domingo, 29 de mayo de 2011

Mjolnir II


         Todo es posible en domingo. Después de misa (tradiciones y posturnos tan legítimos como las tradiciones y posturnos de cualquier moderno, por poner), vestido con el uniforme de paseo, con dos vermuts encima intentando apropiarse del puente de mando (acompañados de una patata escabechada y un trozo de jeta asada con la textura y dureza del aglomerado) y con la señora del brazo; volvía a casa para comer, que ya venía siendo hora. Allí, por supuesto, nadie estaba operativo. Era de esperar. Todos los que gorroneaban fin de semana intentaban donar caritativamente su porción de mierda en tareas comunes y/o domésticas al prójimo. Cada vez que se juntaban era un como un feo juego de la silla en el que había que salir al córnel con las rodillas por delante. Con ello, y estando todos, el sitio se volvía un cuartel rebelde nigeriano (si es que la geopolítica posneocolonialista y la globalización siguen dando de esas cosas): no se daba ni palo, todo dios marchaba a lo suyo, se dormía mal, se comía peor y no había otra cosa más que voces, falta de educación elemental y esperpentos.

        La comida no estaba. Ni paella, ni ensaladilla, ni filete empanado. Nada. El viejo se sentó a esperar en una silla puesta por ahí en todo el medio. Alguien le tiró una ráfaga corta de que se cambiase para no manchar la ropa nueva. Ni puto caso. La andanada iba al tuntún y el colega ya tenía la demencia senil necesaria para pasársela por los huevos toreros. Se aburría, esperaba. La perra, agonizante como hemos dicho, pasó arrastrándose por delante suya. Entonces se le empezaron a agolpar todas las tabarras que se habían tenido últimamente en torno al animal y su estado de gracia. Le dio una idea en silencio, como el sufrir hemorroidal. Nadie, para variar, se fijó en el cuando fue a la cochera, donde las herramientas. El viejo existía a su aire, como todo el mundo allí.

         El martillo era de carrocero, creo. Lo podría mirar en Wikipedia o por ahí pero paso, no es lo importante. Era de esos con el mango largo y una cabeza pesada pero fina, con una “bola” en uno de los extremos. No estoy seguro de que estos sean realmente los de carrocero. Me suena que sí. Fuese de lo que coño fuese, su kilito metálico de peso en la cabeza bastaba, y basta, y sobra, para aviar a un chucho mugriento. Por valer, hasta para un paisano daría la talla.

         Alcanzó a la perra en el jardín, bajo el árbol inmenso, venerable y lleno de insectos que no dejaba aparcar. Se lió a golpes delante de todo el mundo, sin importar una mierda, delante de los de la casa y de los que pudieran pasar por delante. El animal gañó un par de veces, pero el golpe del martillo aplastando múltiples tipos de tejido orgánico continuo mas tiempo, asegurarse y “muerto el perro…”. Por supuesto partes de la perra estallaron y se abrieron con los golpes. Alrededor, y el viejo mismo, se pusieron perdidos de salpicaduras tiernas, viscosas (¡Qué criminalístico!), de sangre, fluidos y humores del bicho. Los golpes, y los chillidos, atrajeron a la familia en pleno en torno. Los nietos, de todas las edades y pelos, viendo el panorama, y algunos de ellos por un cierto afecto al animal, le insultaros con todo lo que tenían. Eso dio pie y se unieron todos. “¡Hijo de puta!”, “¡Cabrón!”, “¡Pirado!”… ¿Era feo? Puede. Va en gustos. El viejo siguió dando martillazos “pam, pam, pam” tan tranquilo. Para acabar y comer, supongo, que ya era hora.


