domingo, 29 de diciembre de 2013

La capacidad de física teórica en la vida inteligente de los quarks IV



            Subo desde el váter y me arrincono donde disimularme, donde las visitas no me atosiguen ni me distingan, donde llevo todo el día. Dos horas después nos avisan, a los familiares, por si queremos acudir a la sala acristalada, como un escaparate, del ataúd y despedirnos del cadáver. Me escaqueo también de esto. Aunque suene a tópico eso no es a quien yo conocí y quise. Es un muñeco de carne frío, apagado y frágil sin pilas. Algunos, pocos, entran, otros no. Los que no pintan nada van marchando a coger sitio en la iglesia. Los de la funeraria, peritos en su oficio, echan una cortina sobre la ventana por decoro. Eso me tapa la imagen del final pero no el ruido de los de dentro llorando, balbuceando como dementes y contagiándose entre ellos el sufrimiento. Fuera, oyéndolos inevitablemente, me tengo que sujetar, bloquear la información recibida. Afortunadamente es un minuto y trasladan el féretro al coche fúnebre. En eso no participamos. Desde una chispita egoísta de mi alma deseo que esto finalice de una puta vez y descansar, alimentarme de aislamiento para acompañar el luto.

            En el coche, el nuestro, haciendo el camino, se nubla la tarde amenazando agua coherente al instante. Los ocupantes, para tener un tema, hacemos balance de los que nos “acompañaron” y los que no. Nos medimos forzados en lo que decimos. Ninguno quiere ser el que tire la palabra que rompa las precarias defensas psíquicas de los demás y detone la catarsis. Una nausea anestésica que atonta. Por eso lo narro como desde la distancia, inconexo, atropellado. Daría lo que fuese por echarme a dormir ahora y que mañana el presente se aleje sin esfuerzo. Sumo frase tras frase, nada más.

            En la puerta de la iglesia más gente se une, al menos de palabra, a nuestro perro sentimiento. Unos familiares lejanos, muy conscientes de la importancia del que dirán y del comportarse de cara a la galería, saltan como espontáneos para tocar un pedacito de caja mientras la llevamos al altar y fingir que colaboran. Lo actúan a menos de un metro de mis narices, además de dentro del templo, para que la parroquia entera conozca sus buenas maneras. Por concretar el dato los dos son hijos del que se dormía en el velatorio. Yo les arrancaría la piel ahora mismo en agradecimiento al vil gesto. La cabra tira al monte, tanto ellos como yo.

            La misa ni fu ni fa. Es, por una coincidencia, el día de pentecostés. Hoy a ninguno de los presentes le baja el espíritu santo, ni se les enciende un fósforo celestial sobre sus cráneos. Durante la última bendición al cura, hisopo en mano, casi se le cae el cirio sobre el ataúd, las burrillas que lo soportan y las coronas de flores alrededor. Mi primer impulso es que si ese “casi” se da, me arranco para él caiga quien caiga y se lo tomen como quieran las beatas. Por patán. Puede que la rabia de lo inevitable en primera mano aflore my violencia, al menos imaginada. Puede que quiera una venganza contra el determinismo de tenerte que morir.

            Con un amén, como las demás misas: las ordinarias, extraordinarias, bodas, bautizos, navidad, viernes santo…; termina ésta. Al cementerio el público no marcha. Las nubes que encapotaban del cielo a medias de gris, entre jirones de un sol sucio, desatan un aguacero reposado. Los allegados se reparten entre las lápidas mojándose en grupitos callados. Yo, estúpidamente orgulloso de ello, cargo con la caja con otros. Tropiezo, sin consecuencias mayores, en la vencida cruz de hierro de una de las tumbas viejas.

