domingo, 30 de octubre de 2011

Las llagas XII

        En la casa lo único que pude hacer a derechas fue sentarme y ponerme a ver, obligado, un magacine del corazón, las sobras de otras franjas de audiencia, algo como un plato de ropa vieja mal llevado por dos modernas bien. Esperaba la comida, o por lo menos un sucedáneo que llevarme a los dientes, pero ella, despatarrada en el otro lado del sofá esquinero, solo comentaba el mundo rosa. Le pedí una cerveza, otra vez. Me mandó a la cocina de campamento y chabola del piso. Platos y restos por toda la encimera, cajones desvencijados y grasa en los fogones. Entré de puntillas (estaba descalzo) vigilando el suelo como un campo de minas de Camboya, notando como la suela blanca de los calcetines se tiznaba rápidamente. Abrí la nevera. Tuve la sensación de que al electrodoméstico lo habían llenado de alimentos normales y corrientes, humanos, y acto seguido alguien había tirado una granada de mano dentro. Parecía un Jason Pollock o un Kandinsky en tres dimensiones. Todo muy acorde con el momento menstrual que se estaba viviendo. Si semejante composición, olores incluidos, hubiese sido creada por un bohemio de barrio pijo, seguro hubiese estado en una galería y no en la cocina de los horrores. Tampoco tenían cerveza. La abstemia y la Ley Seca habían llegado a la capital. No llegué a meter la mano en el frigorífico, me daba miedo. Ella me gritó, supongo que en esos momentos la pantalla estaría con publicidad o cebos, que si tenía hambre podía coger lo que quisiese, que en la nevera había paella. Miré la paella, que tuvo el buen criterio de darme las buenas tardes desde su tupper translúcido. El contenido tenía tiempo suficiente como para haber desarrollado un ecosistema pleno fúngico, bacteriano e incluso en los primeros estadios de invertebrados, sobre el arroz condimentado, pétreo, y el sofrito de huesos de pollo con el tuétano, entre marrón y gris, al aire. Bebí del grifo montarazmente, con la mano en cuenco bajo el chorro y sorbiendo en ella, sobre la loza sucia con dos datos curiosos presentes en mi conciencia: 1) la poca capacidad de supervivencia de un humano deshidratado y 2) las cañerías de plomo acaban envenenando a la gente. No hubo comida. Si entonces me hubiese frito un huevo, por ejemplo, le hubiese pedido matrimonio, a pesar de todo. Me estaba empezando a quedar como una farlaestrella del rock a mitad de gira mundial con toda la mierda que me estaba cayendo.

         Llegó el telediario. Ella se despegó del sofá (metamos ahora el efecto sonoro de un pedazo de velero abriéndose). No es que la niña fuese muy de actualidad sociopolítica. Sacaba más beneficio duchándose que enterándose de la situación internacional del mundo. Le pedí acompañarla. Tuve que insistir. Creo que aceptó por misericordia, por tener un segundo de buena persona. Se lo pedí con la resistencia inquebrantable del que llega al asalto doce recibiendo una tras otra mientras pretende dar un KO. Yo tenía el cuerpo de jota y la polla más alterada que un fox-terrier mirando un agujero en el suelo. Esperaba que la tontería y el agua la ablandasen, como los garbanzos a remojo, pero el ambiente no era, ni mucho menos, el ideal para una porno fantasía de jacuzzi. No sé porqué me sorprendió. El váter mantenía estadísticamente el continuo de mugre del hogar. El estado deplorable de la bañera, y del aseo en general, hizo que bendijese a las fuerzas armadas (Celine explica mejor que yo lo que es alistarse a lo bobo) por haberme concienciado del uso y beneficios de fungicidas mata-olor en los pies. Dejé los pantalones y los calzoncillos en la pila del lavabo y ya estaba erecto. A ella le colgaba de la vagina el extremo, blanco, del hilo del tampón. Matices.

domingo, 23 de octubre de 2011

Las llagas XI

        La ciudad, bueno, el suburbio, comenzó, por fin, a clarearse. Me puse un brazo sobre la cara para taparme y al rato, logré dar una cabezada. Ella me coceó. La molestaban mis ronquidos (¿?). Justo cuando había conseguido rendirme a la hostia apagadora de mi propia conciencia y agotamiento durante algo menos de un cuarto de hora. Un detalle, otro más por su parte, interrumpirme cuando había, por primera vez en unas treinta horas, pasado de la primera de las fases del sueño. La hijaputa no me dejaba ni el resquicio, la esperanza de huída, de unos minutos en la fantasía del REM.

