las espaldas de las almas sociales. Rectifico rumbo en cuanto me es posible. De repente me entra prisa por emerger por si la única barrita roja de indicativo de cobertura telefónica es insuficiente para comunicarse conmigo. Llego a la parada de casa y subo adelantando presuroso, por la izquierda de escaleras y rampas, a todo el que puedo. En el exterior recupero cobertura y compostura, nadie me ha llamado.

         Al pasar frente al súper de barrio, tópico de la esquina, tengo una tentación de atiborrarme de porquerías saladas, enlatadas procesadas químicamente. Me apetece. Acabo no haciéndolo por una mezcla de pereza e incapacidad de interacción con otro semejante, en este caso la cajera, si a las cajeras de súper se las puede considerar semejantes. Suficiente ración llevo hoy. Entro en casa y me descalzo.

         El tiempo transcurre, ¡Gran descubrimiento! Con el móvil en la mano me monto películas de vida resuelta y decepciones laborales a partes iguales, alternándose. Hora. Hora. Hora. Hora. Hora. Hasta por la tarde me mantengo, aunque cada segundo un poco más cansado, más derrotado. Llega un momento en que bajo las manos todo lo dignamente que puedo y pido descabello y mulillas. Cojo una lata de tercio y le arrimo el morro. Me duele, me frustra, me decepciona, principalmente por el significado implícito de no ser apto ni para los más bajo. Tampoco me quemaré a lo bonzo. Mañana más porquería, no importa. Lo que más me molesta son los cuatro viajes de metro que he perdido.


domingo, 5 de diciembre de 2010

De expectativas y frustraciones II



         Sigo en la línea, línea de color definida y esquemática en el plano que llevo en el bolsillo. Estoy tan lejos de todo que me cambian la tarifa. Me lo recuerdan por la megafonía ¡Paga un euro más, dos billetes para un viaje! Lo miro como una inversión. Estoy seguro que se irá al váter. Incluso una apuesta deportiva o el tintineo alimentando la raja de una tragaperras son inversiones. Según se mire. Por lo menos ellas no esconden y disimulan la poética de la degradación, del hundimiento, a quienes las capitalizan. Llego, por fin, a la estación de destino. Es bonita, moderna, pulida, amplia, cuadrada, acristalada. Acaba de llover. Sigo sin estar en tiempo.

         Todo chorrea. Justo en la salida hay un charco sucio y revuelto donde meto los zapatos, manufactura asiática de baja calidad. Al tacón de la suela se le adhiere un empanado de arena, más bien barrillo. Se irá soltando. Camino rápido bajo árboles ornamentales de acera que gotean. De uno me pasa algo rozándome más viscoso y opaco que la simple agua. ¡Por poco, muy poco! Lo veo caer, me preocupo y lo ignoro al cabo. Los edificios del polígono van pasando sorprendentemente tranquilos un laboral a media mañana. Una referencia, una sucursal bancaria, ya llego. La empresa tiene un cartelón en la fachada del edificio y sé que está en la segunda planta, pero no encuentro la puerta. Entro en un bar al lado y le pregunto al que primero me cruzo, un repartidor. Este pregunta al camarero, que le indica, nos indica, un callejón. Abierto. Paso y subo las escaleras. No hay ningún tipo de recepción o conserjería, solamente humedades verdes y desconchones de pintura por todos lados. En el descansillo de la segunda planta un gordo con corbata fuma exhalando por una ventana que da al panorama del tejado metálico de la nave vecina lleno de heces de paloma. Si hubiese reloj estaría dando la hora. Pero no lo hay y me permito el lujo de la inflexión de los pocos minutos en la horquilla de la puntualidad.

         Le pregunto al gordo por la empresa y a quién debo ver: un tal Javíer como pudiera ser un tal cualquier cosa. Me indica una puerta, abierta, con el dedo. Ni siquiera me responde los buenos días. Al intentar franquear la puerta me topo con un tipo, igual que el gordo, que sigue fumando por la ventana, uniformado administrativamente. Tras volver a anunciarme el tipo tiende la mano, que estrecho, por supuesto. Es uno de los grandes consejos empresariales, estrechar la mano a todo el mundo, sin ton ni son. Me dice que espere allí, en el descansillo. El gordo acaba y arroja la colilla por la ventana. Desaparece. Me quedo solo y empiezo a sudar, tensión nerviosa. Intento paliarlo abanicándome con la carpeta y enjugándome la frente con el dorso de la mano.

domingo, 28 de noviembre de 2010

De expectativas y frustraciones I

 
(Relato no ganador, ni finalista, ni nada. Rectifico entonces, relato rechazado de un concurso literario con el nombre de un plomo existencialista de posguerra. Reciclando, que soy un puto vago y un inútil)



  

         La miro por el reflejo de la ventana de en frente. El negro industrial del túnel hace que se puedan ver hasta los colores. Se acaricia la parte baja de la espalda, a la derecha, con un poco de cara de dolor. Lumbago, reina. ¿Dónde te lo habrás provocado? Me excita pero es lo que es. A las nueve da la mañana, con ropa cutre y vieja de diario, sin peinar, es guapa, aunque no tanto. Me parece sexual pero no es significativo. Todas me parecen sexuales. Intento quedarme con su imagen, para luego. Ella me descubre y rompo el contacto visual. No son horas, ni días, ni lugares, ni momentos. Nunca lo son. No es nada, una tía medianamente buena en el metro, una mujer más que pasa sin saludar y no se queda. El mundo está lleno de ellas y se merecen que alguien, al menos una vez, disfrute de la idea de potencialidad que su imagen transmite. De esta seguro que, en alguna parte, hay alguien que ya no la soporte, que esté harto de ella. Es algo que oí una vez en la televisión, creo, y me consuela. El metro se para dónde le sale al conductor, entre dos estaciones, en medio de nada. Allí se está su buen par de minutos. Cuando arranca lo hace despacio. Se me empieza a echar la hora encima. Todavía estoy a tomar por saco.

         Tres estaciones después se baja. ¡Adiós, tesoro! Tu recuerdo me durará unas horas, espero. Me miro. Los pantalones me quedan mal. Tienen años y el corte pasado se nota. Su azul marino tiene una capa blanquecina de brillo desgastado. Tengo pinta de seminarista con ellos, la camisa negra, el jersey a cuadros, afeitado, con la raya al lado en el pelo, la carpeta y el paraguas plegable en una mano. Soy el hijo mimado perfecto, un maniquí infantiloide, pálido y blandito. No me gusta pero es lo que toca. Intento echar optimismo a los nervios y en el fondo tengo un puntito de fe, de ilusión, porque no tengo otra opción, lo que me queda de dinero no llega a treinta mil de las antiguas y el mundo aprieta. Me sobra la carpeta. Estoy incomodo. Voy disfrazado y sobrio. No tiene gracia. Tampoco tiene porque tenerla. El metro avanza, despacio. Llego a un transbordo. La gente sale y entra invasiva. Me cuesta esquivarlos porque no acabo de decidir que lado coger y solo lanzo finitas de las que tengo que salir precipitado. En la estación dos seguratas se los rascan y un tercero le corta trajes a una taquillera de mediana edad entrada en carnes y con tinte de pelo barato. ¡Hermano, quien pudiera…! Seguro que los desgraciados se quejan de su suerte. Sigo estando lejos. Entro en otro vagón y me apoyo, de pie, contra la puerta opuesta a la que he entrado. Me agarro a la barra lateral, está caliente, alguien la habrá sobado hace nada. Al rico calor humano. No tengo buen equilibrio, necesito, como los monos, ir agarrado.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Ricos en sangre II



  
         La vieja salió de su habitación con una bolsa de plástico naranja de boutique de barrio. En el salón la puso encima de la mesa camilla. La muy puta le daba bombo. Vendía, con mucha pompa y mucho misterio, el regalazo. La verdad es que al par de críos se la dio con dos de pipas. Cuando abrieron la bolsa vieron que dentro había una especie de robot humanoide compuesto a su vez de robots más pequeños encajados macho-hembra (bricolaje, putos marranos) en extremidades, torso, cabeza… todos simulaban gatos y felinos de la tecnología apocalíptica del futuro. Seguro que los frikazos de lo japonés que se andan con la sardinilla viendo dibujos de demonios fálicos, prepúberes tetonas, matojos de colorines a lo lomo de perro y pixechochos saben como se llama esta mierda tipológica de los robots, megarobots y el coño moreno. Yo no.

