domingo, 27 de marzo de 2011

Cruising I




         ¡Ole, ole y ole! Aurelio Memelo se había puesto toda revolada en los apenas dos minutos de un reportaje de relleno del telediario de mediodía. Lo que son las cosas. En primer lugar era raro, rarísimo, que Horrora Butrón estuviese viendo un telediario. Ella era de la opinión que bastante mierda tenía en su vida como para ponerse a ver la de los demás y el mundo en general. Por otro lado, su situación variaba poco en este existir de díos pasase esto o lo otro, mandase Zurri o Mangurri. Por eso los ratos de los informativos prefería hacer, y ver, otras cosas más simplonas y más entretenidas como los culebrones, por ejemplo.

         Ese día había caído así como podía haber caído de otra manera. Aurelio Memelo estaba en la misma habitación que una tele encendida con el espacio emitiéndose. Andaba a sus cosas, con la cabecita en stand-by y las primeras fases de una plácida digestión de cocido. En el programa había pasado ya la sección internacional con meriendas del tercer mundo, cumbres de señorones trajeados de los que trincan a espuertas y unas inundaciones en el quinto coño. También había pasado casi toda la sección de curiosidades y frikismo, ese cuarto de hora de docushow para abrir boca al deporte, verdadera preocupación patria.

        El presentador, muy veterano, muy curtido, con el culo muy pelado, lo anunció como tendencia que se estaba imponiendo en algunos parques y lugares públicos concretos de las ciudades y que se trataba de un fenómeno eminentemente gay. Ahí Horrora Butrón abrió el ojo, el ojo no, el oído (el ojo lo dejó para abrir más tarde), por un sentimiento de automatismo gremial y combativo. “¿Qué tenía que decir la mamarracha esa de la tele de los gays?”.

        Entonces dieron paso a un video hecho con corta y pega de archivo de parques, cabalgatas de algún día del orgullo a mediados de los noventa y un par de frases muy bien dichas y muy técnicas de una psicóloga, o socióloga, o cualquier otra mierda acabada en “–ologa” sobre el tema: cruising. El aquí te pillo aquí te mato de toda la vida en según y sitios pero con nombre inglés muy moderno y muy establecido de antemano, muy profesional. Lo anglosajón había llegado al joder en guerrilla. También decían que por Internet se podía buscar pero a esto Horrora Butrón, como a casi todo, llegaba tarde. Daba igual, ya había decidido que esa noche, antes del trabajo, se daría una vuelta por ver lo que rascaba. En el reportaje habían nombrado algunos sitios de y uno no le caía lejos. Joder, de gratis, con quien fuese, siempre era una alegría, y la verdad es que ella llevaba una temporada de pan con pollas. Bueno, de pollas poco, pan solo. ¡Pues eso!

domingo, 20 de marzo de 2011

El borracho

Otra pieza reciclada.”A la tercera vez ponte a pastar…”

 
        - ¡Dios es un travesti! No, un travesti no. Dios es un transformista gordo, peludo, viejo y sudado que canta canciones, en playback, de folclóricas muertas. Y en su repertorio pasado de cuplés, tonadillas, coplas... lleva el universo guiado por las miserias sórdidas de las letras que imita abriendo mucho la boca. Por eso cuándo lo ves actuar, como yo lo he visto, todo se convierte en una ilusión fantástica entre boas de plumas rosas, lentejuelas doradas y rasos de carnaval que huelen al humo de los puritos, al coñac de garrafón y al Barón Dandy que consume el respetable. Ese es el problema. Generación tras generación de tradición monoteísta judeo-islámica-cristiana, venerándolo en ortodoxias cada vez más férreas, más integristas. Todos ellos manteniendo la obligación de la creencia en el sinsentido de un ente todopoderoso y perfecto, repito, perfecto, que controla, es más, no solamente controla si no que es, el todo. Porque claro, si Dios es el universo y Dios es perfecto ¿Porqué coño el universo es entonces, simple y llanamente, caos? Esta mierda creo que es un silogismo o algo de eso...

        Se sienta, un poco al desplome, en el sofá azul. Se pone pálido, apagado, apático pero con un resto de la excitación mental que le ha llevado al discurso todavía apagándose. Demasiado borracho para acordarse de la poca filosofía secundaria obligatoria que en su día le explicara, bastante mal, un cura metido a profesor mira dentro del vaso vacío. Agita lo que queda de hielo centrifugándolo y se lo lleva a la boca por oficio, bebiéndose la maceración de hielo deshecho, pedazo blando y descolorido de limón y vodka de súper.

