domingo, 26 de febrero de 2012

De romería I


"Eso era todo lo que un hombre necesitaba: esperanza. Era la falta de esperanza lo que hundía a un hombre." C. Bukowski.

 


        En el grandioso mundo de las fantasipajas del Este yendo al instituto uniformadas como dependientas de un súper modo verano, a mi me tocaba compartir habitación. Con lo que a tomar por el saco aquello de andarse con la sardinilla. Lo mejor de todo lo que me podía pasar después de recorrerme las capitales del porno europeo (por cierto, Budapest, por mucho que se diga, es como los capítulos viejos de “Rex, un policía diferente” que ponen en las autonómicas los domingos por la tarde, pero con más mierda, tanto que parece que le hace falta que le pasen un trapo por encima) en mil y un puto trenes dentro de los que se echaba de menos a Manolo Escobar, mito erótico, para acabar con la caspa del universo. Que están más nuevas las líneas viejas y costrosas (las de vagones) de Metromadrid. Todo eso haciendo el record de ciento cincuenta kilómetros en ocho horas y media y cuatro transbordos por las redes ferroviarias de los antiguos satélites soviéticos entre torres de centrales electrotérmicas y silos de grano que parecían plateadas poyas siderales apuntando al cielo. Y para terminar con el drama, tenerle que explicar a un revisor con gorra y todo (aunque debajo de esa gorra se escondiese un fenotipo de lo que en otros lados asalta “chaleses” y mete mantas de hostias al grito de abre la caja fuerte) que la puta taquilla en idioma declinado lleno de tildes, tildes invertidas, diéresis y el no va más: diéresis de tildes ( ´´ encima de una vocal), estaba cerrada y que hiciera el favor de darte un billete de ochenta céntimos. Y eso gracias a que uno se ha leído a Delibes (entre otros y no sé muy bien porqué me ha salido Delibes y si tiene algo que ver con esto) y sabe que hace mil el revisor daba billetes al que no lo había podido comprar, o en su defecto al que se colaba. Y aunque no venga a cuento, el puto David el Gnomo trinca como todo hijo de vecino, e incluso más, que no parece un cabrón como los demás y se aprovecha de eso. Por eso cuando llegas y pasa de ti como de comer mierda, y te aloja en una guardería por días que se ha montado a costa del tío Günter para su churumbel subnutrido y translúcido, y a las cuatro de la tarde de un miércoles te despacha con un “allá te las veas…” hasta el lunes por la mañana, que él se pira de vacaciones y a quien Dios se la dé San Pedro se la bendiga, y si no te sabes el idioma, y ni Perri te hace caso y llevas sin comer nada sólido unas treinta horas siendo lo último que te metiste para el cuerpo un Cutri-Bull bebida energética con tres barritas de cereales y una tarrina de arroz con leche (meriendilla de los campeones, ambrosía casi), ¡Pues que te vayan dando! Que ya eres mayorcito y te lo decía tu madre… Así aprendes, tarde, como no, y encima con la mala leche de no podértela sacudir en tu habitación (un barracón improvisado ante catástrofe natural).


        Que a uno le trae bastante por el culo tirarse en un jergón (en efecto queridos niños, hay palabra para colchón tirado en el suelo), pero en otras condiciones, si, por ejemplo, la luz al final del túnel es una gorra blanca y un sitio en el panteón de los últimos guerreros. No en una chuminada llena de postureros de los que queremos salvar el mundo desde nuestra actitud cosmopolita, pero si eres el que está al lado y no te enteras una mierda de lo que coño se está diciendo nadie se preocupa en integrarte o darte un segundito de aceptación. Aunque no hace puta falta ser la jodida torre de Babel y saber todas las lenguas para darse cuenta de que la mayoría de las veces, aunque no te empanes de un carajo, lo único que hacen es comerse las poyas, principalmente cada uno la suya, para que luego no digan que entre los humanos no se puede (menos Ron Jeremy), en ejercicios espirituales en inglés que solamente significan “mira lo guay y lo estupendo que soy”. Que había que escuchar a una macedonia (de la que por cierto estuve cinco minutos enamorado por su aspecto de enanita rellenita viciosa y su condición de habitante de Este) todo el día cascando de lo Anita la fantástica que era, y la de proyectos que tenía, y la de cosas que había estudiado. Tanto que te daban ganas de gritarle en castellano (incluso en castellano viejo) “¡Cállate de una puta vez! (expresión de la que por cierto conocían el significado) Que seguro que tu puto padre en los noventa sirvió bajo mando de Gotovina y ha visto, y cometido, todos los putos horrores del mundo, de lo tendrás un puto millón de hermanos mil-leches (las mil leches que le echaban para adentro todo el batallón a las violadas), arrasando tu puto país como para que ahora me cuentes mierdas…”


domingo, 19 de febrero de 2012

Los guiris II



         Unas siete cañas después a Aurelio Memelo todo le parece maravilloso, y la panceta no le engorda, y la tortilla de patatas, que puede llevar un par de días en el calienta-platos del mostrador es algo exquisito. La tropa de guiris está bonita del todo, cocidos y recocidos. Los más de ellos entre cañas y sangrías llevan la docenita por barba. Y alborotan, como no podía ser de otra manera. Los camareros, a lo tonto a lo tonto, no dan abasto. Posiblemente la nota sea de tres pares de cojones y la hinchen un poco, bastante. Que son guiris y hay que hacerles el truco. Son las cosas de las expresiones de identidad cultural.