        En el colmo, los gatos amarillo y verde de las extremidades superiores lanzaban sus cabezas-manos apretándoles un botón. Dentro de la bolsa también venían una espada de plástico plateado, arma del muñeco, y una suerte de nave espacial azul y roja con forma de media luna que allí no pintaba nada. Sería, a su vez, un juguete de los gatos.

         Cierto, a los pobres desgraciados (criaturitas) se la metieron doblada. Todos les bailaban el juguete y, comparsa de buches llenos de la vieja, les deslumbraron. Por eso, y porque los críos son imbéciles, no se dieron cuenta de nada: de que no hubiese caja ni envoltorio, de que el bicho tuviera la espalda llena de pegotes secos de pegamento instantáneo, de la nave misma. Sus padres, muy cuidadosos con las cosas y muy cobardes, les ordenaron llevarlo al coche. No se estropease, más (de lo que ya estaba).

         Con los niños fuera, la abuelita se puso a pegar linternazos con lo que habían dejado los jodidos reyes. La zorra daba entender que se había dejado un huevo en los gatos. El niño pequeño de la familia (ese bastardín gracioso por imposición, coñazo y benjamín de la rehala) pisó la mina. “Lo estuvo arreglando mi papá anoche” la carga subió y reventó en paraguas metrallando para todo el mundo. Los gatos, en su bolsa naranja, se los habían encontrado en un contenedor de basura de la ciudad. Era una penica dejarlos ahí. No pasó nada. Se pusieron a comer restos y apaños de hasta nochevieja y los críos se enteraron al llegar a su casa.

         Desde ese instante, el niño mayor cada vez que escuchaba en boca de su abuela esa penosa coletilla, ese mantra de la manipulación mental que la vieja intentaba colocar a buenas o malas: “Somos ricos en sangre” refiriéndose a la cantidad y calidad de la familia, se acordaba sin fallar una sola vez de los gatos robot en la bolsa de plástico naranja ¡Al rico trauma! Como cuento de navidad mucho mejor que los que acaban bien y protagonizan en la tele animalillos de dibujos animados medio subnormales.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Ricos en sangre I




         La mañana de Reyes la casa siempre amanecía llena de gente, unos treinta o así. El viejo se levantaba una trescientas mil del ala (trampas y pelotazos a la Seguridad Social) cada mes y el seis de Enero, por mucha purga y mucho saco, todavía andaba fresca la herida y seguía sangrando. Era un día en el que los que habitualmente no rascaban nada enganchaban una miseria y los que se lo llevaban todo, con mucha clica, mucha peluca de señorito y mucho no querer dar palo, se quejaban por lo bajo y a puyas de lo que dejaban de ganar. Para mediados de mes otro gallo cantaría y el resto del año la familia, por lo menos la familia de primera división, la importante, solo aparecería el primer fin de semana de cada mes, con la pensión calentita, a pasar la gorra como buenos macacos de organillero. Cría cuervos que te sacaran los ojos. A los putos viejos que nos ocupan les volvían a nacer dentro de las cuencas cada treinta días. El resto de tiempo, ciegos y felices, que por algo Dios (o el Papa, o algún coño así) bendice las ollas grandes. De las pollas no consta si se dijo algo.

         La mañana de Reyes los treinta y tantos de ese artificio social, penitencia y nausea que es la familia, andaban a lo mismo. El edificio, un barracón cuadrado, atestado y sucio, era un albañal donde vertía cada punta y cada puta. Todos daban voces, todos estaban en pijama, todos se desayunaban pantagruélicos a las tantas en rapiña de magdalenas y sobaos, a todos les cantaba el pozo a podrido (por lo menos a los más de ellos) y en medio, ignorada, insultada e ininteligible sin la dentadura postiza, la vieja soñaba ficciones de clan aristocrático en vez de enfrentarse al panorama de campamento de gitanos que su Dios católico le daba cada día. La abuelita era una arpía desgreñada, mal teñida, medio calva, infame en su alma negra de reptil arrastrado. Una caricatura casi que había llenado la fosa aséptica de mierda (Empezando por los hijos e hijas que de su coño vil salieron) y disfrutaba viéndola fermentar maquillando cada zurullo con oropeles de porquera que sacaba de su cabecita pelona. Matriarca, era la culpable de lo que pasaba, de las intrigas de mercadillo, de las peleas, de los odios confesos y convictos. Era “mamá” o “abuela”, según rangos. La mañana de reyes repartía regalos con una justicia que Salomón se hubiese pasado por los cojones una y otra vez, hasta la llaga escrotal.

         Pero la casa estaba llena de paquetes envueltos en colorines, juguetes de todo manto y condición por ahí, espumillón lleno de polvo y todas las gilipolleces estacionales de baja calidad y mala manufactura que cualquier chino puede darte por veinte euros. Bonita, y feliz, estampa navideña que olía a cerrado y a humano que no se lava. Mientras los adultos discutían (ralladura del vinilo) por quién hacía qué y cómo escaquearse en el intento, los niños, pequeña manada de hijos de puta chillones, feos y por asear, abrían juguetes.

         Por la puerta del jardín, barrizal descarnado y tierno con un manzano descomunal y carcomido (viva imagen de la familia), apareció un coche. De la parte trasera de éste se bajaron, los últimos en hacerlo, dos críos con pinta de empollones recién zurrados. Tímidos y con cara de circunstancias, empezaban a intuir el percal que en ese vertedero se acumulaba al sol. Era (repito una vez más y ya que el soniquete me articula el relato) la mañana de Reyes. Teóricamente iban a por regalos, juguetes, etc… pero viéndoles el mirar parecía que los fuesen a degollar. Dentro y por la ventana, todos pusieron mala cara, jeta de gasterópodos con ardor de estómago. Incluso la vieja, la santa y venerable abuela, torció la nariz como el que cata los vapores y emanaciones de unas heces animales recién pisadas. Alguno, el más ruin de ellos, el más vago, el más perro (el niño, o cuñado, mimado de la casa) soltó “¡Ya están aquí esos!”. Mierda rencorosa que todo el mundo pensaba. Mierda rencorosa que todo el mundo, agrupado en torno a un apellido, era.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Gomina Killer III




         Ella, a horcajadas, bascula el vientre con golpes pélvicos hacia adelante. La polla se sale. El preservativo, dado de sí, se empieza a desprender pero todavía aguanta. Da tres embestidas al aire que no sirven para nada. A la tercera la polla choca con un tope y se dobla dentro de los límites de la erección y el dolor (par de milímetros). El cabecero deja de percutir la pared y los muelles del somier (¡Increíble que aun sea de muelles!) descansan un momento. Empuña rápido y la apunta contra su vagina. Se la mete dentro despacio aunque entra fácil, por lo menos un poco más que el primer tiro a puerta del partido, cuando el gozne estaba reseco y la puerta solo entreabierta. Coge ritmo progresivamente. Vuelve a sonar esa mezcla de golpe y chapoteo con base rímica “pum- pum- pum- pum- pum- pum- pum” y scratching metálico oxidado. Beat box guarrete.