domingo, 22 de mayo de 2011

Mjolnir I


        Por suerte, mucha suerte, yo no lo vi en directo. Esto significa que lo que cuente es más o menos verdad. La historio es cierta, por supuesto. Doy fe en cuanto fui esa misma tarde y me lo relataron con pelos, señales y todo lo que tiene la fabula de brutal, estúpida, violenta… con tour guiado por los lugares de hechos y escenas de crimen (¡un luminol y una dactiloscopia, rápido! - ¡Marchando!). Y recientito, con el trauma saliendo del horno calentito y un poco crudo. De ahí en adelante lo que pueda poner es mala literatura. De todas formas, si se condensa lo que tienen que ser unas tres páginas de Word y dos semanas en una frase, como mucho en un párrafo corto, el relato ya tendría suficiente drama y cuadro para brillar solito, sin porquerías de mi cosecha. Y menos mal que no lo vi. Yo ya tengo mi cupo satisfecho, lo que le toque a los demás peor para ellos. El superhombre debería ser individualista (si no lo es ya por definición). La manada, en realidad, solamente supone la colectivización de lo malo que le pasa a cada miembro. Así pues, cada cual para sí. Por eso yo lo cuento y me descojono. Otros no. Por eso me importa un huevo. A otros no. Por eso lo lees. Me pierdo.

         El perro, en realidad perra, tenía un puto millón de años. Era un aborto cruzado y recruzado, podrido genéticamente (la hibridación, como todos los experimentos, tiene sus éxitos y fracasos). El bicho tenía, siempre la tuvo, desde cachorro; la apariencia infecta del repugnante coño peludo de una puta importada (¡Directamente a las aceras de su polígono industrial de confianza, señoras y señores; niños y niñas!) de “Pizarro’s land”. Pelo negro, rizado, rapado en verano y más negro y mas rizado, lleno de parásitos que le corrían por todos lados visibles en su existir, que se le agarraban a la piel violeta o (generosa) te los pasaba y se quedaban contigo en confianza como la visita de unos familiares mierderos. De todo tenía el animal: pulgas, piojos, garrapatas (algunas incrustadas, gordas, infladas, tersas, del tamaño de una almendra (quizá solo de un maiz tostado o sin tostar.). Envejecía, por tanto se moría, en el fascinante proceso de descomposición en vida que la naturaleza ha dispuesto en estos episodios. No era agradable. Algunos de los que la trataban le tenían cariño, sentimiento a lo venerable por lo del “ya tocará”. Yo no, a mi la perra me la pelaba. Más bien me daba asco, mucho asco, pero sin mas. Yo no lo hubiese hecho. Procuro dominar las tentaciones de brote que me dan a veces, no como otros por ahí.

         A la perra le quedaban dos telediarios. Se arrastraba por el mundo y la casa agonizando. Además había desarrollado un… ¿Tumor? (no sé lo que era, no soy veterinario, solamente puedo dar parte descriptivo) enorme adyacente a su ano negro de perro asqueroso. Era algo desproporcionado, como una mandarina pasada del todo tirada por la calle. El amigo daba la sensación subjetiva al observador de ser un ente latiente, casi vivo, autónomo. Eso y la vejez se la estaban comiendo, o arrebañando el plato con pan para no dejar nada. El animal, y su estado, suscitaban debates muy bienintencionados (de aquellos en los que nadie dice lo que piensa para que no se le tome por salvaje políticamente incorrecto, ¡Líbranos Señor!) en los que no se llegaba a nada. Con tanta chufla la perra seguía erre que erre en su intención de morirse y al viejo, que fisiológicamente no andaba muy lejos del perfil del propio perro (sobre todo respecto al cable), se le calentaron los cascos y tiró por la calle del medio ¡Santiago y cierra! ¡Que épico!, ¡Que bonito!

domingo, 15 de mayo de 2011

Los Reyes son los padres III



   
         Encajé la muerte (estaba completamente convencido, seguro, firme en la idea de mi final) con mucho sentido épico. Aunque os descojoneis de mi mal, mi comportamiento entonces es algo de lo que estar un poco orgulloso. No dije nada a nadie. Si lo hubiese hecho me habrían dicho la verdad y la historia acabaría aquí. Y como anécdota, sería una mierda. Me callé para no dar un disgusto, porque no quería que los míos sufriesen al saber que me estaba muriendo. Cuando pasase ya se enterarían y no era plan de ir jodiendo la marrana antes (prejodiendo la marrana). También quería pasar mis últimos tres días con relativa normalidad, sin dramones, llantos, ni “¡¡¡¡Aaaaayyyyy dddiiiiooooosssss mmmiiiioooooo…!!!!” (me he pegado algún que otro entierro para saber como funcionan). De verdad que todavía no sé muy bien si es que tenía un cuajo del copón o que era un gilipollas tan grande como una campana de catedral.