         Horrora Butrón también está pendiente, por eso no se descontrola y alarga las cañas. Para que no se le desfase la borrachera y acabe pringando. Está más por los pinchos, que pide continuamente: de carne grasienta, fritangas varias, huevos en diferentes composiciones, banderillas y otros encurtidos, paella pasada y fría. Todo le viene bien. La tarde, que pintaba tan tonta, se esta poco a poco convirtiendo en un delirio pantagruélico. Y es feliz, porque no hace falta mucho más cuando se está un poco achispada y se tiene la tripa llena. Es bonito no ponerse metafísico, ni pollas, y dejar pasar. Los animales no se preocupan, puede que tampoco se depriman. Un momento de no ambición, de satisfacción física y nada más, que condura y saborea. Saborea como las croquetas que la ocupan en ese instante, un poco crudas con la besamel liquida. Van para adentro.

         Pero todo se acaba. Mira la hora. A continuación a la manada de guiris, con los que ha confraternizado un poquito, y hasta parloteado perogrulladas en las que nadie ha entendido nada. Una pequeña parte siente remordimientos por lo que va a hacer. Pero es, como se ha dicho, pequeña, casi insignificante. Las rutinas de la supervivencia obligan a según y tipo de maldades. Se levanta. Uno de los guiris la pregunta que a donde va. Al “toilete” un segundito. Y en efecto va al váter, que le hace falta. Allí se avía, y hasta se lava las manos después, lo que es un detalle extraño, exótico casi, de una urbanidad sin precedentes en nuestra querida amiga. Se mira en el espejo reconociéndose no muy pasada de rosca. También reconociéndose satisfecha por el invento y ese destello de suerte negra que dios le dio cruzándola con los guiris. Suspira. Sale y enfila la puerta. De los guiris ni uno se entera. Allá les queda el marrón de pagar lo suyo, que si se lo reparten será poco, pero a Horrora Butrón le ha hecho el domingo.

         Cuando llega a casa le empieza a doler el estómago, a arder indescriptiblemente. Está empachada, molesta. Se acuesta como algún tipo de rumiante gigantesco preñado y en la cama resopla y se retuerce. Como no podía ser de otra forma, se fuma el curre. Mañana ya explicará el porqué. Al que crea que es algo del karma, que te den por el culo, que eso solo existe en las películas con moralina de todo a cien.

domingo, 12 de febrero de 2012

Los guiris I



         Horrora Butrón andaba de estucheo por la zona turística de la capital, lo que ya es hacer un domingo por la tarde. Y tanto que es hacer, que lo hace todo el mundo. Y después de una puta hora ya anda hasta el fandango. Y precisamente de eso, de andar y de que la puta tira de la chancla, por supuesto de goma mala con reborde y todo a cien (un euro al redondeo), le esté preparando la madre de todas las ampollas entre el pulgar y el índice de un pie al que no le sobraría un lavado a fondo, un calcetín limpio y puede que algo de desodorante específico. Pero el verano se hizo, entre otras cosas, para lucir juanete y mejillón. Por eso se sienta en un banco y se plantea meterse a una tasca a cañita y pincho de merienda, puede que dos si la cosa no está muy cara. Se mira el monedero y hay una mierda, mucho papel que no sirve, entre otras cosas no sirve para pagar en ningún lado. Por lo que se está sentadita, y calladita, y descansa, que no es mala cosa, mirando pasar el mundo en un banco en una acera. El mundo que, por lo visto, hoy es un montón de gente pasando a ningún sitio, mucho esperpento, mucho postureo, y lo bonito de las ciudades, mucho no mirar muy lejos del ombligo. A Horrora Butrón le gusta, por lo que quiere ser de cosmopolita y por que sabe lo mierdero que es que todo el mundo te mire y evalue cada segundo (recordemos que viene de la insidia rural más desagradable y profunda). A Aurelio Memelo también le gusta, pero por razones menos espirituales, está sentado, tranquilo, y más o menos hay sombra, por lo que se está bien. Que muchas veces vaciarse y dejar pasar minutos es mano de santo para el cable.