        Gomina, debajo, tiene las manos detrás de la cabeza. Es el único capricho marrano que se permite ya que por lo demás, procura hacer el mínimo ruido. Le da vergüenza joder en compañía. No es lo más raro que Dios le dio para el cableado. En su cabecita sólida de producto capilar piensa en otras tipas, en porno, en la tele incluso. Es el segundo round y quiere acabar. Ya descargado, y en proceso de vaciar la reserva, todo le parece sobrevalorado y la gustaría estar en su casa. La luz está apagada porque es bastante vergonzante el cuadro y las fotos amarillas de los padres de ella (el padre parece un feriante) los miran, y oyen, desde las mesitas de noche. Y agarra, acaricia, muerde, lo que sea, cada zona mínimamente erótica o erotizada que se le pone a mano. Ella teatrea, la muy frígida. Es de la clase de neuróticas que cuando desayuna piensa en joder y cuando jode piensa en desayunar. A Gomina hace mucho que se le pasó la época de la entrega, el esfuerzo y el “talalaleo”.

         Rato después todo sigue igual. Ella se viene arriba en el papel y empieza a saltar arrítmica sobre sus rodillas. Cabecea el pelo, estoposo y sucio, en un himno del heavy metal que no suena. Gomina se dobla por la cintura porque el polvo se está pareciendo a una arcada a la altura de los huevos. En ese momento le da un cabezazo, seco, duro, con el “paf” de la hostia que llega al cráneo a la altura del frontal, un poco más arriba. La zorra para, se empieza a quejar y se lleva las manos a su puta jeta de muñeca de tómbola suicida. Intenta descabalgar con una patada circular para atrás, a cámara lenta, muy del cine de acción de los últimos ochenta, primeros noventa. Trasrosca el movimiento y se le va el apoyo. Cae despacio, grotesca, blanda y celulítica, frenándose en y con casi todo. Acaba contra la cómoda del lado de la ventana, despatarrada, manoteando el aire. Se ha clavado un par de puntas del flequillo en un ojo. Le llora, y le llena la nariz de mocos. También le escuece. Se lo frota con las manos. El otro ojo, por simpatía, hace lo mismo pero en menor intensidad.

         Él pasa. Tampoco tiene mucho que decir en medio del puto surrealismo kitch de la noche toledana. El pedo que dejara en el ascensor caería ahora oportunísimo, una apestosa sorpresa ninja de postre. Le pasa por no ahorrar. Al final, las aguas se calman, los dolores se pasan y a Gomina le dura el empalme. Por durarle, le dura hasta el condón puesto, por planchar y oliendo como todos los demonios del infierno, pero puesto. La otra, que es muy apañada, accede y se sube al autobús otra vez sin hacer ascos al gabán. Todo acaba con un chorrillo miserable, rastrero, escaso, diluido. Ella, eficiente criminalista, se deshace de todo y le da un trapo húmedo e inmundo para abluciones (¡Que rico!). Y fueron felices y comieron perdices. ¡Una mierda! Solo se duermen.

         Por la mañana tempranito le acompaña toda una línea de metro vacía, deshumanizada, preciosa. Hacen manitas, se besan, toda la basura. Ella se queja todo el camino del ojo. Y la verdad es que lo tiene conjuntivítico y legañoso, con la ternura húmeda y viscosa de una pústula purulenta (¡Tan bíblico!). Le pide que el accidente no transcienda. Gomina le dice que sí por decir, en plan última gracia, pitillo y putilla, del condenado, por darla la razón y que se quede contenta. Al llegar a su casa le vuelven las ganas de cagar revigorizadas por la represión, como las pajas de un beato. Se explaya.

domingo, 31 de octubre de 2010

Gomina Killer II



         Una hora más tarde examina el césped a la sombra de un castaño de indias para no sentarse sobre la suculenta mierda de una mascota. Ella se mira un zapato, polipiel blanca charolada. Fetichismos del estrógeno y salario mínimo interprofesional que rechinan en las baldosas de las aceras. En el suelo del parque circulan insectos de mayor o menor inmundicia pero no hay pienso canino procesado. Al menos reciente. ¡Asco de pasión por los parques! ¿Porqué no bares? Sitios donde la gilipollez venga con cerveza y, con suerte de hurtar la cornada del sitio moñas, moderno, empalagoso y caro, tapa. ¡Joder que gusa! A Gomina le tiembla todo, hora de la merienda. La puta tragaldabas va aviada, que cuando se han encontrado andaba enfrascada en hincarle villa piñata a una bolsa de snacks sabor barbacoa y durante el camino le ha sacado, con artes y oficios de fulana vieja, un bombón almendrado en un kiosco que le ha dolido más que una violación penitenciaria a manos de un humano de color (negro) con tranca de asno. Por lo menos degusta el bouquet y los “paluegos”, magro consuelo, cada vez que se besan.

        Gomina se sienta con las piernas cruzadas. Ella en frente lo mismo ¡Cojonudo, reunión india! Faltan el hacha, la pipa, las plumas, las pinturas… Ella se destapa con un bombardeo por saturación. En el trabajo tiene un drama de manada sobre edades, soledad, arroces que se pasan (o no), cotilleos y concurso de medírsela al novio, consorte o de turno, que los coños de su empresa permiten muchas tipologías y clasificaciones respecto a usuarios y contraseñas. La película es un telefilme de sobremesa un sábado cualquiera. No tiene un objeto muy definido lo que suelta por esas fauces. Quizá solo sea un ejercicio gratuito de pastel (en la RAE no tienen definición para este pastel. Para cocreta, en cambio, ya sí). La chapa es eso o una justificación del trámite para la escaramuza sexual (empieza a tener pinta de encamisada) consiguiente a todo esto. ¡Permítalo Dios! Mondongo y unto para desatascar candados y vértices de putas que no son putas, que truecan en vez de cobrar, a las que hay que adobar con mucha especie y pringue porque se están poniendo malas en la nevera. Y a ésta le va para allá pimentón picante, ajo picadito chico, aceite y tomillo. Para un servicio de unos veinte euros en mercado abierto ya es bastante. Gomina tira de oficio, el poco que tiene, y le sobra.