         Entonces deflagró. Se volvió loca y le arreó un calentón de tres pares. Se me encaramó encima y durante un rato nos estuvimos frotando con ansia, con la excitación y la épica del mañanero. Durante ese escaso tiempo volvió a ser la jodedora animal en que podía llegar a transmutarse, la hembra procaz y sucia, la puta más puta. Las circunstancias le impedían un pene dentro, pero, con todo, me apretaba hacia abajo con su entrepierna a horcajadas sobre mi ropa interior puesta. Al cabo se le pasó. Conciencia, lucidez, torcedura de ovario ¿Qué cojones fue todo eso? Alguna excreción de la sofisticada (ironía) psique de las mujeres, tan complejas (ironía otra vez) ellas. Descabalgó, se sentó en la cama y, una vez que hubo recuperado un poco la respiración y la compostura, desapareció a darle las mañanitas a la prima. Aproveché para cascármela. No iba a ser tan moña de empeorarme la situación voluntariamente con un dolor de huevos vespertino por el hortigueo. Por otro lado, no tenía porqué desperdiciar la empalmada. Había tocado a generala y, aunque no se tuviera combate, por lo menos disfrutaría de unas pequeñas maniobras. Pajillero que es uno, de toda la vida. Por supuesto tuve el buen gusto, característico de un tío elegante como yo, de dejarle mi “zumo blanco de blanco” al primo en sus sábanas. Supongo que no era la primera “perdigónada” (greguería) que sufría el juego de cama en su estampado infantil. Mientras lo hacía pensaba agresivamente “¡El que venga detrás que arree!”.

         Me vestí con la misma ropa que el día anterior. Me la sudaba cosa mala que la descastada de la prima se pensase que era un guarro y mi reina tuviese que oler encima de mí ese toque a amor de zarigüella que llevaba puesto. Encendí el ordenador del tipo y me puse con mis redes sociales una vez más (dosis), y una vez más no había nada (bajona). Me dio tiempo a dar la tourné habitual por páginas chorras, a estirarme y bostezar groseramente en la intimidad cartón-piedra del cuarto, la casa y la presencia latente de ambas primas. Como no acababa de volver me eché la toalla al hombro y fui a mis abluciones. Creo que fue el momento más cómodo desde que montara en el autobús en mi casa. Después recogimos las sábanas donde mi genética ya estaría seca y camuflada. Mientras nadie las pasase bajo una luz negra seguiría siendo el crimen perfecto. Y aun en el caso, reclamaciones al maestro armero.

          Volvimos a su casa, el tiempo verbal correcto sería fui a su casa, que yo no la había pisado todavía, en la desolación del final de una línea de metro un sábado por la mañana. La prima nos acompañó hasta el último momento. Era una carabina profesional y no se esfumó hasta dejarnos embocados. Me despedí torpemente de ella, repitiendo estúpidamente los mismos cumplidos una y otra vez. Me cago en el protocolo social. Su novio, al que nunca llegué a conocer, se había quedado durmiendo. Había llegado del trabajo con el sol y supongo le importaba mi subexistencia lo suficiente como para pasar de presentaciones. Era mozo de cuerda en Mercamadrid, por dar un dato.

domingo, 16 de octubre de 2011

Las llagas X

 
        Creo que fue una de las cinco peores noches de mi vida. Eso comparándola incluso con episodios alcohólicos agonizantes en los que el vómito de granadina me indujo a la certeza de que estaba expulsando, demoníacamente, sangre y apenas me quedaban horas de vida. Pero esas son otras historias, buenas historias, no esta gilipollez. Por lo pronto no llevábamos ni cinco minutos de “luces fuera” cuando a la prima le dio por llamar como una chiquilla con pesadillas de hombres de saco y hombres a saco, cocos, cocas, extremidades amenazantes debajo de la cama, ladrones de viviendas soviéticos, payasos de hamburguesería en el armario y bíblicos violadores. Y allí me quedé, solito otra vez (¡Coño! Me ha salido rimado), sentado, sujetándome las rodillas, con una erección que me moqueaba los calzoncillos sintéticos azul claro fruto de los cinco minutos de pequeña escaramuza erótico-charanguera (no llegó siguiera a verbenera) que habíamos mantenido. De repente me dio sed de resaca (los borrachines la conocerán), angustia, derrota, hambre, calor. Miré por la ventana al parking de camionetas de reparto al que daba el cuarto del primo, tío, obispo de Zamora… era un desasosiego invasivo que se me estaba repitiendo casi cíclicamente. Las sensaciones estrella del fin de semana. Ahora podría decir que entonces me olí las mierdas que vinieron después. Que me preparé y monté una defensa decente, que gracias a eso achiqué los balones con orden y concierto y, maquiavélico, orquesté todo lo que habría de ser. ¡Basura! Únicamente me sentía mal y ya es bastante. El asco, la nausea, no son tan metafísicos. Por lo menos los míos no. Allá cada moñas con su estupidez propia. De la ventana no entraba ni un mal aire y fuera solo había luz naranja de farolas (me repito con el tema de la luz de farolas pero es que siempre me sale por ahí la muestra) sobre el espacio semi-industrial y la fauna de descampado (grillos, chicharras y algún pequeño vertebrado) tocando los huevos. Cuando volvió, sin decirme claramente qué le picaba a la prima (algo de miedo a la oscuridad), la mandé a por agua. Ella, quizá por compensarme, fue a por un vaso. Estaba caliente, el agua, no ella.

