domingo, 25 de septiembre de 2011

Las llagas VII

        No había cena. Ni casa, ni comida, ni cópula,... todo muy considerado. Me preguntaron que qué quería llevarme a la boca. Soy un tío educado y les contesté que me daba igual. Fuimos a un chino. Chino ultramarinos, no chino restaurante. Si hubiese sido esta opción en lugar de aquella hubiera podido satisfacer mis ansias pantagruélicas con un fantástico buffet de rollitos rancios, carnes recalentadas, tallarines fríos, pan de gambas,... Para mi fin de semana hubiese sido como encontrarse un euro reluciente al lado de un contenedor de basura. Se es feliz con tan poco. Pero no fue, lástima.

         Compramos dos pizzas muy modernas con sobrecito de salsa y todo, queso y barbacoa respectivamente. Dos pizzas para tres personas, algo superior para alguien como yo, que puede engullir como un noble renacentista. Las pagamos a escote. Estaba yendo tan bien la cosa que me dio por comportarme como un señor y hacerme el sosca ante una posible invitación. La prima no dejaba de insultar al dependiente del colmado. Utilizaba todo el rato la coletilla “amigo” de manera ofensiva, diciéndola con cara de asco entre estupideces y faltas de respeto que el chino no comprendía, o no quería comprender. “¿Dónde tienes las pizzas, amigo?”, “Mu´ caras, amigo”. El tono, la forma, el cómo se encaraba con él, prepotente, supremacista como los paletos sureños estadounidenses que odian a los judíos y a los negros y salen en las películas vestidos de nazarenos. Debía tener tallados en sus pocos conocimientos los teoremas del “nos vienen a quitar el trabajo”, “son gilipollas y no se enteran”, “¡Qué se marchen a su país!”... Me afectó la poca calidad humana de lo que estaba haciendo la muy puta, el como desde el fondo del arrollo, entre heces y orina, la desgraciada se atrevía a mirar por encima del hombro a otra persona. Hubiese dado cualquier cosa por estallar una hostia en su cara, por agarrarle la cabeza con la mano izquierda y descargar el puño derecho una y otra vez hasta hacerle el cráneo una masa. El chino, educado y solícito, nos atendió. Una lección Barrio Sésamo sobre la dignidad.

         La casa del novio de la prima estaba en el puto final de la ciudad. Más allá del bloque, pequeño, no más de dos o tres alturas, empezaban los descampados, secarrales, carreteras y autovías. Un paisaje amarillo, árido, tipismos castellanomanchegos. En el piso no había quien parase. Era como la fragua del infierno. El único aparato de aire acondicionado lo tenían en la salita donde debíamos pasar la velada alrededor de una camilla, por supuesto con todos los complementos: faldilla, puntilla, cristal redondo, armazón de brasero... Pedí una cerveca. El alcohol es un consuelo maravilloso para dramas domésticos y aburrimientos vividos con el trópico en el termómetro. Esperaba que, con un poco de suerte, hubiese en la nevera un pack de latas o unos quintos de marca blanca de los que me echaría un par o tres de ellos al buche. Hubiese significado anestesiarme y poder ver la vida a través de las gafas de sol de diseño que supone el principio e intoxicación etílica en mi, por lo ordinario amargada, conciencia. No había. “¡Podíamos haber comprado alguna en el chino!”. No te jode, bonita. Por poder, yo podría ser un magnate petrolero ruso, tu una prostituta de lujo-modelo pelirroja y la casa del novio de tu prima (molesta ya tanta repetición de la misma fórmula) una isla privada en Dubai. ¿En que casa no hay un par de cervezas en el mes de agosto? La prima, muy ladina la jodida pécora, tampoco tuvo la amabilidad de ofrecerme algún sustituto con base en el género del mueble bar que presidía, gustos estéticos de la tecnocracia del final del régimen, la salita. Incluso hubiese dado los cinco o seis euros que pudiese valer un (en ese momento) utópico vodka con naranja.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Las llagas VI