        Se echa el tiempo, y el sol, y las horas. Los cretinos de los perritos aprietan a los bichos para que abrevien en sus pequeños alivios animales y los profesionales de la vida sana pasan a cojón sacado camino de la olimpiada de “me petan las coronarias”. A todo el mundo (ellos dos) le duelen las articulaciones del culo y se marchan caramelo a buscar una pensión baratita y céntrica dónde consumar ya por la noche. Van de la mano y ella da por el culo con el andar despacio. Él va a desembarcar, aflojar y liberar huevo, o eso espera, y no hay nada más. Más tarde, después de rechazar la pensión piojosa (eso sí, con secador de pelo como lujo, lujazo extra, de la habitación) cenan un bocadillos de calamares romana cada uno en el banco de una plazoleta. Ella tira la mitad a una papelera. ¡Pelmazo de tía!, ¡Petarda! Ha sido una tarde muy romántica.

domingo, 24 de octubre de 2010

Gomina Killer I


        Se le está gestando una diarrea explosiva. Una de esas que retuercen el abdomen, de las que salen mezclando material fecal con gas, proyectando mierda por todas las paredes de la taza en salpicaduras, a veces llegando hasta las tapas. En el espejo su bajo vientre se hincha sobre el calzoncillo, boxer azul marino lleno de pelotillas para los domingos y días de enseñar. Pero no puede. Bueno, poder puede ya que tiene la capacidad física de apretar el abdomen, no debe. Está recién duchado y tiene todo limpio. Entradas y salidas mojadas, enjabonadas, aclaradas y secas. Si se sentara y procediese tendría que pasarse un buen rato y unos metros de celulosa por el extrarradio para eliminar el capuccino verdoso y, más tarde, el trazo pastel (Hablo de la número seis del diccionario de la RAE “lápiz compuesto de materia colorante y agua de goma”) ocre de entre los pelos, recios y enmarañados, dolorosos al peinar. Sabe que al final, cuando queda ese resto indestructible al fondo o en uno de los dos flancos, daría una última pasada y, dándole igual la suciedad del higiénico, se levantaría dejando el ano manga por hombro y palomino para mañana. Por eso retrocaga entre sufrimientos y borbollones de heces líquidas intestinales. Porque si los gilipollas del sexo tántrico retroeyaculan, él, que no es ni budista, ni espiritual, ni vegetariano, ni nada de nada; retrocaga ¡Ea! Porque le sale de los cojones y amén. Retrocaga y coge el bote de gomina, que ya se ha untado desodorante, en roll-on, por las zonas de sudor y se ha pegado dos golpes de colonia. Uno en el pecho y otro en el bello púbico disimulando el olor a monte. Manías para ser un tío pulcro, rutinas de puto.

        Se embadurna el pelo con la pasta extrafuerte. Se pone pegajoso y rezuma. Lo reptarte y está casi rígido. Los mechones se le hacen grumos. Baja todo el pelo menos el flequillo, que levanta con los dedos, desordenado pero definido. Moda ya pasada, es una peineta en la frente pero no tiene puta idea de cómo ponerlo de otra forma. Le da un viaje de secador, fijando la estructura, especialmente en el lado izquierdo, el del caracolillo de los huevos. Se pone duro, pelo aglomerado en puntas hacia arriba. La rigidez del peinado le tira del cuero cabelludo. En el ordenador de la habitación de en frente del váter suena una banda sonora. Bailotea corrigiéndose en el espejo. Está solo. Se viste de tiros largos (¡Mis cojones los restos de rebajas de Junio son tiros largos!). Tampoco va a ver a la jodida emperatriz de la China. ¡Andando!

        Sale y en el ascensor se tira un pedo controlando lo que fluye de su alma al mundo. Es un lujo que se permite por dos motivos. El primero ir más suelto, un poco más suelto. El segundo, dejarle un souvenir gastronómico al próximo vecino que suba o baje. Es un amor.

domingo, 17 de octubre de 2010

Omnia vulnerant II


        Quizá esté haciendo mucho, e innecesario, drama por un desconocido difunto, especialmente si se considera que ni chicha ni limoná. Puedo justificarme en que estadísticamente, si fuese un enfermo enganchado de los que cuenta con varios cientos de amigos en lista, uno menos no sería, en realidad, nada. Pero estadísticamente soy un enfermo enganchado asocial que solamente tiene treinta y cuatro, con tres sugerencias de. Este tío, además, es el segundo que cae. Parezco la jodida viuda negra de la red social. Debo decir que al primero lo conocía un poco más. De cuando en cuando nos escribíamos un “¡Ey! ¿Cómo te trata la vida?” y me afectó un poco más, no lo suficiente para la lagrimita y el mocarro, pero sí para la tarde huraña e introspectiva de examen de conciencia escrupulosa. Aquello fue algo que no sorprendió a nadie, el colega la llevaba cantando unos buenos cinco años con vicios, fauna infecciosa, malnutrición… Era duro y aguanto como un toro, pero como dicen en el cine fantástico de los ochenta “¡Solo puede quedar uno!” (por supuesto espero ser yo). Del de hoy, o ayer, o incluso antes, que no tengo muy clara la hora por la temperatura del hígado, todo apunta a piña con el coche, la peste negra del XXI. Su último post en vida fue de hace apenas diez días. En él quedaba para dentro de un mes con otro tío para celebrar algo. Si uno tiene pensado morirse no hace planes ni deja cosas pendientes. Supongo que no esperaría cascar antes. Lo del coche me lo he sacado de la manga, cierto. Puede ser ficción literaria, pero es una hipótesis más probable que ser víctima de un ajuste de cuentas por parte de un sindicato criminal ruso por un tema de impagos de material bélico del bloque. Además en fin de semana. Está nadando en un estanque, tiene plumas y pico, hace “cua-cua” ¿Qué coño va a ser? ¡Hostias, pato! Lo seguro es que ha sido muerte repentina e inesperada, máximo trauma. Lo siento por su gente, de veras.

        Ahora bien, una red social me parece un lugar muy mierda para oficios de difuntos. Hay mucho postizo, mucha bobada, mucho que no sabe ni de dónde le pega el aire. Por ejemplo las chorradas al tío este. Más comentarios que en su cumpleaños. Todos con lo mismo, fotocopias unos de otros que solo se diferencian en defectillos de la máquina impresos en el mensaje. El que lo conociera de verdad, yo no, esto es solo un ejercicio teórico, debería estar jodido y triste, no escribiendo pamplinas mientras sube fotos, comparte videos y abre aplicaciones de tedio-pantallazo en las que le leen la mano o le regalan en un platito de postre las heces espirituales de cualquier sabio manido en dosis de diez palabras unidad. Serán las modas, pero la frontera entre lo sublime y lo grotesco suele tener boquetes por los que pasa de todo. Así, ahora mismo,  como muestra de la miseria que es morirse en internet, en la izquierda de la pantalla de mi página de inicio, en esa pequeña sección de publicidad encubierta en sugerencias del servidor, aparece el nombre de un rockerillo famosote. Uno de esos que mete verborrea por poesía y una imagen de marca posturera completamente estereotipada. Bajo el nombre del rockerillo y al lado de la foto de la portada del disco que intenta colocarme, campa la frasee “A (nombre de mi recién fallecido amigo) le gusta esto”. Pido perdón por mi humor negro pero me hace gracia, una gracia y una risa grosera y sórdida. Sorry, querido rockerillo, pero a este tío ya no le gustas. A estas alturas de la vida, la muerte, la existencia y la transcendencia, ni le gusta ni le deja de gustar nada. Surrealismo cotidiano. D.E.P.