            El enterrador desempeña su tarea rellenando con cemento las juntas de los ladrillos planos que cerrarán el nicho. Siempre pensé que la lápida se colocaba inmediatamente después. No. Habrá que elegirla y encargarla la semana que viene. Los nervios hechos añicos de alguno disparan a ciegas su pena en exclamaciones que se apagan como pavesas. Cuando me giro para marcharme, el de la charla en el velatorio me intercepta, me abraza durante un segundo y entrecorta una fórmula habitual de pésame. Es lo primero pertinente y con sentido que le escucho decir.

domingo, 22 de diciembre de 2013

La capacidad de física teórica en la vida inteligente de los quarks III



            Hombre, pues sí y no. Da desasosiego al saberte una mierda sin importancia en medio de la nada. Pero, y con su propio planteamiento, eres dios todopoderoso con cada pestañeo simplemente transformando la energía necesaria para abrir y cerrar el párpado. Es un suponer.

            ¡Hostia puta! Ya me ha contagiado la bobada. Voy a quitármelo de encima con un clásico, que necesito entrevistarme con el tigre. No es cierto. Mejor eso que mandarlo a tomar por saco. Así de paso me ventilo la azotea y abandono por unos minutos la sala. Se lo comento y me largo. A mi espalda, él no tarda en encontrar otra víctima y vuelve a las andadas: “Un quark es, para que nos entendamos, una partícula…”.

            Camino hacia la puerta esquivando la pequeña multitud, que charla en tono bajo, y los traidores muebles de aglomerado y espuma diseñados a la altura de una rodilla. Por el camino algunos me estrechan la mano y musitan expresiones apropiadas, sentidas. Se lo agradezco escuetamente. Otros dudan como reaccionar ante mí. Me miran y titubean. Unos se arrancan también y otros directamente se hacen los suecos. No soy un tío cálido, ni siquiera simpático. No me importa que saluden a los que están a derecha e izquierda mía saltándome como si no existiese, como a un geranio en su tiesto ¿Para qué? Me la pela.

            En el salón están las mujeres, sentadas y dramáticas. Fuera los hombres, más circunspectos y desentendidos de lo de dentro, comparten en corrillos por todo el pasillo vicisitudes domésticas, problemas del día a día y soluciones para el mundo entero desde el fútbol local a la geopolítica internacional.

            También los quedo atrás bajando las escaleras. En la entrada no hay nadie. Tienen la máquina de café, la de latas de refresco y botellas de agua a un euro y expositores con muestrarios temáticos. En la calle los más recalcitrantes fuman más distendidos. No les culpo, cada palo aguanta su vela. En el servicio, después de mear, me mojo las manos, el cuello y el hocico. Con el pestillo puesto me apoyo en la taza para reflexionar, recomponerme y permanecer solo un poquito. Aunque valore la fría utilidad de un tanatorio como este, los velatorios me rompen por dentro igual aquí que allí. Y este más que ninguno antes. Quise al muerto y ya no está. Lo estamos enterrando con todos los pasos del ritual.

            Es una mierda soberana la impostura de un velatorio. Para el que acusa el palo, le duele y es como si con la falta algún cabrón le arrancase un trozo del cuerpo por encima del estómago; a ese, en aguantar las horas que sean en un tanatorio (o peor todavía, algo que sigue haciéndose en los pueblos: en su propia casa o la de un familiar) solo encuentra dolor gratis y una espera a la nada, un agotamiento y un vaciarse en el balancín de emocionas traidoras con continuos derrumbes que hay que remontar por cojones. Para  los que están por compromiso, es un rato de fastidio y muermo en el que se les puede escapar, aquellos que lo tengan, lo inhumano y lo cerril de su personalidad. ¿No sería más caritativo despachar el asunto lo más rápido que se pueda y sotear el mal trago más tarde, cada uno en su lugar habitual e íntimamente?

domingo, 15 de diciembre de 2013

La capacidad de física teórica en la vida inteligente de los quarks II



Así se edifican las conversaciones por compromiso. En otro contexto me preguntaría dónde se ha montado el profeta esas ideas y teorías. De buenas y de risas, incluso me haría gracia cómo busca ladinamente impresionar al oyente incauto con su cultura, su sabiduría y su inteligencia utilizando razones muy traídas por los pelos, encontradas a trompicones por Internet, cuna de eminencias. Pero hoy no es día. Por eso pacientemente me pierdo entre sus argumentos mientras miro alrededor que tal está el entorno, quien aparece, qué hacen y me vacío la mollera todo lo posible para no desmoronarme delante de la concurrencia. Habrá ocasión con más intimidad.