         El resto de la noche transcurrió en la arcada y el surrealismo. Fueron unas horas de guión de los hermanos Marx dentro de un contexto bizarro, castizo y kisch de Almodovar con la duración y ritmo de cualquier japonés de samurais en blanco y negro y cinco minutos de plano a una flor. Conseguí conciliar el sueño un par de veces, luego me despertaba de pesadilla, nervioso, desbocado el sistema cardio-respiratorio, asustado. En los huecos insomnes miraba al techo, a las fulanas de los posters, intentaba encogerme y desaparecer por la rendija entre cama y pared. Escapar por la madriguera del conejo. Ese momento y plano existencial se me hacía incompatible para los dos. Se lo hubiera dicho, además con tacto y consideración, si no hubiese estado bufando a lo cetáceo tan tranquilamente, desparramada a mi lado. Se me dormían continuamente brazos y piernas bajo el peso fofo blando, caliente y remostado de la carne de ella. Me agarrotaba estático. La nuca, dura como una tabla, se me adhería húmeda a la almohada. Ella se despertó y propuso el esperpento de darse la vuelta y dormir con la cabeza a los pies del jergón. La idea era un raro sesenta y nueve fetichista de los pies donde los suyos, ásperos, callosos y de dedos deformados, bailarían a la altura de mi cara por lo menos, según la pinta de duración de la noche, hasta el mediodía casi. Me opuse. Algo hizo que en mi cabeza apareciese la imagen de un montón de sucios obreros del carbón del siglo XIX hacinados en un cuartucho inmundo de cualquier novela social o folletín de la época. A ella, tan refinada, tan especial, le daban estas pedradas de bombero y chimpancé de la selva y no le importaba dormir como una bestia en una cuadra. El Madrid de Baroja se había levantado y me había dado una leche, bien dada, a mano abierta y sobre el oído, para espabilarme y decirme: “¿Te cogerá de nuevas, tonto la polla?”. Volvió a dormirse. Siguió pasando el tiempo, inexorable, lento pero inexorable. Es lo que tiene el sistema físico de continuos que nos cayó.

domingo, 9 de octubre de 2011

Las llagas IX

 
        A la una y media, o incluso más tarde, la emisión empezó con el saldo sentimental, el frikismo y el porno light. Hora de irse a la cama. Cama para dos, de noventa, espacio para una orgía, en la habitación del hermano del novio de la prima, cuñado de la prima, coño moreno y niñato de posters de Interviú torcidos (solo teta, nada de gato), alineaciones culés de gala y negratas voladores de la NBA ya retirados. Eso si, había unas veinte pulgadas de los cuarenta canales de mierda de la tdt sin mando a distancia ni padre que lo compusiera y un sobremesa encendido por el P2P rebosante de reggeaton con estados verdes de descarga completa. Tuve una cierta tentación de alegrar al chaval ilustrando el buscador del programa con ciertos nombres de la industria californiana y algo de enanos (o como cojones los llame ahora la puta corrección política). Sería un detalle en pago al alojamiento y lo de los “pequeñines” porque mi jodido diablillo de la conciencia y el hombro me lo insinuaba tontorrón. A lo único que me atreví fue al seguimiento de muro de mis redes sociales (soy un lila ¡qué coño!). Lo del seguimiento es mi dosis religiosa cada cuatro horas. Dosis a la que suele seguir una decepción-bajona porque nadie me ha comentado nada, etiquetado nada, dicho nada… Solamente significa la necesidad de aceptación y reconocimiento por parte de mis congéneres. Chorradas. Y todo esto lo hice, o padecí, estando sólo. Mi querida, amada, esplendida y adorable, me había dejado a mi libre albedrío en la inhospitalidad del cuarto. Pensaría que al estar lleno de mamas y Photoshop yo estaría bien y no con la incomodidad rígida del que le han metido un palo de escoba por el culo. La muy lagarta estaría cambiándose, armando el dique contra el GOA o “Gazpacho Ovular Asesino” (el día en que Gozzilla se enfrente a semejante monstruo va a quedar de Tokio lo que yo te cuente) y despellejando con la prima. Opté por quedarme en gayumbos y meterme en el catre para empezar a coger postura. Me arrinconé contra la pared porque instintivamente me parece un sitio de más refugio, o menos hostil, como se quiera leer. Justificándome en que soy un animalico de costumbres y estoy ultracondicionado pavlovianamente a determinados comportamientos, fue apoyar a espalda en el colchón y, acto seguido (reflejo condicionado), empezar a sobarme la sardinilla. No es mala terapia de preparación al sueño, por lo menos es mucho más barata que los Trankimazines. Más o menos en el momento morcillona alta (tardé un pelín, que no me estaba dando saña. Solo era manoseo de oficio, no una paja de combate) vino ella descalza, embragada (no, embragotada, que no es lo mismo) y con coleta alta. Se tumbó a mi lado y apagó la luz.  