domingo, 10 de octubre de 2010

Omnia vulnerant I


        Se ha muerto un amigo de uno de mis dos perfiles sociales. Lo sé, me he enterado, porque su muro está lleno de condolencias y algunas de ellas, las de amigos comunes, han aparecido también en el mío. Por una cuestión de curiosidad morbosa (no me culpéis, es esencia de nuestra raza) me he puesto a husmear todo su perfil: fotos, enlaces, videos, comentarios… y a leer esos “no te olvidaremos nunca”, “patatín-patatán el Cielo”, “nos estarás viendo y cuidando”, “you never walk alone” (¡Ay coño, no! Esto último es de otro cantar). Después de un rato de estucheo, que dirían algunas viejas archienemigas mías, me he dado cuenta de que no conocía al tío de nada. Deduciéndolo, creo que se me agregó como parte del pequeño bloque (no más de ocho personas) que me encontró hace un tiempo y con el que compartí un campamento en mi más descarnada adolescencia. Se me coló su solicitud entre la de un rollete que llegó a nada y que tenía ganas de revival y la de mi compañero de litera y mejor amigo durante quince días de un mes de agosto. He pasado todas las fotos, las suyas, tres veces y una a una, y no lo asocio con nada. También he leído todo lo que tenía reciente, más de lo mismo. Eso sí, me ha quedado muy clara su situación, personalidad, conceptos e historial. Aunque nunca cambiase una palabra con él, ni por mensaje de texto o mail, lo he comprobado, ahora sé que era del equipo de fútbol de moda entre los modernos, que quería mucho a su novia, que estaba en paro, que hace un par de meses se había cortado el pelo y que de mayor quería ser como Hendrix (para lo cual le faltaba, entre otras cosas como talento, color). Un completo expediente póstumo. Lo único que he sacado en limpio es que, en la vida real, donde no hay emoticones, no hubiésemos sido amigos. No por nada en especial, no tenemos nada en común. La gente en sus pésames lo subrayan de ser magnifico. A mi me parece de lo más normalito tirando a insignificado. Supongo que el punto de exaltación de virtudes es inevitable y que ellos lo conocerán, o conocerían, más que yo. No pretendo ser gratuitamente cruel. La verdad es que soy un tío bastante concienciado y preocupado con el fenómeno muerte y la metafísica básica, especialmente con episodios de angustia por la proyección mental del instante on-off y el planteamiento de la esencia de los continuos. Pero el caso es que la muerte de este tipo no me conmueve en absoluto, ni siquiera como un semejante que desaparece. No me da ni frío ni calor. ¡Culpa de los medios de comunicación! En cualquier telediario hay una ración saciante de difuntos anónimos: meriendas étnicas del tercer mundo, sucesos truculentos del mundo rural con puñaladas al por mayor… Me he acostumbrado. Si a alguien le sirve de consuelo, si me acuerdo y para que no me llaméis hijoputa falto de empatía, brindaré por él la próxima vez que beba. Un pequeño velatorio irlandés de unos segundos, menos da una piedra. Ni para mi propio deceso pido tanto.

domingo, 3 de octubre de 2010

Burocracias íntimas por e-mail II


        Recordando borrosos momentos de aquella noche, y aprovechando un poco más el mail, también quiero que sepas que aprecio el detalle que tuviste al decirme esa sarta de procacidades con los sustantivos en diminutivo (ejemplo: “en casa me lo harás a estilo perrito” o “quiero que te corras dentro de mi boquita”) así como ese intento de sodomización que no se llegó a perpetrase por cuestiones de la física, la postura y esa extravagante manía de mi pene erecto en rebelarse contra la filigrana. Sinceramente, quitando la sordidez de contexto y protagonistas, me sentí como en una película pornográfica y eso debo agradecértelo de todo corazón. No deja de ser el sueño de todo aquel (como es mi propio caso) que aun no ha superado del todo la adolescencia y vive frente a una pantalla de ordenador empuñando. Pero claro, tu no estás hecha de exquisita silicona y mi pene (aunque rezo todos los días para que la cosa cambie) todavía entra bastante holgadamente en un baso de tubo. Ambos aspectos marcan, inevitablemente, la diferencia. Este último párrafo es prácticamente información operativa, pero quería darte las gracias. Soy sincero y no quiero negar que, en otras circunstancias, otros tiempos, otros lugares... ¡Vamos!, que si hubieses sido otra persona, hubiese podido ser algo maravilloso. Pero valoro tu motivación y esfuerzo, eso sí.

        Volviendo a lo que compartimos te diré, sobre el estado de mi órgano cavernoso (del que omitiré su nombre por cuestión de timidez y de que hay que pixelizar a los menores), que tiene un color púrpura que dan ganas de apadrinarlo solo de la pena que causa. A esta variación cromática se le suma un intenso picor en todo él que, según me ha informado el personal de urgencias (que por cierto se mostraron algo jocosos ante nuestro mal, querida mía), irá evolucionando al escozor según pase el tiempo y me continúe rascando (actividad a la que, como supondrás, no puedo reprimirme). Y es que parece talmente que ese monstruo bacteriano que desembarcaste en mi ser, y que tan bien escondías en tu cajita mágica, ha conseguido doblegar a la penicilina y arrasar el campo de batalla (mi aparejo gonadal) de paso. Te doy el parte médico por si te sigue preocupando tanto como otrora esa concreción de mi anatomía que ahora “sufre por tus amores”. Él, de vez en cuando, muy de vez en cuando, solo en los momentos de más furor hormonal, te echa un poquito de menos. Es casi tierno el pobrecillo, tan enfermo...

        Y nada mas cielo, creo que ya te he contado todo lo que tenía que decirte. Ahora que sabes de lo que eres capaz solo te deseo lo mejor en tu vida y que tengas el buen gusto de ir a un ginecólogo. La provincia entera, como mínimo, te lo agradecerá. Afectuosa y bizarramente tuyo:





La última victima de tu incapacidad de mesura





        PD. Ah, que se me olvidaba, un consejo gratis para tus próximas fechorías. Lo de las felaciones déjalo. No es lo tuyo. Hay que jugar a lo que se sabe y se puede. De todas formas fue, fuiste, una “gran experiencia”. Si algún día te encuentras un hada madrina, o un genio de los deseos, o algo por el estilo y te da por pedirle que te transforme entera, acuérdate de llamarme.



        Moraleja del cuento: niños, no os fiéis nunca de las carroñeras de bar. Sé que a las tantas de la madrugada, momento en que sois más polla que hombre, resultan maravillosas. Son amantes liberales, algo sencillo, fácil y puede que bonito. Son la gran esperanza blanca del momento, el suelo de vuestras aspiraciones. Recapacitad un momento antes, os lo pido. Nunca se sabe como os harán comer mierda, pero lo harán, os lo aseguro.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Burocracias íntimas por e-mail I


        Mi querida gorda infame:

        Hará ahora unos quince días, tuve el gusto o disgusto de follar contigo, a pelo, en los mugrientos váteres de señoras de un bar de guiris. No entraré en las mezquinas artes de las que te valiste (principalmente pagarme copa tras copa de ron blanco con naranja. Que como inversión te salió, si, pero a que precio) ni en si el acto que me perpetraste constituye algún supuesto jurídico, especialmente contra la libertad sexual. Me dirijo a ti por un milagro de la memoria que me ha hecho recordar tu dirección, en realidad me la apuntaste en un borrador de sms en mi teléfono móvil, para informarte de que tu maravilloso sexo no solo tenía ese amago de barba de guerrilla, si no que también era portador de una venérea que has tenido el inmenso honor de pasarme. Que conste que no lo hago, no te escribo todo esto, por sonrojarte (supongo que tu mandrílica vida intima ya habrá eliminado de ti ese hábito). Es, más bien, un servicio que contraigo para con la comunidad al hacerte responsable directa de la plaga vírico-bacteriana que estas desatando en los glandes de ese par de energúmenos (entre los que tuve el “placer” de encontrarme) que te cepillas a la semana para mantener tu media de goleador de primera división. Espero, además, que el aviso te sirva de cara a tus rutinas medicas y condiciones de salud en general. Es posible que no hayas notado ahí abajo nada fuera de lo ordinario (“¿Qué es lo ordinario?, dices mientras clavas / en mi pupila tu pupila azul. / ¿Qué es lo ordinario? ¿Y tú me lo preguntas? / Lo ordinario... eres tú.” ¡ Perdón, que me distraigo!) y te convenga echarle un ojo al asunto. Un ojo y un tratamiento farmacológico. Tú verás.