A lo mejor está en lo cierto el cenutrio en la parrafada que me ha radiado. A lo mejor no. Eso no lo entro a considerar porque, honestamente, no seguí la continuidad y lógica de su perorata. No estoy enfadado de la soberana tontería de tema. Hablar con él, o que el me hable machacón como una gramola, me fuerza a la concentración, me distrae de lo otro. Hoy, aun sin venir a cuento lo de los quarks y que no sea por formas lo que el más purista exigiría de la ocasión, no es lo peor que alguien ha soltado.

En mitad de la noche, al muy poco de que sucediese y cuando estaba más descarnado y reciente, el debate más apasionado que se trató fue si el jamón para ser más él mismo obliga de ir acompañado de pan o, por el contrario, se basta solito y el pan es una corrupción de su toque genuino y cañí. Dos de los que estaban, a los que evidentemente el asunto principal les preocupaba un carajo, lo compartían con los demás animando a participar en el coloquio.

Hubo otro, más sinvergüenza o más hijo de puta, que ni corto ni perezoso se recostó en su esquina del sofá y al instante  roncaba como un desgraciado. Por eso las pajas mentales y metafísicas del amigo, así como su afán por presumir de brillo intelectual, aunque le sienten al momento como a una cabra un vestido de alta costura y unos tacones de aguja, por lo menos son inofensivas. No son más adecuadas para una verbena como la del jamón ni tampoco violan la solemnidad y el respeto debido como el caradura que se echó a dormir. Son pavadas inocuas que el propio que las escupe quizás lo haga para no dar vueltas a lo que todos, él, yo y los demás del edificio, nos traemos entre manos.

Casi mejor no acordarme del cabrón ese cuando bufaba porque se me llevan los demonios. ¿Tanto cuesta mantener una compostura elemental, coño? Nadie fuerza a nadie a venir o a permanecer, pero si vienes o permaneces lo mínimo, ¡Lo mínimo!, es hacerlo como dios manda y no enseñarle a la humanidad que eres un mal nacido dormilón y maleducado. Por desgracia alimañas así sobran. Aunque procures aislarlos de tu vida siempre romperán un hueco en la verja por el que colarse a patadas. Patadas como la que le hubiese aplicado al mamón en los dientes cuando, disfrutando de la paz de su descanso, abría la boca ruidoso, goteando saliva por las comisuras. Sé que él no siente esto, ni una pizca. Yo, por el contrario, si. Yo, por el contrario también, cuando no lo he sentido, tampoco dí cabezadas, ni siestas, ni el numerito. Si pica el sueño hay remedios de abuela bien sencillitos, los de toda la vida: paseo, café o lavado de cara en los servicios. Y a aguantar un poco más. Hoy por hoy ser un tío considerado es de tontos. Está mal visto, no renta, y se aprovecha de uno las miríadas de desalmados que pululan acechándote como marrajos. Mejor me olvido de ese maricón porque me enciendo y no debo.

“- Eso sin meter en la ecuación el otro continuo, el tiempo; que en esas proporciones nuestro cachito de materia este dentro de una reacción de algún tipo en ese sistema mayor. No sé, algo del tipo una descomunal combustión lentísima en la que toda nuestra historia, desde que os suponemos el Big Bang hasta ahora, solamente sea, para ella, un instante, una milésima de segundo. Lo que también, como antes, se puede mirar hacia abajo. Imagina la creación, expansión, decadencia, muerte y olvido de innumerables cosmos cada vez que el butano se transforma en llama cuando prendemos un mechero. ¿Acojona, eh? ¿Acojona pensarlo?...”

domingo, 8 de diciembre de 2013

La capacidad de física teórica en la vida inteligente de los quarks I



            “- Un quark es, para que nos entendamos, una partícula subatómica; una de las menores unidades en que se puede descomponer la materia que, de momento, se sepa. Es, entre otras, de lo que están hechos lo átomos. De ahí se puede tirar para arriba en unidades más grandes cada vez hasta concepciones como el universo como realidad que engloba todo lo que hay dentro de él o, superando está, un multiverso donde cada uno de estos universos como el nuestro es una pieza más conformando un sistema mayor. Lo mismito que una molécula tras otra de agua, por ejemplo, dentro de un baso, indiferenciadas unas de otras e invisibles desde nuestro punto de vista en el que solamente se aprecia el conjunto aunque, indefectiblemente, sepamos lo que hay más allá: las “piezas” en que puede desmenuzarse ese vaso de agua.