domingo, 2 de octubre de 2011

Las llagas VIII


        También me fijé que en el mueble bar, entre las fotos amarillentas, los platillos de “Recuerdo de...” en letras doradas y el reproductor de DVD con tapete encima, había, en un apartado, una decorativa colección de grandes obras de la literatura francesa impecable, puesta para desfile y parada. Seguro que comprada ex profeso para el ornato, su virginidad estaba todavía intacta o, como mucho, la telilla cicatrizaba descarnada entre escozores urinarios tras una primera vez, como todas las primeras veces, breve, extraña e insatisfactoria. Desde uno de los ejemplares el nombre “Zola” me atraía irresistible, hipnótico sobre uno de los lomos. Despertaba esa vocación de ladrón de bibliotecas, don que dios me ha dado, que arrastro por el mundo. Creo que hice algún tipo de comentario sobre la colección. No recuerdo muy bien qué pero estoy seguro que fue algo en plan cumplido. Tanto ella como su prima me miraron como las vacas al tren. La prima, por no parecer una analfabeta, y también por presumir del brillo intelectual de su familia política, me preguntó qué me parecían los cuadros. Eran acrílicos chillones, bodegones, paisajes y marinas principalmente, repartidos por toda la casa. La obra maestra, fulgurante como el cartel fosforescente de un local sin categoría y para perdedores en Las Vegas, Nevada (una metáfora, la del local y los perdedores, cojonuda para indicar la mierda en la que estaba metido), era una copia de la famosa fotografía ochentera de la niña afgana de los ojos azules y el burka levantado pintada en colores extremos y malas proporciones. Tanto, que el fondo de la pintura parecía una estampa pop-art. Para semejante esperpento hubiese sido más lucido descargarse la fotografía y jugar con los contrastes y fuentes de color de cualquier programa de tratamiento de imagen. Me hice el loco. “Yo de eso no entiendo mucho, pero a mí me parece que está bien”. Aviado. Seguía haciendo calor en la salita, pese al aire acondicionado. ¡Dios si lo hacía! Estaba sudando como un cabrón en plena brega y para disimular cada dos por tres iba al váter, hortera y rosa, también característico, a beber agua del grifo.

         A la hora de preparar la cena la prima se esfumó y nos tocó a nosotros meter las pizzas en el horno. Una de ellas se carbonizó, la barbacoa. Me daba igual, yo me la hubiese comido cruda y congelada. Daría sed y estaría caliente, incandescente casi. Puto asco. Cuando ella, mi querida anfitriona, inútil con sus zarpas de mono, intentó abrir el sobrecito de la salsa, dobló el abrefácil atrapando el líquido en su continente. Por eso se enmendó con el de la cuatro quesos rajándolo de un fuerte tirón por la mitad. El contenido, especie de esperma bovino amalgamado con un poco de harina, le llenó las manos y salpicó las paredes, armarios, encimeras y electrodomésticos en la medida que su poca capacidad en centímetros cúbicos le permitía. La prima volvió entonces, cambiada, aseada, cómoda, de andar por casa. Ejemplo entre las amas de casa, dejó la salsa escurriendo por todas las superficies donde había caído. Era asqueroso, cierto, pero también, hasta cierto puntito, simbólico y lúbrico. Cenamos, poco y malo. Era lo que había. A continuación me pusieron a ver la tele. Verduleos de prime time sobre arrabaleras poli-toxicómanas, Barbies botox, descendencias y toreros. Eran sus heroínas, sus mitologías, sus cosmogonías. Hubiesen querido ser ellas, dado lo que fuese por serlo. Donde no hay mata no hay patata. Allá cada cual con sus referentes. Yo tengo los míos y tampoco son muy ejemplarizantes. Me la tuve que envainar y tragarme el programa entero, padecer el programa entero. Cuando uno se lo propone, ¡Es tan bonito el amor!