domingo, 29 de junio de 2014

Tierna infancia I



            Quizás la mayor actividad cultural (que era en lo que consistía mi puesto, gestionar las actividades culturales del pueblo) fuese descargarme, para uso particular, “El almuerzo desnudo” aprovechando la buena conexión a Internet de la biblioteca, mi lugar de trabajo. Y menos mal que ese día se me ocurrió ponerme cinéfilo, porque entre lo que me costó encontrar una buena edición, calidad dvd, en mi idioma (soy tan pedante de ver cine raro y tan cateto de pasar como de la mierda de la forzada y forzosa versión original subtitulada), se me hizo la mañana y eso me salvó del crimen. Por definición, me salvo pero también a los que hubiesen sido las víctimas (a mi de cometerlo y a ellos de padecerlo). Eso me distrajo de la tentación, cada vez más acuciante de coger uno de los tomos vírgenes de una enciclopedia de la historia del arte que cogía polvo en la zona “de consulta” y estampárselo repetidas veces es sus cráneos huecos y sin futuro. ¿Qué tomo hubiese cogido como objeto contuso? La parte racional de mi misantropía me hubiese orientado al más pesado, voluminoso, para descargar golpes inmensos que los redujere a una masa sanguinolenta con salpicaduras y tropezones de casquería fina en un área redonda como el círculo de deflagración de un explosivo solo que cambiando metralla por pulpa bioorgánica de color violeta. Mi parte romántica (una de las más gilipollas que tengo, he de admitirlo) me hubiese tirado más por escoger algún tomo temático (creo que el barroco, si imagino las fotografías forenses del hecho, es el que mejor le hubiese venido). Por muy reprobable que pueda ser la acción a un nivel ético, deontológico, e incluso desde la más estricta coherencia; hay que reconoces que sería algo, al menos visualmente, muy potente: un tipo frenético, enarbolando un libro como una maza medieval y descargándolo hasta el paroxismo sobre un montón de adolescentes, o pre-adolescentes, gordos en calzonas y chancletas mientras gritan y borbotean con su mudante voz.

            Pero eso es lo que pasa por mi cabeza: ensoñaciones gloriosas fruto de la mala hostia y de la impotencia de que, en nuestra realidad social, los mocosos (estos mocosos) son intocables, lo saben y me toman por el pito del sereno. Lo que pasa por fuera de mi melón con gafas es bien distinto. Vienen cada día a usar los ordenadores porque no tienen otro lugar ni persona al que dar por el culo. También porque los ladinos de sus padres (a quienes, recuerdo, yo no forcé a procrear más basura para un mundo de mierda) se desentienden de ellos, los traen al pueblo y les dan suelta como a una piara de cerdos en una dehesa. Pinta que hasta septiembre no me libraré de ellos. Va a ser un verano muy largo. Y ahí siguen, dando gritos y soltando tonterías pretendidamente obscenas que lo único que mueven es a la vergüenza ajena.

domingo, 22 de junio de 2014

La gorda II



            Durante el café, porque un vecino (al encontrarse la puerta del despacho a cal y canto) le preguntó una cosa en el bar, se puso a despotricar y a protestar del atropello a su tiempo libre. Era el pan nuestro de cada día. La pobrecita, cuya vida más allá del cierre de oficina no debía ser muy envidiable (el ejemplo más claro eran los apabullantes reportajes fotográficos de sus vacaciones fuera, más apariencia que otra cosa, con los que 1) no vivía la experiencia, simplemente la retrataba con su teléfono móvil para 2) presumir y darle la tabarra). Con la inhumana intromisión del vecino (al que despidió expeditivamente no sin antes recalcarle que estaba ejerciendo su derecho al café –casi tan sagrado como a la vida o la libertad, aunque eso lo desconozcamos los que nunca llegaremos a tenerlo-) se jodió cualquier intentona de tema normal, de lugar común, de diálogo de besugos. Ella se puso (¿Quién necesita abuela?) otra medalla arropada por el acuerdo de sus compañeros de categoría. Yo, que estaba ahí como “arrimado” hube de callarme como un putas para la propia convivencia y no mear fuera del tiesto. Con el hambre de la rabia, despacharon sus cortados y su taco de tortilla de patatas revenida. Poniéndonos puristas, como ellos se ponían para lo que les interesaba, habrá que decir que el inamovible descanso había durado algún minuto más de lo estipulado en los papeles. Pero eso son tonterías, pelillos a la mar.