 
        Allí en el banco se me aparecieron, mientras esperaba y saliendo del tercer o cuarto portal por debajo del suyo, tres gracias del lugar. Ellas, que iban vestidas como para trabajar en algún edificio luminiscente de carretera con afluencia de camiones: cabezas oxigenadas, minifaldas elásticas, escotes, mucho y mal maquillaje; me miraron mal. Me excitaban sexualmente y por eso me acuerdo de ellas. Me miraban mal con cierta razón. Debía tener una pinta muy rara con los pantalones verdes, anchos, de corte militar; la camiseta roja, ajustada, pequeña, sudada y la mochila, de propaganda, entre las piernas. Entre asco y suspicacia, se pensarían que era alguna especie de incompetente mental. Entonces me puse a calcular las probabilidades reales de que me pasase algo. Algo como que uno de los latinos grasientos, gordos, adustos, de piel amarillenta, uno de los de la puerta del locutorio cercano, me atracase; o que algún adolescente de peinado de estrella del fútbol mal copiado y mucha coca (aunque la tasación habitual del speed suele ir mucho más con su tipología) me diese un puntazo amparado en su propia estupidez y la Ley del Menor. Soy oficialmente, según mis diplomas académicos, un especialista en seguridad. Me aburría y estaba cansado. Restos de teorías criminológicas, antropografías delictivas, etc... transitan por mi memoria profunda y salen a respirar, como las ballenas, a veces. Por eso elucubraba semejantes gilipolleces. Cosas de paleto, ciudad que viene grande. Me he criado condicionándome con telediarios truculentos. La respuesta condicionada (“ER en adelante”, que dijeran los apuntes) es normal que tire por esas trochas.

         Ella, por fin y de una puta vez, salió del antro y tertulia con un troley muy amariconado. Arrastraba las ruedas por el enlosado y sonaba a carraca. ¿Tantas cosas le hacían falta para una sola noche? Luego descubrí que sí, además de que la logística menstrual, aparte de un misterio, es aparatosa, escandalosa casi. Acto seguido recogimos a su prima en una de las paradas del metro. Venía dios sabe dónde. Me lo dijo, estoy seguro, pero me sigue importando una mierda. Casi desde el principio me fusiló a preguntas. Personales, groseras, inocuas, sin sentido, de todo pelo y condición. Preguntas con las que pretendía informarse para proteger a su prima del ser extraño que había venido de a tomar por el culo en la España Profunda. Preguntas que no servían para nada. La mayoría de mis respuestas la dejaban fría. Venían de un mundo superior, o por lo menos diferente, que no entenderá jamás. “¿Qué música te gusta?”, ”¿Qué películas?”, ”¿Qué te gusta hacer?”, ”¿De dónde eres?”, ”¿Has estudiado?”... Por partes: “Ahora mismo Iggy Pop. No, no es nada de lo que suela poner tu novio en ese delirio de utilitario que pretende hacer pasar por tuning. No lo has oído jamás, seguro”, “Miedo y asco en Las Vegas y El club de la lucha, entre otras muchas”, “Me gusta leer. Como sé que a ti no mucho, no me molesto en darte autores que no vas a conocer o títulos que se salen de los best-sellers a los que puedes acceder cuando, milagrosamente, alguien te los deje y los consumas hilvanando una de cada diez páginas. También me gusta masturbarme cada dos por tres, especialmente utilizando pornografía temática de asiáticas como surtidores y anglosajonas fetichistas de culos aceitados. Pero esto último, evidentemente, no te lo voy a decir a ti”, ¿Qué me queda? ¡Ah sí!, “Soy de una porquería de pueblo donde todavía hay quien no quiere poner agua corriente en su casa y quien, muy pintoresco, se ayunta con animales (te lo digo con la expresión local, significa que joden con ellos)”, “¿A qué le llamas tú estudiar? Si para ti es haber superado la ESO entonces sí, he estudiado. Una época muy divertida, por cierto”. ¿Te has enterado de algo? No. Estaba seguro de ello. Querida prima, aunque ya no deba usar ese tratamiento, fue un placer el no conocerte. Que te salga mal la vida, te lo deseo incluso estando seguro de que será así. Tu pesada protección y tu altruismo hostelero no han servido para nada. Adiós, cielo. Si hace falta puedes coger un día con tu prima y ponerme verde catalogando todos mis defectos. Seguro que me has sacado un cojón de ellos. Para algo te tenía que valer el interrogatorio. El que no se consuela es porque no quiere.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Las llagas V