         Aparece, de repente, una tropa de guiris. Todos van uniformados, por supuesto de calcetín deportivo, polo, gorra y riñonera. Todos están rojos (al rico melanoma, los tendrian que hacer con el logo de “spain is different”, y solo uno, un poco más resuelto, mira un mapa de oficina de turismo. Cabeza de tropa, no tiene ni puta idea de donde anda ni para donde tirar, los otros se le arremolinan como gallinas alrededor y el otro se ofusca, y no sabe por donde tirar, ni lo que hacer. El mapa es algo parecido a un tebeo de un superheroe cutre y bicolor de los setenta o una revista porno de cuando Larry Flynt publicaba en papel con cosas que daban gusto y miedito y que empezaban a enseñarnos la nueva era que sufre el destape allende de las fronteras en lo que antes era una estrella y puede que una bandera roja. A Horrora se la abre el ojo, el de la entendedera, no el otro, malpensados… Se arranca muy rumbera para allá, y con algo que a los guiris les sienta como el culo en lo que es agresividad gestual, distancias de seguridad, tono de voz, etc. Le entra al resuelto, que es un cincuentón dentro de la media, la moda y el coño moreno de la estadística de los que de su país vienen para ver mierdas y que les estafen en todo (traditions). Abre fuego al son del “hola, ¿te puedo ayudar en algo?” dicho con mucho plumón y a voz en grito, para que se entere bien, y lo trinca del brazo, para que no se escape.

domingo, 5 de febrero de 2012

Las llagas XXVI


        En el patio, y me como el intervalo de migración hasta allí, que tampoco tiene nada interesante (fuimos todo el camino resobándonos), la ando con sus cositas ya en fuego a discreción y degüello. Meto las manos por debajo del sujetador, la amaso sus grandes ubres, sondeo la junta con el dedo corazón (de melón) y todo el procedimiento habitual. No hay material, por ninguno de los lados, para la filigrana. Su ropa es increíblemente estimulante al tacto: el sujetador, enorme sujetador, satinado; las mallas de plástico brillante. Si yo llevase esa ropa me pasaría empalmado todo el santo día. Cuando se decide la postura (yo debajo y en el frío e inhospito suelo) y procedo al cuerpo a tierra, la hebilla de mi cinturón repiquetea estrepitosa (¡Toma pompa!). Ella se agacha y, de repente (nunca fue más precisa esa expresión) la luz del piso superior se enciende. Tocan retirada a cornetazos y salgo de la casa abrochándome los botones de la bragueta. Ella me sigue resistiéndose a soltar la presa. Su padre sale en pos nuestra y yo sigo llevando los extremos del cinturón sueltos, dando molinetes en el entorno de mi pito tieso. Todo se vuelve negro, me rodea una sensación de profunda mierda. El padre la llama con una leche capaz de caparme en el acto mediante telequinesis. Como a mí no se ha dirigido, ni me ha nombrado, agacho la cabeza y sigo andando, paso legionario ¡Ar! Doblo la esquina y sigo aun un trecho más por crear una distancia de seguridad. El colega no tiene que ser muy intolerante con las cosas del honor medieval. No me sigue. En un sentido estricto el que debía estar cabreado soy yo, que es a quién se le ha ido a tomar por saco el apaño. Que alguien se lo explique, por favor. Huyo, por si acaso, iniciando el lento proceso de llegar a casa que he descrito antes. Por el camino hasta el lugar donde me tienen que evacuar, punto de exfiltración número uno, me cruzo con un grupo de pavitas. Los putones, que son amigas de la que acabo de abandonar a su suerte e ira de su orgulloso progenitor, me preguntan por la faena. Deben habernos visto antes. Entonces, y solo entonces, me planteo si no soy el desflorador frustrado de la rubia. Sinceramente, la desgraciada no eligió a alguien muy especial para una ocasión así. Tendría prisa y no pasarán por su vida, y calle, muchos tranvías. Todo esto si es verdad que era virgen. A las payasas de sus amigas las espanto con capotazo, capotazo y pescuecera. Me gustaría decir algo muy ingenioso que las dejase planchadas, pero estoy quemado. Soy las cenizas de tabaco que se caen de una papelera, con colillas y todo, y barre al día siguiente una mala señora de la limpieza por cuatrocientos euros al mes en pleno proceso de reinserción. Resulta que una de ellas, de las gilipollas con las que me estoy cruzando, es la imbécil a la el mi tonto le arrimó el hocico del perrete. No debe recordar que hace unas horas casi me mete, de gratis, en una movida por su puta vanidad y autoestima. A mí y a sus colegas, “primos”, etc. La vida no se puede poner más marciana. Sigo mi camino y llamo por teléfono. Me pongo a esperar sentado en un banco, al lado de una rotonda con la fuente apagada. Por cálculos y estadísticas previas me quedan unos veinticinco minutos.

        Amanece, poco a poco. Todo se va volviendo gris alrededor del banco, a lo largo de la calle, en el parque al otro lado de la rotonda. Ese gris mortecino, tenue y triste del sol que no está sobre el cemento y el mobiliario urbano. Espero a que vengan a por mí. Sentado en lo alto del banco de listones, con una resaca gástrica llamando a la puerta, la mente se me vacía y empiezo a reírme, a descojonarme pegando voces. La manifestación acústica del brote demente que estoy sufriendo se propaga. No hay nadie para verme, para mirarme mal, para apartarse de mi sitio. Me la pela la ausencia, o presencia, de cualquier gilipollas en el cuadro. Y no paro. Con las manos en los bolsillos y los hombros hacia arriba (cosas del fresco del alba) sigo riendo a gritos sin ningún motivo lógico. Estaría bien que sonase “Wicked game”, de Chris Isaak, aunque no signifique nada, solo una cuestión estética. Cada vez hay más luz.