            Al regresar del bar se enzarzó en una conversación (no era un debate puesto que todas tenían la misma visión de casta) con la asistenta social sobre lo mucho que hacían y lo poco que cobraban (si, otra vez cacareando de lo mismo, ese mantra tan socorrido y tan trillado del que no entienden que es una de las razones por las que el ciudadano medio, los no privilegiados por el hada madrina de las oposiciones y “a colgar el sombrero” , les tiene tanto cariño; una de ellas…). La asistenta social tuvo los santos cojones de quejarse por solamente levantarse mil seiscientos euros brutos al mes. A mi, con menos de cuatrocientos, casi se me salta una lágrima pensando en lo podría haber sido mi vida con esa nómina y la seguridad de que ni el puto Jesucristo resucitado te puede poner de patitas en la calle. Así también me quejo yo, pero de vicio. Con ese detalle tan humano de una asistenta social (irónica la relación del puesto con la protesta, tratando ella con las miserias del personal) tuve que salir a otro despacho a por unos papeles. Era eso o comenzar una revolución a la caza de lo público en por de la anarquía, esa utopía en la que, por descontado, estaría en la estructura social bastante por encima de semejantes tipejas (¿Que ello requiriese la intermediación de un AK y mucha violencia? eso es otro concepto, tan perfectamente válido como la inviolabilidad de su acta de funcionario, que es lo que ellos esgrimen).

            Estando en el despacho vecino sonó el teléfono. Ella, que lo tenía a menos de un metro de distancia y era su obligación atenderlo, me ordenó, ni corta ni perezosa (bueno, perezosa sí) que lo descolgase yo. A la primera me hice el sueco, lo mismo que a la segunda, pero a la tercera no pude por menos que replicarle que si no era capaz ella, porque yo estaba haciendo cosas. Supongo que disimulé bien el odio que llevaban mis palabras tras su corrección formal (aunque mereciera que me cagase en su puta madre, no me quitaría la razón por una cuestión de formas) porque no se dio por aludida y, dos tonos después, respondió ella misma (¡¡¡OH MILAGRO!!!). Para mi fue una pequeña victoria sobre la gorda, una pequeña revancha del mierda sobre lo sagrado, una grietita en el enlucido de la pirámide, de su pirámide. En verdad solo un espejismo y al día siguiente volver a empezar con más de lo mismo.

domingo, 15 de junio de 2014

La gorda I



            La gorda, entre otras cosas peores de su enorme conjunto de virtudes éticas y estéticas, defendía al funcionariado a capa y espada. Evidentemente, ella era funcionaria (si no, ¿De qué?). Aunque era la última mierda del escalafón de lo público, una simple auxiliar administrativa en una aldea que no llegaba al medio millar de almas (cuya negrura o pureza es objeto de otro debate), tenía, podríamos decirlo así, el carnet y, por lo tanto, el derecho a pavonearse y a exhibir esa exacerbado sentimiento de casta y paleto chauvinismo laboral. También tenía, y puede que fuese otro de los motivos para tanto humo, una nómina de mil y mucho pico (en el país de los setecientos, si llega), dos paguitas dobles, moscosos, vacaciones que criaban como conejos (al cabo del año, y para empezar el siguiente con alegría, siempre cuadraba una semanita que hubiese escandalizado a los cálculos de un purista de las matemáticas), desayuno, café, cursos con regalo y kilometraje pagado sin rechistar, una parsimonia de mil demonios y media cesta de la compra hecha con serviles regalos del vecindario (porque era algo de verse como en la temporada frutícola del terruño cada día se embolsaba por la jeró lo menos cinco kilos de genero selecto; reminiscencias del señorito de la fincha y el “a mandar que para eso estamos Don/Doña…”) en hortalizas frutas y embutidos. Todas esas cosas tenía la gorda, las suficientes para ser feliz y no joder al personal, de sobra para no ser una amargada de un quintal amarrada constantemente al móvil para babear (mitad nostalgia de su paella carbonizada, mitad envidia biliosa del “culo veo – culo quiero”) con las fotografías enviadas de los bebés. Cualquier otro, con la que estaba cayendo, hubiese dado palmas con las orejas por poder tener su vida. Bueno, quizás su vida no, las posibilidades y el punto de partida de la estabilidad que su vida (o su cómodo trabajo, o su salario, elegid la que queráis) garantizaba.

