La paradoja karmica se centraba
sobre los hombres justos, justos en el sentido más bíblico, durante los sábados
por la mañana, como una puta inmisericorde. Pero por lo menos había silencio,
un silencio limpio, en contraste absoluto con el ruido animal cotidiano del
sitio. Era fabuloso, e irreal, sentarse fuera y zambullirse en el par de horas
de tregua hasta que los borrachos, los sórdidos, las putas, los quedados
habituales, se despertasen balbuceando preguntas sobre cómo había sido su noche
y cómo habían vuelto a sus camas, a una cama. Lo complicado entonces para los
hombres justos, justos en el sentido más bíblico, era abandonarse al olor de la
mañana abriéndose entre los cascos de las botellas y las latas arrugadas
tiradas por todos lados. Ellos tenían memoria, consciencia y, aunque desearan
matarla, conciencia. Por eso, en lugar de dormir piadosamente hasta tarde y
masturbarse el empalme mañanero; se incorporaban para afrontar a base de huevos
los demonios domésticos, las chorradas de siempre, la paradoja karmica.
Es muy perra la paradoja karmica, en
general. Su comprensión tenía bastante más de ejercicio de fe que de logro de
la razón. Cuando no, simplemente eran lentes y a tomar por el culo. Cuando la
primera gorda del día, desaliñada, legañosa y destruida, atravesaba el jardín
buscando agua o dignidad perdida (ambos remedios tradicionales para las
resacas), los hombres justos, justos en el sentido más bíblico, se entregaban a
su inmemorial pelea. Eran momentos de reflexión mal aprovechados. No componían
sinfonías, no escribían sonetos, no estudiaban a San Agustín; solamente
rondaban desesperanzados, a vueltas como un burro en una noria, alrededor de un
descomunal signo de interrogación de cartón piedra (impresionante de lejos,
chusco y polvoriento de cerca).
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