domingo, 8 de febrero de 2015

Hombres justos I



            La paradoja karmica se centraba sobre los hombres justos, justos en el sentido más bíblico, durante los sábados por la mañana, como una puta inmisericorde. Pero por lo menos había silencio, un silencio limpio, en contraste absoluto con el ruido animal cotidiano del sitio. Era fabuloso, e irreal, sentarse fuera y zambullirse en el par de horas de tregua hasta que los borrachos, los sórdidos, las putas, los quedados habituales, se despertasen balbuceando preguntas sobre cómo había sido su noche y cómo habían vuelto a sus camas, a una cama. Lo complicado entonces para los hombres justos, justos en el sentido más bíblico, era abandonarse al olor de la mañana abriéndose entre los cascos de las botellas y las latas arrugadas tiradas por todos lados. Ellos tenían memoria, consciencia y, aunque desearan matarla, conciencia. Por eso, en lugar de dormir piadosamente hasta tarde y masturbarse el empalme mañanero; se incorporaban para afrontar a base de huevos los demonios domésticos, las chorradas de siempre, la paradoja karmica.

            Es muy perra la paradoja karmica, en general. Su comprensión tenía bastante más de ejercicio de fe que de logro de la razón. Cuando no, simplemente eran lentes y a tomar por el culo. Cuando la primera gorda del día, desaliñada, legañosa y destruida, atravesaba el jardín buscando agua o dignidad perdida (ambos remedios tradicionales para las resacas), los hombres justos, justos en el sentido más bíblico, se entregaban a su inmemorial pelea. Eran momentos de reflexión mal aprovechados. No componían sinfonías, no escribían sonetos, no estudiaban a San Agustín; solamente rondaban desesperanzados, a vueltas como un burro en una noria, alrededor de un descomunal signo de interrogación de cartón piedra (impresionante de lejos, chusco y polvoriento de cerca).

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