         No vuelve a hablar. Alrededor el tiempo pasa, obviamente. Una divina, patéticamente intoxicada, propone jugar a algo de cantar por equipos sexuados con los gestos exagerados y gelatinosos de su sobrepeso. Nadie la escucha e insiste, con idéntico resultado. Dos cretinos debaten vehementemente sobre futbol salpicando espuma de cerveza en torno suya. Entre ambos, una que ha llegado tarde lamenta el sitio y pone cara políticamente correcta a las interpelaciones que le hace cualquiera. Pide un pelotazo, bien cargado, para alcanzar al pelotón, para fluir con la catarsis colectiva del momento. Una pareja discute. Él le recrimina a ella su actitud autista, snob y grosera. Ella a él que ya deberían estar en otro sitio. Ella dispara con precisión y dureza golpes dialécticos plenos que impactan en los huecos, inmensos, de la guardia baja de él. Él carga valiente, obstinado, lanzando una y otra vez las mismas series que no llegan por mucho. No solucionan nada. Tampoco lo harán en unos de días. Él acabará claudicando, por supuesto. Alguien intenta vomitar en el lavabo disimuladamente. Se le ha ido la mano y por eso tiene los dedos índice y corazón buscando el final del paladar. Suda, babea, contrae violentamente el abdomen. Síntomas típicos con un rollo de papel higiénico en ristre. En la cocina atacan un chorizo sigilosamente. El agresor mira por la puerta cada par de segundos. Tiene hambre y asalta ansioso la nevera, cosa natural. Mastica las gruesas rodajas del embutido robado sin siquiera quitarles la piel. Le gritan que lleve un cartón de vino para mezclarlo con cola. Obedece. El resto de personas, apenas cuatro más, están de adorno. Nadie le ha hecho caso pero no le importa. No se da cuenta.

         Al cabo, el mundo decide irse por aprovechar algún bar abierto. Cogen los abrigos de la cama de un dormitorio. Él se excusa con ellos. Dice que no puede más y los despide educadamente, besos, apretones de manos, abrazos. En el descansillo meten jaleo y van desapareciendo por grupos en el ascensor. Cierra la puerta, apaga la luz y camina a tientas, tropezando con todo, hasta el sofá azul, donde vuelve a desplomarse. Se descalza y está unos minutos tranquilo, en silencio, respirando lento. Se inclina a la derecha involuntariamente, dormido ya, profundamente dormido. Algún dios, cualquier dios, probablemente contra el que ha estado perorando, le vela mientras.

domingo, 13 de marzo de 2011

El estajaero II



         La mala hostia fue creciendo a medida que avanzaba remontando por la vía de agua, todavía húmeda, sudando, con las mangas regazadas y el sacho agarrado por el cuello con la zurda. Llegó al estajaero y, en efecto, el agua estaba echada para el otro lado. El muy gilipollas, el culpable, era un desgraciado al que le importaba tres cojones todo. La señal estaba ahí, la que Honorio había dejado y, con todo, había tirado por la calle del medio.

         La señal consistía en dos piedras, las que más a mano estuviesen, puestas una encima de la otra y con algo de hierba, u hojas de algún árbol, o alguna mierda verde por el estilo recién arrancada, entre ambas. Algunos también mojaban el monumento salpicándolo de la palaera. Lo hacían para significar que la marca era fresca y no dar pie a la puta excusa del yo pensé que estaba de otra vez. Era un acuerdo tácito, un post-it rural en el que se decía “tío, no me cortes el agua que estoy yo”. Casi todas las veces no servía para nada y desaparecía de una patada. Pero la de Honorio estaba ahí plantada. Ni se había molestado, el que fuese, en eliminarla como prueba. En el pueblo el linternazo siempre estuvo, está y estará, muy de moda.

         Honorio podía haber cortado, de puta a puta taconazo, sacar para sus lechugas y dar por el culo al sinvergüenza (quién roba a un ladrón y quien jode a un jodedor). Todos se hubiesen llevado lo suyo, las lechugas vivirían y el cuento se habría acabado con happy end, moralina y mierda de final. Pero no. A Honorio, puede que por el sol del momento en la cabeza, puede que por otra cosa, la mala hostia del camino le había llegado al grado de furia, de ira que lo llenaba todo. Ya que había llegado hasta allí, siguió el fluir del agua. Pasaba flotando una bolsa vacía de arroz inflado con los colores comidos por la intemperie.

         Al otro extremo de la línea el sujeto estaba sin camisa y ya llevaba unos tres árboles aviados cuando Honorio irrumpió a sangre y fuego, mentándole toda la parentela y todo el panteón escandinavo de paso. Con decir que empezó el concierto con “¡Tú lo que eres es un cabrón!”. El otro no se vino atrás y le soltó una réplica dialéctica para discurso de premio Cervantes. Y de ahí, para adelante.