        Supongo que en estos momentos de lectura me estarás mentando la parentela más inmediata y que los estarás titulando de esto u aquello. Por otro lado, pensarás que la peste me la he podido coger en cualquier sitio y que te estoy poniendo de vuelta y media gratuitamente. Te confesaré una cosa. Ahora que compartimos el secretillo de la enfermedad no sobra que me conozcas un poco mejor. Si te he acusado de sujeto cero de la pandemia no ha sido al buen tuntún. Confía en mi. Creerás que episodios como el vivido juntos me pasarán de continuo ya que soy un sujeto, tipejo si te gusta más, bastante fácil. Nada más lejos. Lamentablemente, y en mi condición de perdedor existencial (hay confianza y te lo puedo decir, soy un perdedor) suelo conformarme con lo que la vida me pone a tiro, que no suele ser ni mucho ni, por supuesto, bueno. Tu eres el ejemplo palpable. Perdón por la maldad, pero es que hay momentos en que la enfermedad habla por mi. Concretando, a diferencia tuya, mi estadística sexual es deprimente, lo que hace que seas la única mujer (hembra al menos) en la que he estado en mucho tiempo. No sé muy bien si será algún tipo de honor, pero no me lo parece mucho. Por eso, y por los tiempos de desarrollo de las enfermedades, te nombro causante directa de mi aflicción gonadal (gran título, si señor). Con esto queda justificado todo de lo que te acuso, por mucho que quieras insultarme y desmentirme.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Horrora Butrón III


        ¿Por quién llora, por quién bebe, por quién sufre la Parrala?

        Acaba. Se va al borde del escenario. Saluda majestuosamente. Con una mano coge la cola del vestido para agacharse. Extiende el otro brazo. Lanza un beso, sonoro. Lo reparte. Alguien aplaude entusiasmado. Es uno de los modernos. A los niños bien se la dan con dos de pipas. El otro, que es otra, está hablando por el móvil, un móvil caro. Aurelio, ha acabado y vuelve a ser Aurelio, ni Horrora ni ninguna otra cosa, ha perdido una de las horquillas que sujetan la peluca, que se ladea un poco, como una boina militar. Baja y cruza por todo el medio, hasta la barra, recuperando la respiración y escurriendo sudor. Pide un whisky. Se lo ponen solo, con hielo, en un vaso de tubo. La película del oeste la lleva por dentro.

        El dueño abre la registradora. Coge un billete chico y unas monedas y se las da pidiendo perdón. La cosa está muy mala, pamplinas de siempre. Aurelio recoge y apura. Pide un cigarrillo y fuego. Se va y se cambia en el almacén. Mete los trastos en bolsas de plástico de supermercado (cada cosa en la suya, bien recogido, bien doblado, que se noten los oficios) y éstas en una de deportes de propaganda. Aunque se lava la cara le queda una resaca de pote, colorete, sombra, raya, carmín…. De noche todos los gatos son pardos. Sale por atrás y se aleja cansada, derrotada. Cena, sola, en un bar de taxistas donde paga con la chatarra. Allí, rebañando el caramelo del envase de un flan de huevo, no se diferencia de los habituales. ¡A dormir, cielo! Que ya va siendo hora ¡Buenas noches, emperatriz!


domingo, 12 de septiembre de 2010

Horrora Butrón II

Ilustración cortesía de los jodios genios de Dirty clothes. Dándole glamour a las miserias.¡Muchas gracias, pécoras!



        Que sí, que sí, que sí, que sí, que a la Parrala le gusta el vino…



        Horrora caracolea torpe y la grasa que rebosa por encima del vestido rojo. Toda la espalda, sobacos, cara interior de los brazos, oscila blanda. Suda por el baile y el foco, un armatoste oxidado que mete más calor que luz y que no la deja ver nada. Es un círculo de luz blanca que llena los tres metros de ancho por dos de largo del entarimado del escenario. También hay cuatro más pequeños con pantallas verdes y rojas, dos a dos, pero están para otros números. Gomez’s Cabaret no repara en gastos, y lujos. El problema es que la parroquia no lo valora. Porque no nos engañemos, Gomez’s Cabaret es un sitio más de carajillo o sol y sombra que de champange o sidra y más de negro que de puro con vitola. Un lugar que nació pegando estertores, la empresa donde trabaja Horrora Butrón, gran estrella, con cartel a la puerta y todo. Algunos días, la verdad que pocos, mejor que la Opera de París o el Molino.



        De las quince personas de respetable, los únicos que dan negocio son los dos bohemios bien que vienen entre semana con su pelo a tazón y las gafas de mentira y los cuatro o cinco alcohólicos de la vieja guardia que lo mismo les da aquí que allí. El resto, la lumi gorda y pasada que espera aburrida hacerse a uno de los alcohólicos, o el viejete que habita en la tragaperras, o los dos yonquis (también anacrónicos) de aguja que beben su quinto a morro en otro mundo, están por estar. A Horrora no le hace falta verlos, están como están las sillas, la máquina del tabaco o el dueño, medio dormido el muy cabrón, detrás de la barra.



        Los tacones de tres euros tenían que salir por algún lado. El derecho roza donde empiezan los dedos, que mientras no rompan el refuerzo del panty es un mal menor. Al izquierdo se le está despegando el tacón. A la canción le quedan dos y nada pero hay que acabarla disimulando el renqueo, la cojera jacarandosa de la ampolla en ciernes y el cuidado del material. Porque Horrora Butrón es una artista, por encima de todo. Ni tres actuaciones. Con razón los jodíos del mercadillo venden.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Horrora Butrón I


        - ¡Hoooolaaaaa…! Soy Horrora Butrón. Lo de Horrora, na´ más hay que verme. Lo de butrón, por el boquete en la pared d’atrás. ¡Gracias por venir esta noche! Pedir mucho, y caro, que voy a comisión. ¡La Parrala!

        “La Parrala dicen que era de Moguer…”

        Horrora Butrón en el DNI no se llama así. Tampoco, cuando va a la comisaría para renovar el documento, hace la coña del boquete. Horrora Butrón es el nombre artístico, tradiciones, de Aurelio Memelo, sesenta y dos años y natural de Castilla la Vieja, que cuando se escapó de casa todavía se llamaba así. Aurelio Memelo se liberó, se tuvo que liberar, porque el animal de su padre le zurraba y el muy gañán daba duro pensando que le curaría y le sacaría la bobada (¡Buenos huevos!). Si no hubiera sido así, Aurelio hubiese sido el peluquero de su pueblo y aquí paz y después gloria, que en los pueblos de la época siempre tenían uno “oficial” y solía ser peluquero. Pero no fue y Aurelio lió el petate, arrambló con la cómoda y para la capital. No es una historia épica, ni siquiera un mal guión, pero son lentejas. Tampoco tiene que ser una historia épica. En la vida de los “desgraciaos” no hay ni guionistas, ni poetas, ni leches del pelo.

