domingo, 22 de febrero de 2015

Pachanguita I

Para aumentar la estética épica del instante, se pone a arrear agua. A lo mejor soy el único que reflexiona sobre esto. Me alegra. Mojarme me lleva a hace años, a otros partidos, a la pelea puta, a días que os parecieron de gloria, a la felicidad (o a la felicidad incrustada en los recuerdos de lejos) ¡Joder, joder, joder, joder, joder, joder…! ¡Qué vienen!

            - ¡Hostia! ¡Cuidado la banda!

            La lluvia contribuye. El que lleva la pelota resbala y la pierde. No hay contra. La sacan jugada. ¡Fuera de aquí, cojones! Lo grito. Cuando va por el medio campo se me relaja imperceptiblemente el ano. Una jugada más (una jugada menos) en la que cumplo, o me cumplen, la misión de que la portería aguante. Aunque empezamos a andar jodidos; concretamente dos a cero, todavía hay fe. Por lo menos en ninguno de los dos he cantado. El primero vino de un córner. El cabrón la he enganchado al centro del área con tal folla que la he despejado, ha rebotado en un defensa y para adentro. A partir de ahí, tío al primer palo siempre. El segundo fue un penalti, abajo y al palo. Le he largado el pie, pero no hubiese llegado ni siendo el puto hombre-goma. Por supuesto, no voy  a irme al suelo, copón, en cemento y sin ropa de verdad, que no me pagan tanto. Otro concepto sería la legalidad del penalti. Lo discutiremos en la moviola.

            Los cabrones están picados, rabiosos, frenéticos. Si bien no pegan, de momento, si que están de fullerías piadosas, y no tanto, como lo del penalty. Que por lo mismo, cualquier otro día, ni se habría parado el balon.

            Lo reconozco, tengo miedo. Tengo la presión del error responsable amontonándose detrás de los ojos, que casi no pestañean de atención. No es concentración, es instinto de vigía para saber por donde vendrán los indios a degollarnos. Las ensoñaciones delirantes como las lluvias pasadas son parte del negocio. En el medio se traban. Marañas de piernas, empujones, brazos, resuellos se arrancan la bola una y otra vez. Entretanto hay de todo. Me cuelgo del larguero para estirar la espalda (realmente por hacer algo) y me planto una dominada de cantamañanas. Siguen lejos. Vuelvo a estar enfocado. Les berreo algo para animar muy blasfemo y malsonante. La voz me sale ronca. Aporto, que no se díga… El agua me empapa. Empapa el suelo, a la pelota, a todos los demás. No la sentimos. Quizás haya sido el único que le haya concedido un instante mental. Son altibajos de portero.

domingo, 15 de febrero de 2015

Hombres justos II



            Los sábados por la mañana eran el instante para ello. Lo eran por haber sido engendrados en la feliz miseria del viernes por la noche. Feliz miseria para los que eran felices. Para los hombres justos, justos en el sentido más bíblico, aquellos eran otra basura. Quizá la imposibilidad de romper a llorar la rabia acumulada, la derrota de los principios y la lucidez de  que sus sistemas brillantes decaían y no servían condicionaban la percepción. Mejor era perder el alma; entregarse a la derrota en lugar de estar en medio de una pista de baile viendo el deterioro alrededor, acumulando la crónica de cómo otras personas (las mejores personas, y ya no sabían si esto lo decían con ironía o fatalismo) malgastaban el significado de ese sustantivo alegremente. Era sentirse, marcando el paso de la música mientras decaía lentamente en el cansancio y el agarrotamiento muscular, como flotando en una balsa en medio del infierno, sin padecer ninguno de los horrores, pero contemplándolos inevitablemente.

            Se despertaban prontito, por su sobriedad a pesar del agotamiento y el insomnio y se salían a ver el mundo. Fuera de la habitación tenían un momento de paz, de tranquilidad serena, de redención. Pero era un espejismo, la maquinaria mental engranaba pronto las marchas. A veces sacaban un cuaderno y un bolígrafo fingiendo escribir cosas muy buenas. Entonces se embelesaban a las dos líneas y garabateaban patochadas. Luego el resto del mundo despertaba sucio y apestoso. Entonces ellos, los hombres justos, justos en el sentido más bíblico, se recogían a quehaceres más mundanos como colocar la ropa sucia o limpiar algo.