            El espacio es infinito, eso es indiscutible. Podemos saltar del concepto planeta al de sistema solar, y de éste al de galaxia, y así hasta los límites del conocimiento actual. Pero después de esta frontera siempre habrá algo más grande. Algo más grande de lo que a su vez nosotros seremos un componente más pequeño. Por definición esto también se puede hacer al revés, hacia abajo, evidentemente. Cualquier cosa, de esta manera, es infinita en si misma y solo es comprensible como unidad dependiendo de la perspectiva respecto a ella del que la piense ¿Ves ese clavel de ahí? Tú tienes capacidad de entenderlo como unidad, de saber lo que es: una flor. Uno de sus átomos, si fuese competente para ello, ¿Sería capaz de percibirse como “soy una porción de este todo, y este todo es un clavel, pieza de un ramo, parte de esta habitación”? Dicho de forma distinta, si a ti te redujesen de tamaño a una escala en la que, de pie en medio de un quark, éste fuese para ti del tamaño de la Tierra ¿Hasta dónde alcanzarías a saber? ¿Hasta la molécula? ¿Hasta el trozo de materia del que esa molécula forme parte, por ejemplo una veta en un guijarro?... Eso no significaría, en absoluto, que no existan realidades más allá; solamente que no las entenderías como ahora mismo no puedes saltar más allá del universo, desconociendo de qué exactamente forma parte éste.

            Ahora bien ¿No sería posible que, así como dentro de nuestra categoría “planeta” se ha desarrollado el fenómeno vida alcanzando unos niveles de abstracción y sabiduría capaces del pensamiento físico y matemático sin que a priori nada más nosotros mismos seamos concientes de ello; repito, no sería posible que dentro de cada uno de nosotros, en una de esas divisiones inconcebiblemente minúsculas, se hayan producido las condiciones necesarias que brotasen algún tipo de vida y que ésta evolucionase lo suficiente para que sus miembros poseyeran inteligencia abstracta y sus “pensadores” estén comprendiendo, a medida que lo razonan, el funcionamiento del universo entero y las matemáticas, el idioma de dios?

            Con esta hipótesis, valida desde el prisma cuántico de que dentro de un infinito se terminan por dar todas las posibilidades, se puede afirmar que dentro de ti, de mí, en alguna parte, hay de todo: “civilizaciones” vivas, lenguajes, escrituras, “civilizaciones” muertas, manifestaciones artísticas maravillosas y abominables, culturas, todo aquello que la vida en su lucha por permanecer pare de divino y monstruoso, historia, guerras, decadencia, evolución, ciencia… ¡Todo! Y todo en todas las potencias, estados y recuerdos; en presente, pasado y futuro. Lo peor de esto es que no nos enteramos de ellos y, si lo hacemos, no tenemos forma posible de establecer un canal de comunicación con nuestra intra-vida.

            ¡Ojo! No estoy hablando de hombrecitos o gnomos dentro de nosotros. Hablo de que, por ejemplo, nosotros habitásemos la Tierra y ésta fuese un diminuto, diminuto, quark dentro de un átomo cualquiera indistinto a otros muchos idénticos de “la piel del dedo gordo del pie de gigante inmenso” que no supiese de nosotros y que lo máximo que se aproximase a conocernos fuese teorizarnos como yo ahora mismo teorizo a las formas de vida para las que soy su “gigante inimaginable”. ¿Comprendes lo que quiero decir?...”

            “- Pues si… Esto… creo que si.”