            Ese día me había hecho subir al ayuntamiento para echarle una mano. Como siempre que lo hacía, subí con asco porque sabía lo que me iba a tocar. En efecto, fue una mañana tranquila, en la que todo lo útil que hice fue hacer alguna fotocopia y poco más. No era por el trabajo, era, quizás, por la ausencia de este. Eso o porque “la gorda” (inevitable mote a poco que se la tratase) amargaba a cualquiera con su parsimonia, su dejadez, su conversación nula, el tener que ver como fluctuaba entre la más absoluta tutela al ciudadano para con sus amigos y la hostilidad manifiesta a los usuarios que le caían mal… A la hora del café (al que, sin ser uno de ellos, de los funcionarios, me acoplaba por mi cara bonita y porque no está bien eso de hacer el palomo, al menos hacerlo demasiado) yo ya estaba hasta la polla, y aun me faltaba un rato. Ella, durante todo el tiempo anterior al descanso, solo había inscrito a un anciano difunto en el registro y cotilleado en un grupo de mensajes. Mientras tanto, me la había pasado como un pasmarote, detrás de ella, aguardando la nada. Aunque ella argumentase que ese era mi trabajo y que por ello me debía joder y aguantar; no, no lo era, mi puesto era distinto. El que yo subiese era un apaño irregular para darme faena y quitarle los quites más simples (y, por lo tanto, los más molestos y cotidianos). El trabajo es el castigo por el pecado del hombre (pan con el sudor de la frente y esas mierdas…). Lo que la jodida biblia no menciona es el plus de penitencia de soportar a la gorda.

domingo, 8 de junio de 2014

Siempre hubo clases y clases II



            El clan ahora se partía en dos núcleos familiares. Eran las familias que habían formado cada uno de los dos hijos de los fundadores de la dinastía. Los nietos de aquellos emprendedores ya eran adultos, algunos hasta estaban casados y pronto (según la lógica bien vista del “qué dirán”) crearían más secciones a parasitar el holding. Pero todo había comenzado mucho tiempo atrás con un matrimonio. Tiempos de supervivencia y de poco escrúpulo. La suerte, los cojones, o lo que quiera que sea, habían levantado el imperio. El camino se había llevado, aun aceptablemente joven y en pleno trabajo, puesto al que en esos momentos debiera ser el abuelo. Entonces la viuda, hay que reconocerle que con mucho cuajo, había sostenido la posición y afianzado todo aquello que ahora los hijos gestionaban. La vieja, por ley de vida, llegó un momento en el que tubo que dejar paso a la ambición de sus cachorros. Costó que soltara la vara de mando pero, por un concepto fundamental de actualización constante imprescindible para el devenir del negocio, terminó pasando. Desde entonces, indomable, echó una mano a todo lo que supo, pudo y le dejaron. Entretanto los años pegaron como suelen, como un martillo pilón, a lo suyo, uno detrás de otro.

            Y aquí es donde entra la Santa con su guadaña. La vieja entró, finalmente, en barrena. Su deterioro se multiplicó exponencialmente de una forma, que, sobre todo en lo último, parecía que por cada minuto transcurrido se le comía vida (sobre todo cordura) a ojos vista. En cosa de un mes los hijos, que previamente habían ignorado las señales en forma de rarezas y pedradas de la señora cada vez más constantes, se sorprendieron de la demencia galopante y del inevitable encame de la anciana. Como ordenaban los cánones rurales, la tuvieron en casa y, para señal de su solvencia económica, contrataron “una mujer” para que atendiese a la moribunda. Semanas más tarde la Santa hizo su visita. Así terminan todos los cuentos de este mundo, al menos al más largo plazo.

            De cara al velatorio, en lugar de aprovecharse de la pragmática utilidad de un tanatorio (como poco, te ofrece la posibilidad de mantener tu casa inviolada por los pelmas necrófilos y, por ende, un lugar al que escaparte un rato). Ellos lo hicieron en el amplio salón de casa en cuanto descartaron el descansillo de la entrada (para facilitar el no tener que subir escaleras a las visitas más limitadas cinéticamente). Allí colocaron la caja en una esquina y un montón de sillas en círculo (que más parecían estar listas para una dinámica de reunión de empresa que para lo que en verdad estaban). Durante todo el día siguiente, casi todo el pueblo pasó por ese salón a musitar el pésame y meter la nariz. Los más carcas se arrodillaron, santiguaron o besaron el féretro todo lo ostentosamente posible. A media tarde, una iluminada propuso echar un rosario. Su opinión tuvo quórum y lo rezaron. Ese contexto, con el murmullo de la plegaria y las fotos de comunión en las paredes, inundaron de casticismo casposo la escena. Como quizás haya dicho antes, habían dado el salto económico, no el social.