        Horrora, que ahora mismo es Horrora, ni Aurelio ni otra ninguna cosa, boquea como un pez grotesco un poco al “chimpún-chimpún” del pasodoble. Piensa que ya es perra la vida, perra y tirada. Cuarenta años haciendo el mamarracho por escenarios de mierda. Transformista, con los pantys picando, metiéndose en el culo y la porquería barata de maquillaje que no agarra en la piel grasa, sucia, sobre los cañones de la barba, siempre mal afeitados, homogéneos, densos, azulando el mentón. Cuarenta años cobrando una miseria en B, llevándote unos duros (todavía cuentas el dinero en duros) por copa servida en tu rato, poniendo chapas si tercia, trincando si tercia, a salto de mata, al borde. ¿Y para llegar a qué? Una muerta de hambre, trabajando a tu edad, sin nada. No cambiará. Te sabes el cuento de sobra, que en el repertorio también llevas “El día que nací yo”. Porque lo que estás, reina, es pasada de moda, como las canciones que cantas, que imitas, con la misma coreografía desde ni se sabe. Solo hay que oír el disco, el ruido blanco, la distorsión, los años.

        Y es que lo siento, niña, pero las mariquitas de ahora no son así. No son como tú. Bueno, tú no eres como ellas, que son las que mandan. Las mariquitas de ahora son modernas, tienen estudios, se gastan fortunas en trapos italianos en lugar de en batas de cola de un modisto, coleguita del barrio. Las mariquitas de ahora, a las que por cierto no les gusta que se les llame mariquitas, viven en pisos puestos a todo trapo, no en pensiones y hostaluchos. Van por la vida, que los has visto por la calle, hechos una pintura. No como tú, hija, que pareces un cromo. Y no se llaman chocho las unas a las otras, ni son beatas, y les gusta la copla para un ratito en casa, nada más. Te han dejado fuera de juego, sola, viviendo hace treinta años. Tenías que estar en un museo expuesta, cobrando del estado, y no aquí. ¡Mírate! Con un lulú y cuatro vestidos, vieja, acabada y pobre. Que eso es lo peor, pobre, porque si tuvieras buenos dineros bien que se te perdonaría todo lo demás e irías como las petardas de la tele, naranja de rayos uva, con unas gafas de sol que valen más que todo lo que tienes ahora y del brazo de dos niñatos. Algún día… y eres tan ilusa que te lo crees. Por lo menos le sigues echando cojones al asunto, vienes cada noche y te pones profesional. Aunque cada vez te cueste más nacional para el hígado hacerlo. Hasta que a Dios le salga del fandango. Digna como puedes y como sabes. Mantén el estereotipo, aunque no sepas lo que es eso, para que no se pierda. Y el que venga detrás que arree.¡Ole tú! ¡Princesa! ¡Qué eres una princesa!


domingo, 29 de agosto de 2010

El sur resurgirá II


        A la puerta del super, en la cara interna del soportal de los carritos, una rubia fea y uniformada sonríe al lado de un “gracias por su visita” en tipografía amarilla simple, básica. Debajo un comunitario europeo aceitoso extorsiona, disimulándolo en mendicidad, la moneda a las marujas que van a aparcar. Mercado único e integración. Ahora tendría que sonar Beethoven. Miro mi cesta. Me doy cuenta que como igual que un obeso mórbido: bollería fina, mantecas de cacao, latas… En síntesis, química suficiente como para bombardear con éxito toda la rivera del Mekong. No le digo una palabra a la cajera, mezcla de clasismo rancio y miedo al ser que me cobra. Pago con billetes guarros y gastados de cinco y me echo el cambio en el bolsillo de atrás del pantalón. La telerrealidad en vivo me excita sexualmente. Comprar siempre es una buena ración. Por eso salgo con el nardo caballero llevando mi pienso barato para subhumanos. Atiendo de reojo al antiguo ciudadano de satélite soviético. Pienso: “¡Te jodes que no llevo carro!”. Supongo que el me diría :¡Te jodes que manejo más líquido que tú, desgraciado, muerto de hambre!



        Me alejo, camino a casa, distraído en la fantasía de una cópula animal con una de las reponedoras sobre el rincón de la leche, mojándome, salpicando, reventando bricks, chapoteando con los pantalones bajados, empapados de leche, pegajosos. Me da por ahí. La reponedora en cuestión tiraba de un palé con productos de limpieza, rollos de papel, tanto de cocina como higiénico, y algunas cajas de cosa menuda como botes de champú, lavavajillas… Trajinaba perezosa por el pasillo correspondiente. Era la perfecta hija del barrio con sus mechas platino, sus pedacitos de metal atravesando tejidos de su cara, la estrella de cinco puntas tatuada en lo alto del cuello, debajo de una oreja, sus uñas estridentes, su chicle rumiado. No es que fuese espectacular, en absoluto. La ropa era corporativa y lo único deducible es que no estaba gorda. Todo un portento tal y como está el mundo. Eso y que llevaba tanga, seguro. Todas ellas lo llevan, normalmente barato, de mercadillo. Siempre he sido más de bragas. La estuve contemplando un momento, admirando casi. Nunca será nada, el pensamiento de una fantasía sexual que me durará un rato..



        Al llegar a casa me desnudo, me tiro en el sofá y empiezo a comer lo que traído ansioso. Migas y desperdicios, gotas de relleno, salsa, me caen por encima mientras veo la televisión. Soy uno más de los míos. Somos superiores y dominaremos el mundo. Coparemos la civilización. No nos hibridaremos, adalides de la especie floreciente ¡Qué le den por culo a todo lo demás! ¡Mierda! ¡El sur resurgirá de sus cenizas! ¡Si, resurgirá!



domingo, 22 de agosto de 2010

El sur resurgirá I


        El sur resurgirá de sus cenizas. Entonces, daremos fiestas de una semana en los salones blancos de nuestras mansiones, en las plantaciones, entre las propiedades agrarias, los latifundios. Nuestros negros servirán, sudorosos, martinis y ponches de esmoquin. Las mujeres, las nuestras, llevarán capa tras capa de ropa interior y nosotros iremos de lino, con un lazo negro al cuello. Todos bailaremos en formación rígida, fumaremos puros de manufactura casera después de comer y cenar con coñac pomposo y nuestros capataces, antiguos infantes ligeros de la patria, mantendrán nuestro poder adquisitivo con látigos, vergajos y rebenques. Mientras tanto, tengo dos por delante de mí en la cola de caja del supermercado. La primera es una mora, no, un estereotipo de mora (gorda, bata brillante, pañuelo apretado, ni idea de lo que ocurre a su alrededor). Pasa el carrito por el arco de seguridad sin descargar en la cinta unos diez paquetes de harina y una caja vacía de bolsas de patatas fritas. La cajera, o un Mengele cuarentón y travestido metido a cajera, le bufa: “¡Señora, pase la harina!¡Señora!”. La mora ni puto caso. La cajera, profesional donde las halla, se atocina y le agarra el carro volcándose sobre el lector de códigos de barras. La mora, sorprendida, asustada, pone cara de vaca ferroviaria. Al final la harina pasa, por cojones y pitando cada paquete. Tras ella, señalizado por el “próximo cliente” del separador de plástico, un parroquiano tirado, descastado, paria blanco, deposita dos latas de medio litro y dos de a tercio, marca blanca. Rey de los alcohólicos, tiene pinta pasiva, somnolienta. Los ojillos, entre bolsas y ojeras, le lloran. No se ha afeitado en una semana más o menos, por el aspecto, y la última vez que lo hiciera fue por sectores. Detrás del cuello (parte que tengo delante y puedo analizar casi científicamente) se marcan rayas de roña negra. Suda. No hay nada épico en este alcohólico comprando vespertino para entonar. No es Jack London, Allan Poe, Bukowski. Parece que muchos de los borrachines ilustres son estadounidenses. Será algún reflejo social del imperio, de la decadencia del imperio. Me meto en berenjenales. El mío pide una bolsa. Las hay de dos precios, tres y veinte céntimos, calidades y ecologismo. Coge la de tres céntimos y me pregunto para qué. Son las once y estoy seguro de que a y media ya llevara los ciento sesenta y seis centilitros puestos ¡Salve, hermano! Quisiera ser como tú pero no me atrevo. Algún día, Dios y la vida mediante.