         Pasaron los días, rápidos de cojones (los críos que creen que están cascando perciben el tiempo de aquella manera), cada vez más puteado y jodido; disimulando la merendilla de caquita me estaba pegando muy estoico y muy resignado (un mártir cristiano de los de leones y “¡Estrecha, o abres el chiringuito o te saco los ojos, corto los pechotes…”, que la historia sagrada da para mucho hardcore).

         Y ahora lo puto peor. Resulta que mi pasión, muerte y resurrección (evidente la última, que no estoy escribiendo esto por güija, grafía RAE) fue para finales de año. Para decorar con grotesto el panorama, mi señora madre decidió, unilateralmente (como todo lo que se decide en mi casa) que la vispera de mi muerte era el día de comprar las porquerías y regalos de navidad (Fechas en las que siempre me dan tentaciones de ultraviolencia y langostinos. No se si por esto que cuento. Puede que si, puede que no). Así que nos fuimos todos a comprar juguetes. Por supuesto, yo llevando mi cuerpo torero de “para qué coño voy a querer juguetes estando muerto”. Disimulando, eso sí, fiel hasta el final. Mi madre, con esas capacidades para el contraespionaje que desaprovechó criando una familia, me notó algo raro, pero nada más. Tampoco es que debiera adivinarlo. Esa tarde e compraron un muñeco de acción al que le apretabas un botón en la espalda y, por medio de un artificio mecánico, lanzaba una patada ortopédica con su pierna derecha. Y como entonces todavía creía en los reyes magos, hubo que hacer todo el teatrillo para no tumbarme la película (en ese caso, se apartaban los juguetes en la tienda y el trío lalalá ya se ocuparía de ellos). Por suerte esa es una ilusión, entre otras muchas, que ya he perdido.

         Volvimos a acasa, ya de noche, en la pena, la mierda y la resignación mansa a lo que me tenía que pasar. Quiero pensar que atesoré momentos disfrutando de lo que había e iba a dejar de haber al día siguiente. Pero esto puede que solo sea una idiotez que le he puesto luego al asunto, como un bisoñé, para maquillarle defectos y creerme que fue más bonito. Llegamos a casa y, obediente, me acosté prontito en mi última noche. Me dormí enseguida. Lo del sueño funciona por contrarios cuando te quieres dormir no puedes y cuando te quieres no dormir tampoco. Por la mañana, evidentemente, me desperté. Yo estaba vivo. Mis padres me mentían. Cosas que pasan.

domingo, 8 de mayo de 2011

Los Reyes son los padres II




         La mentira en que cacé a mis padres fue, literalmente, “si chupas una pila de botón te mueres a los tres días”. Yo comprendo que me inculcaran pavos a esos objetos tan fáciles de tragar y jodidos de digerir. En frío, echarme a la canal maestra una si que hubiese significado un buen chocho e incluso que se cumpliesen los pronósticos de pila = muerte (con su icono del cráneo y todo).