 
        A las tres de la tarde cogí un autobús, en mi pueblo todavía coche de línea, que me llevó por las parroquias de media España de romería, acorralado entre el cristal y una inmensa señora llena de fulares y trapos al cuello que sudaba, se quitaba los complementos, sentía frío por el aire acondicionado, volvía a ponérselos, y de vez en cuando pegaba cabezadas en las que se vencía, paulatinamente, hacia mi hombro. Llegué a la estación sobre las siete, todavía de día, calor y demás. Ella no me estaba esperando. Según la porquería lacrimógena que se había montado, fue por estar al médico. Por eso me tuvo en el túnel que da a la estación de metro cerca de una hora. Lo del médico me sigue oliendo a culebrón, del malo, por una razón evidente: si en las ordenanzas asistenciales patrias ni Clavijo trabaja más allá de las tres de la tarde, mucho menos a las seis (hora de su cita), por mucho ciudad, metrópoli o gran Babilonia que sea. Cuando apareció, muy etérea con sus sandalias de tacón y su vestido ligero, vaporoso y suelto que tan mal le quedaba con los hombros blancos, casi celulíticos, al aire, su poca talla de tetas y su cara redonda y mofletuda de chochona de tómbola deprimida rajándose las venas en la bañera, le pregunté por el diagnostico. Ella hizo el papelón, el misterio. Tanto que nos dio tiempo a coger el bus que suplía al metro, en obras. Del autobús al metro donde ya se podía circular y de allí a una plaza importante y monumental, dónde todavía me dio un paseo hasta el parque que hay por debajo de un casposo monumento archiconocido, magnifico, cuyo nombre soy incapaz de fijar en el poco cableado que mi afición al alcohol me permite conservar. Una vez allí, en el césped y de plan (como se decía antes) y con ese tira y afloja del “te quiero tocar una teta” o “¿Porqué no me enredas un poco con el huevo derecho así en plan lúdico?” versus “¡Las manitas quietas!” o el “¡Para de una vez!” (muy bucólica la pintura), me comunicó que podía ser un principio de leucemia (lo del médico) y que no sabían. Mientras me explicaba todo, con mucho tecnicismo mal dicho y conocimientos apócrifos de medicina, yo veía, debajo de su cabeza y en mayúsculas amarillas parpadeantes, el subtítulo “PELÍCULA DE ROMANOS”. Al instante le ofrecí todo lo que estuviese en mi mano con esa impostura, entre brusca y cateta, diciendo malsonancias, azarado... que aplico cada vez que pretendo un barniz sincero, profundamente sincero, tan sincero que me da vergüenza estarlo diciendo. ¡Mentira puta! Que se dice en mi terruño. Por supuesto en este ofrecimiento estaba incluida mi médula ósea si hiciese falta. Viniendo al cuento, hace un rato, justo después de decirme que no me quería volver a ver, me la ha vuelto a pedir. Mi médula, me refiero. ¡Joder con el instinto de conservación y su puta madre la vikinga! Le he respondido que sí, que por supuesto, que todavía me visto por los pies. La verdad (y nada más que la verdad con la ayuda de dios, señoría), que ella intuirá dentro de poco hasta aparecérsela en forma de cruda y viscosa casquería, es que por la salvación de su ser no me sangraría ni un grano con cabeza blanca, mucho menos la médula. Soy un apóstol del “hablar es gratis”.

         En el parque estuvimos hasta el anochecer. Le di todo mi repertorio, manido, estereotipado, usando lo que llamo la voz del Papa, o del Puto Papa, según las circunstancias, y que no es otra cosa que chorradas pretendidamente profundas y (suspiro irónico) enamoradas que suelto a volumen medio-bajo desde el diafragma. Aunque pueda no parecerlo me ha dado siempre bastantes buenos resultados. Después nos bajamos para su casa, barrio piojoso, sucio, miserable. Protección social del franquismo agonizante en edificios bajos, cuadrados y ocres entre avenidas principales con árboles pequeños, secos y macabros. Allí debía coger las cosas para pasar la noche. La esperé un rato inmenso en un banco a unos veinte metros de su hura o madriguera familiar. Considerada como siempre. Sus padres, basura blanca, no debían verme, faltaría más. Se estaba portando magníficamente como anfitriona, amante, persona...