domingo, 15 de agosto de 2010

Por la ventana II


        La veo, cruza el puente de cemento de en frente de la ventana seguida de una manada de niñas pequeñas, crías precomulgadas. Con unos diecisiete años marcha a la cabeza disponiendo, organizando. Lleva una camiseta blanca y una falda vaquera. Ya se le notan sus cosas pero, evidentemente, no es Lolita. Ni lo será. El desarrollo le llegó a las tetas pero no al desván. Camina gesticulando histriónica, chillando en agudos. Reúne a las niñas pequeñas a su alrededor y las madres la dejan hacer porque es algo cómodo y barato. Es su pequeño mundo estar todo el día con las criaturas y de él no sale. Ella las corrompe con la sucia mentalidad de un adolescente retrasado focalizado en lo que no entiende del todo. Lo sé porque siempre están bajo la ventana arrojando sordidez a las masas, principalmente a mi, que soy el que suele escuchar. Hace, y dice, cosas que coge aquí y allá, en el instituto de bocas de muchachos-hormona a los que provoca comportándose como una buscona procaz, como una puta descastada, atreviéndose a todo de boca. Cosas que le dan miedo cuando ve a su padre travestirse borracho al final de cada celebración familiar. Malos entronques. El mundo es un maestro regular y le da bastante por el culo cuánto y en lo qué se aplique cada uno. Ella pesca al aire lo que puede y se lo transmite deformado a las niñas. Me asquea porque lo tengo cada día. Pero en el fondo no es mi problema y si no las escuchase, si no la escuchase, me daría completamente igual.

        Ahora mismo les está preguntando, entre carcajadas postizas escandalosas y escandalizadas, de que color llevan las bragas. Personalmente no entiendo muy bien el objeto del juego. Las niñas, inocentes, contestan e incluso alguna enseña una muestra de tejido. Es tan repugnante que me indigna. Siento deseos de ejercer contra ella toda la violencia física de la que soy capaz. Si lo hiciese nadie me vería como un héroe. Quizá solo sea que tengo mal despertar. Al final que arda todo, que la imbécil siga apestando lo que toque, que de un buen cuadro y acaben, con dramatismo patético de teleserie, en los juzgados. Yo no estaré. Una de las niñas, de unos once años, se niega y la riñe agria, también le echa la manada encima. La niña acaba por decir “blancas”.

        Para evadirme, salir de esto, enciendo el portátil de la mesa. Procuro escapar por las diez pulgadas que dan al mundo net tamizado por un filtro de control parental. Lo gratis siempre insatisface. Es inútil. No me puedo desconectar de la calle, de ella. Me entra por el oído invasiva. Me coloco los auriculares con rock sinfónico noventero a un volumen suficiente para hacerme daño en el oído medio. Al poco me aburro, pero ella ya no está, por lo menos dentro de mi cabeza. Entonces hago lo de siempre. Busco en la carpeta de descargas del P2P el archivo de video “Asian-fetich.avi” y, con dos golpes de dedo índice, lo abro. Me desabrocho el pantalón. No, no soy ni la virtud ni el guardián de la moral. Es otro domingo, otra tarde de domingo, otra mierda de tarde de domingo. No se acaba.

domingo, 8 de agosto de 2010

Por la ventana I


        ¿Porqué cojones da voces? ¿Porqué cojones lo hace aquí? ¿No habrá otro sitio? Es profundamente asqueroso oírla. Es algo corrupto, podrido, sucio. El término eugenesia me ronda. Sería la solución como selección artificial, más rápida, eficaz y eficiente que la natural. También sería la solución a sus voces. ¡A mamarla, Darwin, que ya no haces falta! Se me va la cordura. La habitación está oscura, pero es una oscuridad naranja por las dos rendijas intermitentes de la persiana bajada. Me pego a la tela de la sabana y la bajera. El brazo derecho y la cara me sudan donde se tocan. Tanto que parece que la carne se me fusiona en una masa blanda, húmeda y pringosa. Cabeceo mezclando realidad y sueños. Las chorradas que se me pasan por la mente REM me parecen genialidades. Fuera sigue dando voces. Su tropa también, aunque lleve la voz cantante. Cuando no le conviene ordena silencio, insulta, amenaza. Es una buena actitud política. En esto pasa un coche con flamenco fusión electrónico para hillbillies autóctonos tronando. Aunque la arrabalera del “¡Ay, ay, ay!” se esfuerce en llegar alto, muy alto, el “bum-bum” hueco de la base rítmica en el altavoz de graves le apaga lo voz. ¡Subnormal! Eres tan tonto que no te das cuenta de que esta ecualizado como el puto culo. Si eres tan paleto de coger un tercera mano y meterle altavoces de oferta sin ton ni son, por lo menos podías utilizar música que los potenciase. Y no me refiero a Beethoven, al que sentirías placenteramente en las vísceras, en los intestinos por donde pasa toda tu mierda, cada golpe como un pequeño espasmo sexual hasta el perineo. Ni a ti ni a mi nos alcanza el nivel. Evangelizando por el mundo. ¡Que te den, niñato hijoputa! Hasta los putos tirados viven mejor que yo. Por lo menos sus padres les pagan coches ruinosos y no se las ven y desean para venderle la moto a alguna de joder al raso en el banco de un parque. Consuela que de cuando en cuando el Karma, por esto de compensar un poco, mezcle en la licuadora de su piso de estudiante alcohol, niñato, coche, carretera comarcal, ciento y algo por hora, etc. El resultado, alguien besando el salpicadero, un rocket man taladrando con los cuernos un alcornoque y los bomberos dándole al abrelatas con banda sonora de reggaeton superviviendo en el amasijo. Cosas que pasan.

        Vuelve a gritar, agudo, histérico, desagradable. Pega un chillido atroz de violada ex yugoslava y le sigue un coro. Se ponen a correr y las chanclas de plástico palmotean el asfalto caliente. Parecen azotes en ametralladora. ¡Su puta madre duerme aquí! Adopto la decisión más inteligente, me levanto de la cama. A oscuras seco el sudor de torso, cuello, sobacos y cara con la sábana húmeda, que se ha salido por abajo. Echo la pelota arrugada, que ya malhuele, al suelo y abro la persiana. El sol de media tarde irrumpe (¡Joder! Que pomposo y que mal queda). Me duelen las cuencas. Arrugo la cara y el entorno, blanco brillante, se concreta. ¡Sigue gritando! ¡Sigue gritando! ¡Sigue gritando! ¡Sigue gritando! ¡Sigue gritando! ¡Sigue gritando! ¡Sigue gritando!