          En aquel tiempo tenía una maquinita, un videojuego fósil que consistía en un stickman naufraguito recogiendo cocos caídos del cielo (¡Oh maná!) de un lado a otro de un canal caribeño, dibujado al fondo de la pantalla, mientras intentaba esquivar tiburones negros que aparecían de la mar salada. Era un aparato de plástico rojo y negro, brillante, e incorporaba un reloj despertador que nunca llegué a saber programar y que supongo que tendría la musiquita del juego como alarma. La pila venía detrás, bajo una pestañita que, una ver rota la telilla de la primera embestida, dio de si. Yo jugaba con ella, abrir y cerrar obsesiva-compulsivamente. También sacar la pila. El naufraguito, los cocos y su puta madre me la soplaban ese día. ¿Cuánto dura la fase oral? No tengo ni zorra. Puede que me durase más que a los demás y por eso me llevara todas las porquerías al hocico. Si ahora, siendo un humano fisiológicamente adulto, tengo mis pedradas y mis delirios psicosexuales, no puedo garantizar que entonces fuese una criatura adelantada, o retrasada, en mies etapas. Ver por la boca. Gracias dios por otra ñapa evolutiva.

         Yo al principio puse cuidado, lo juro. Sacaba y metía la pila. Jugaba con el riesgo (para un niño gilipollas cualquier mierda es una buena, y excitante, ruleta rusa). Pero me distraje. El sistema de alarma, con todo, me funcionó perfecto. Fue tocar con la punta de la lengua el metal y activarse. No era para menos, acababa de matarme. ¡Tres días!

domingo, 1 de mayo de 2011

Los Reyes son los padres I


 
         ¿Por qué si mentir es una de las conductas más útiles y adaptativas que podemos mantener hoy por hoy, nuestros padres se empeñan, desde el principio, en adiestrarnos a lo contrario? Yo entiendo que es cómodo para ellos y que es algo bueno según cualquier teoría moral que se quiera utilizar. Pero la teoría no deja de ser una paja mental sobre el ser y el deber ser. Y por deber ser, yo estoy convencido de la teoría moral de que, para un mundo mejor, debía ser más alto, más guapo, más listo, más rico,… más de todo (teorías morales las hay peores, créanme). Por otro lado, y retomando, su estrategia educativa es hipócrita, por tanto mentirosa, en cuanto ellos mismos te montan una estructura mental en la que muchas cosas son mentira: Los Reyes (o el tío colorado del anuncio del refresco), Ratoncito Pérez, cuestiones operativas como que el agua oxigenada no escuece…. Son muchas cosas las que se tiene que tragar uno y que con la imbecilidad de los pocos años se echa para adentro como palabra de dios. Más tarde la realidad te enseña que tus padres, como todo el puto mundo, mienten. Siempre aparece alguien dispuesto a abrir los ojos al prójimo; normalmente deliciosa crueldad infantil, pero ese es otro tema. Será un paso importante en la socialización del individuo: el mundo es cabrón y cruel, nada es verdad y te acabarás muriendo (este último axioma lo meto porque fue una de las cosas más angustiosas que descubrí por propia introspección mental de niño y aun hay me sigue produciendo brotes sobre la fugacidad y la no existencia). A las tortuguitas, esas que salen en los documentales arrastrándose toda puteadas por una playa de anuncio de desodorante, nada más nacer, ton todo dios (pájaros, peces, el mar mismo…) tocando los cojones, esto no les pasan. Ellas reciben su, mucha, ración de mierda desde el principio y no tienen estos problemas de lo abstracto. Tienen otros bastante peores, solamente hay que saber su porcentaje de supervivencia. Son bichos que me inspiran una profunda compasión.

         La cosa es esta, aquí nos traumatizamos porque nuestros padres, cuando son todopoderosos seres con el don de la omnipotencia, nos mienten. Con “aquí” me refiero a occidente porque supongo que las prioridades del buche vacío y las moscas en la boca ponen las chorradas en su verdadero lugar. Esto no lo puedo asegurar. Aunque opine (critique) de todo lo que se menea, solamente puedo hablar de de lo mío. Como he dicho. Algunos se traumatizan bastante cuando pasa. Para mí, fuera de las implicaciones y chorradas, fue un alivio descubrir que mis padres me mentían. Después la demás porquería vino sola y entró más fácil. Puede que la mentira sea útil. Es una vaselina pasable para que te den por el culo el alma hasta acostumbrarse y que deje de doler.