domingo, 8 de febrero de 2015

Hombres justos I



            La paradoja karmica se centraba sobre los hombres justos, justos en el sentido más bíblico, durante los sábados por la mañana, como una puta inmisericorde. Pero por lo menos había silencio, un silencio limpio, en contraste absoluto con el ruido animal cotidiano del sitio. Era fabuloso, e irreal, sentarse fuera y zambullirse en el par de horas de tregua hasta que los borrachos, los sórdidos, las putas, los quedados habituales, se despertasen balbuceando preguntas sobre cómo había sido su noche y cómo habían vuelto a sus camas, a una cama. Lo complicado entonces para los hombres justos, justos en el sentido más bíblico, era abandonarse al olor de la mañana abriéndose entre los cascos de las botellas y las latas arrugadas tiradas por todos lados. Ellos tenían memoria, consciencia y, aunque desearan matarla, conciencia. Por eso, en lugar de dormir piadosamente hasta tarde y masturbarse el empalme mañanero; se incorporaban para afrontar a base de huevos los demonios domésticos, las chorradas de siempre, la paradoja karmica.

            Es muy perra la paradoja karmica, en general. Su comprensión tenía bastante más de ejercicio de fe que de logro de la razón. Cuando no, simplemente eran lentes y a tomar por el culo. Cuando la primera gorda del día, desaliñada, legañosa y destruida, atravesaba el jardín buscando agua o dignidad perdida (ambos remedios tradicionales para las resacas), los hombres justos, justos en el sentido más bíblico, se entregaban a su inmemorial pelea. Eran momentos de reflexión mal aprovechados. No componían sinfonías, no escribían sonetos, no estudiaban a San Agustín; solamente rondaban desesperanzados, a vueltas como un burro en una noria, alrededor de un descomunal signo de interrogación de cartón piedra (impresionante de lejos, chusco y polvoriento de cerca).

domingo, 1 de febrero de 2015

La raza de los héroes II



            De repente, en la radio plantan algo muy chic, elegante, electrónico. Es chunta-chunta mañanero en un chill out pijo balear. Me transporta, aunque yo no sea precisamente de esos estilos. Pensándolo a la vez que lo suelto por el hocico, expreso que vendería mi alma (o lo que ande quedando de ella) por cambiarme un ratito a una carretera securdaria corsa, con la misma canción en la radio, también con un traje, unos zapatos a medida unas gafas de sol Persol y un deportivo clásico y pequeñito inglés (en verde british, faltaría más). Uno que se cimbree en las curvas, que solo llegue hasta cuarta, que le ratonée un poco y que tire con el poder de los pequeños y nerviosos. Pasarlo de marcha en cada curva, lamer el exterior de las curvas, los quitamiedos sobre los acantilados. Ir despacio a ningún sitio, a comer por ahí, por ejemplo ¿Si debe ir la tía en el coche? Eso es lo de menos. Si le va bien a la maquina, adelante. Si no tampoco hace falta. En silencio, cada uno a su aire. Ella sería un complemento estético más que una necesidad intrínseca. De ahí a las exigencias concretas del coche y a la vaga alusión a su presencia o ausencia, sin determinar nada más.

            Mi compañero de línea, que ya ha dejado de contemplar las flores, me replica que muy fascinante la pintura, pero que le falta sustancia. El muy gilipollas, amén de vago como la chaqueta de un guarda, nos ha salido meditativo. Piensa que como cuestión de estilo es un deseo legítimo, pero que debería tener algo más para vender el alma. En fin, atontado, sigue creyendo en los reyes magos. Los demás nos conformamos con cambiarnos a un sitio mejor. A lo mejor la edad lo pondrá en su sitio. O puede que jamás esté en su sitio. Que como ha nacido en el lado rosa de la vida no necesite deseos primarios.

            En estas disquisiciones profundísimas, matamos lo que queda de la mañana. Con ellas nos duele menos el trabajo. Con ellas no sentimos el castigo a Adán sobre nuestras espaldas. Bueno, si que las sentimos, pero las mitigamos, o queremos creerlo. La canción hace mucho que se acabó. La carretera corsa no será nunca. Como consuelo nos queda terminar la fila de manzanos y que el que hace de capataz nos día que por hoy vale.

Arrastro los pies a donde debemos devolver las herramientas y solo me gustaría plantarme en medio de la finca, coger aire y berrrear como una bestia un “¡Ale a tomar por el culo de aquí ya!” que atrone el mundo, que arrase ciudades, que estremezca los espíritus de la masa hasta contaminarlos de rabia negra como la pez. Pero como soy un tío pudoroso, me subo a la furgoneta, me apoyo contra una ventana y me quedo dormido.