            A su hora la enterraron en un funeral (relativamente) multitudinario. Aun hicieron alguna calaverada rancia, como trasportar el ataúd (para lo que hubieron de buscar voluntarios) a hombros y en comitiva hasta la iglesia. El cura, afortunadamente, despachó rápido (era un tío ocupado con quehaceres interrumpidos como su propio ocio). En el cementerio el sol picaba desagradable. A algunos de los figurantes, los más expuestos al astro, se les enrojecieron las orejas.

            Eso sí, hubo un detalle en el que el entierro fue regio como debiera: las flores. De muchos conocidos, allegados, clientes, proveedores, compromisos al fin y al cabo, llegaron durante todo el velatorio, una detrás de otra, hasta juntar una cantidad ingente, casi exagerada. No sé porqué pero las coronas funerarias me parecen algo grotesco, algo que jode lo solemne del instante dando una pincelada de feria. Para mí, es ver una de ellas y automáticamente pensar en carreras de caballos o premios de fórmula uno en blanco y negro. Las de la difunta eran de postín, con llamativas flores de primera división: rosas, claveles… En las cintas, las tipografías clásicas proclamaban tópicos y nombres. Hubo una en especial que me llamó la atención. Y no fue por lo que contenía de mensaje (del que ya no me acuerdo, creo que era, simplemente “familia….”; los colores de la cinta eran los de la bandera de España chillones, brillantes. No venía a cuento la banderita ahí, al menos desde mi punto de vista, pero cada cual sabe lo que hace con sus regalos, aunque sean de este tipo.

domingo, 1 de junio de 2014

Siempre hubo clases y clases I



            La Santa iguala, eso es una verdad de Perogrullo a la que los pringados se agarran para afianzar su fe en el karma y ponderar su debilidad ética en pos de un castigo-recompensa que, como mucho, se pospondrá hasta que palmen. De lo que no se dan cuenta es que ellos también palman, lo mismo que los malvados, con lo que su razonamiento se va a tomar por el culo inmediatamente. Todos, ricos y pobres, santos e hijos de puta, nos morimos (hasta se le puede cambiar el tiempo verbal por la concreción metafísica “nos estamos muriendo”). Pero, ya lo dice el refrán: mal de muchos, consuelo de tontos.

            Ellos eran los ricos del pueblo. Habían sido uno de los pocos casos en los que un negocio familiar se lleva con cabeza, se hace crecer y, a la vuelta de cuarenta años, tiene a todo un clan cabalgando el dólar. Su oficio principal, de intermediarios-sanguijuelas en una gran parte del monto agrario de la parroquia, rentaba como una mala bestia. Además era un chollo en el que ellos no exponían nada. Si había ganancias, ellos se quedaban con su porcentaje (un porcentaje que establecían ellos y del que no se sabía; solamente se intuía algo cuando, un par de meses después de la cosecha, rendían cuentas – muy bien cuadradas – con sus clientes). Eso les había permitido saltos, diversificaciones y malabares monetarios de los que las malas lenguas del pueblo deformaban exageraciones maravillosas, pufos abominables, cuentas en el extranjero, latrocinios varios, leyendas urbanas y demás fauna de verduleras. Lo que era indiscutible era su estatus, por encima de algunos otros vecinos que se partían el ano a diario para ponderarse de lo que no tenían, de ser los más ricos del pueblo. A ellos no les hacía falta presumir. De hecho, y quizás fuese una causa principal de su riqueza, se comportaban habitualmente con una avaricia, con una ramplonería casposa, ilógica en aquellos para quienes todo es asequible. De vez en cuando un destello enmarcaba su codicia dentro del contorno de la excepción. Incluso entonces (con el auto alemán nuevo o el banquete pantagruélico de cubalibres y jamón) era actos cutres, que anunciaban el salto económico de la familia con respecto al resto, no el salto social. Con todo, repito de nuevo, eran los más ricos del pueblo.