domingo, 4 de septiembre de 2011

Las llagas IV

 
      La idea de que, en apenas un par de horas, tendré que levantarme y ella me llevará en su coche, carne de desguace, a la estación de autobuses se inflama hasta ocuparlo todo. Quiero que el tiempo pase y no pase. Que pase para librarme de una puta vez de la pesadilla de ella, por fin. Y que no pase para poder entregarme un poco al sueño, la desidia. Descansar tranquilamente sin el “coitus interruptus” del determinismo del despertador. Y en toda esta mierda, para evitar que se me acabe de ir la olla y comiencen peores cuadros mentales, recapitulo en fin de semana. ¡Toma entradilla!

         Que conste que ella me lo pidió. Me insistió que viniera. Según las gilipolleces que vomita de continuo, le ilusionaba volver a verme. Para mí era una salida. Un poder dejar por unos días la presión casi penitenciaria a la que mi casa, mi pueblo, mi vida, me someten de ordinario. Eso fue el lunes, o el martes, y basándome en el postureo de su muro de Facebook, que yo fuese era lo mejor que le iba a pasar en toda la semana. El primer plan era que me quedara en su casa. Sus padres se marchaban a alguna actividad, lugar o contexto donde los de su especie se la sacan aparentando ser lo que no son.

        Más adelante, conforme avanzaba la semana, cada día era su cosa. Finalmente la noche del jueves, bueno, la madrugada del viernes, todavía no sabía que iba a pasar. Ella no me daba señales de vida y lo único que tenía claro, por un mensaje de red social, es que no tenía sitio donde quedarme. Cada vez que la intentaba llamar no me respondía o su teléfono estaba apagado. Cuando por fin le dio por contestar resulta que estaba de fiesta con sus amigos y un ex novio (figura con la que Moliere no contaba pero al que le hubiese sacado un partido del copón) y no podía parar mucho porque se quedaba sin batería. Como debo tener un increíble aspecto de deficiente intelectual, no encuentro otra posibilidad posible, la gente pretende engatusarme siempre con trucos pasados de moda y mal hechos de los que todo el mundo conoce el mecanismo. ¿De verdad ella se podía creer que me la daba con esa pamplina? Si es así debe ser más estúpida, mucho más estúpida, que el común de los mortales. Alguien debería enseñarla un par de axiomas útiles para su vida adulta: “no porque me lo digas me lo creo” y “no porque te lo diga lo siento“. ¡Qué se busque un maestro! Yo no pienso hacerlo, por supuesto. Demasiada labor social he gastado en ella. A lo mejor es que se le está gestando un alien dentro del cráneo (implantado en un episodio de Expediente X cualquiera) y éste le devora materia gris para crecer. Sería una explicación del poco rendimiento de su también poco caballaje. Divago, y mal, por cierto.

        A eso de las cuatro de la mañana me llamó, por fin. Había llegado a su casa, y, como una excelente heroína de dibujos animados, justificó su actuación en que necesitaba salir de casa, que estaba fatal con su madre. Casi debía ser yo quien pidiera perdón, por desconsiderado. Y es que la liberalización del feminismo significa su impunidad como género. Una tía que miente es que no quiere hacer daño a nadie y está confusa, una tía que hace siempre lo que le sale del mucoso vórtice de su coño, caiga quien caiga, es coherente con lo que piensa, una tía que extorsiona emocionalmente es un ejemplo. En cambio un hombre... Un hombre que hiciese todo eso sería un mentiroso, un cabrón y un maltratador redomado. En fin, cosas de los tiempos. Ahí debí estar más vivo, y no cargar kamikaze para luego pasar por el aro como un mandria. Tenía que haberla mandado lejos, haberle soltado algo, con la voz de actor de doblaje que no tengo, como muy de película tipo “Vale, de acuerdo con toda la mierda que me estás diciendo. Pero no quiero volver a saber nada de ti”. No lo hice. Estupidez supina o fe en la bondad humana. Las dos cosas se acaban pagando.