            Con razón o sin ella el ladrillo que me está metiendo es importante. No tengo yo el cuerpo para esas retóricas sin haber dormido desde hace un día entero y estando muy jodido por dentro, tanto orgánicamente como de lo invisible. Estoicamente asiento a la disertación cada vez que me permite meter un “sip”, un “ajá” o, si el hueco es lo bastante amplio, repetir sus últimas palabras y que esa coletilla sea el feedback.

domingo, 1 de diciembre de 2013

El hotel



            El viejo se quedó sentado sobre la cama sin hacer nada. Mano sobre mano, no sabía que hacer. Pasó un rato infinito mirando, desde un lugar muy lejano, una de las paredes, la que tenía en frente. Por fuera, él era noventa y dos años que tiraban como buenamente podían a ningún lado, simplemente intentando seguir igual algo más de tiempo. Por dentro, tenía miedo en aquel momento. Estaba acojonado, y también triste, y nervioso. Se hubiese puesto a llorar, pero no acababa de cruzar ese umbral y lo habían educado en que eso era de ser un blando, cosa impensable. Se sentía vacío. Lo nuevo lo pasaba por encima y un instinto de niño pequeño lo mandaba estarse quieto, callado. Hubiese dado un Potosí por volverse invisible o transportarse a un sitio conocido y seguro, a casa, por ejemplo, y allí ponerse a ver la tele en paz.

            La puta verdad (que la verdad suele serlo) es que el sitio no era malo, pero eso no importaba mucho. Él había estado en agujeros mucho peores, dormido en el suelo y gastado días y noches en lugares infinitamente más apestosos. “Parece un hotel”. Ese rosario se lo habían repetido un millón de veces para convencerlo y hacer que pusiera buena cara. Describiendo la habitación, todo estaba en morados muy relajantes y lleno de la fría impersonalidad que a un cuarto le suele impregnar la decoración profesional estándar: la cama, el váter limpio con olor a desinfectante y adaptado, el diseño cuadriculado, los cuadros con fotografías de paisajes… Como fuera, no dejaba de ser un establecimiento en el que se aparcaba a la gente, algunos definitivamente, a esperar al tío de la guadaña. Sólo unos pocos estaban por temporadas, temporadas en que las familias tenían compromisos, imprevistos y despropósitos debiendo usar la “perrera para viejos”.

La senectud, el personal en blanco sanitario, las conversaciones en el pasillo o la sala de estar entre ancianos dementes en sillas de ruedas con superpuestos monólogos inconexos y delirantes, las pastillas, los pañales y demás materiales, las comidas con especificaciones (ligeras, con y sin azúcar, papillas); todo eso se fundía en un crisol triste. Un buen sitio para un final, o mejor dicho, para el final y simplemente un sitio, ni bueno ni malo, sin la épica de las películas, con demencia, orina, enfermedad y deterioro. En unos años nadie se acordaría del viejo, de que estuvo allí, de que ninguno de ellos pasó por allí. La humanidad solo recuerda a Julio Cesar y compañía. Quizá sea porque siempre fue mejor un mártir que una vieja gloria.

            Alguien, uno de los trabajadores de la residencia, llamó a la puerta, pasó adentro y le dijo que iban a servir la cena. El bajó despacio y se sorprendió cuando le asignaron un sitio determinado. Era cerca de la puerta y quiso creer que era un asiento especial, no que se los asignaban así en función a la comodidad para tenerlos bajo un cierto control. La cena no fue memorable, pero el postre eran unas natillas. ¡Algo es algo! Después, y hasta que le avisaron que debía irse a la cama, estuvo en la sala de la televisión esperando que pasase el tiempo otra vez. No podía hablar con nadie porque no tenía confianza y sufría de la maldición de estar bastante lúcido (para su edad, como solían comentar) en un ambiente dónde eso no era regla; el estigma del tuerto, rey o no, en el país de los ciegos. Subió a su habitación, se puso el pijama y se metió en la cama.

No podía dormir. En lo oscuro todo le parecía más amenazador, más inquietante. Se intentaba consolar en que solo iban a ser unos días, hasta que se pasase la boda y su familia volviese a por él. Fue una noche muy larga.