         La poca educación académica y los pocos recursos psicosociales hacen que en el pueblo la solución a los conflictos derive más a la respuesta propia de un rumiante astado que a la de un humano. Como no se sabe hablar ni tirar de boca por encima de un “hijo de puta”, se embiste. Honorio clavó el coche en el charco,. Todo se fue saliendo de madre. En apenas un par de minutos de darse voces, quizá por todo lo que llevaba encima de frustración y miserio, lo vio todo negro.

         La cabeza del sacho trazó una curva ascendente a cuarenta y cinco grados perfecta y la oreja de la herramienta entró por un lado, hundiéndose entre la mandíbula y la sien. No sonó muy diferente a clavarlo en el suelo, un poco más fuerte, quizá. El tipo se tambaleó unos pasos atragantándosele los insultos que todavía intentaba. Se metió en una de las hoyas regadas y se desplomo sobre el tronco y el barro. La señal seguía en su sitio cuando a Honorio se lo llevaba la Guardia Civil.

domingo, 6 de marzo de 2011

El estajaero I



         Un estajaero es el lugar donde el agua de riego va a una parcela, o a otra, o sigue camino abajo. En la mayoría de los del pueblo debía existir una plancha metálica para colocar por un riel sobre el sentido en que no se desea que transcurra el agua (por seguir con el intravocabulario el agua, en si, es la palaera). Por desgracia las planchas metálicas han desaparecido, las más de ellas, y ahora lo que cumple su función de Moisés es un pequeño dique de basura acumulada, barro, plásticos, sacos, piedras y todo lo que se le va pegando. Se mueve y moldea con el sacho según gusto, necesidades o ganas de joder la tana. Porque es un sitio para montar guardia militar. Es un sitio para que te roben, el agua concretamente. Lo cual es mierda, porque entre el río y el sembrado de turno hay una media de cuatro estajaeros. La miseria de inundar el arrozal en artesanal impide salir a vigilar y hacer la ronda más allá del último de ellos. Estás regando y también expuesto. Es vivir en tensión dependiendo de la cordialidad de los ruines vecinos. De los que hay bastantes que dan un santiago, cortan, maricón el último y el que venga detrás que arree. En el pueblo la tierra es la vida y la gente se engrilleta voluntariamente generación tras otra en el gilipollas esfuerzo de arrancarle algo. Sacrificando para ello lo que sea: salud, vida, dinero. No es épico, aunque lo parezca. Es algo tan estúpido como regalarle diamantes a una puta y recibir, a cambio, un besito en la mejilla. Honorio era de este tipo de gente miserable, atrasada y asquerosa que, con setenta años, dejaba todo lo que era en que no se perdiesen las fincas; que pensaba que kilos brutos de producción agraria es igual a beneficios. Los de su edad y calaña están cortados por el mismo patrón. Se justifican en películas subvencionadas de guerra y hambre. Personalmente, pienso que han tenido tiempo de sobra para superar, como algún otro más civilizado ha hecho ya, el trauma. Pero de esta, hay que reconocérselo, Honorio tenía la vez con todas las de la ley. La vez y la razón. Otras veces no pero esta si, señor juez.

         Estaba gastando su turno y le quedaban unas canillas de lechugas. Los frutales tenían ya las hoyas, profundas, anchas, plazas de toros alrededor de cada tronco, llenas de agua negra, enlodada de la tierra seca y con la superficie mansa llena de las pequeñas porquerías flotantes que había en el suelo y las que habían ido a parar ahí. Una se había desbarrado. ¡Mejor! Ese cacho se había regado a manto (mojando todo el terreno sin la limitación espacial de las hoyas).

         Unas canillas de lechugas lacias, agostadas, pequeñas, eso es lo que le quedaba. Ni un cuarto de hora. Las lechugas no valían ni el esfuerzo pero hay que ver a un campesino comerse fruta asquerosa, para la basura, bajo la excusa de haberla cultivado él mismo y el “eso no se va a tirar” para comprenderlo.

         Un vecino, de los pocos medio honrados que cree en las formas, había seguido el agua y se había interesado por la vez. Tanto que la había pedido. Pero de eso hacía bastante rato. Probablemente se lo había pensado mejor. De lo contrario hubiese estado por donde Honorio a cortar y quizá no hubiese pasado nada. Como no hubiese pasado nada con un sistema de riego acorde a las tecnologías. Pero yo no pongo el contexto. Hay lo que hay. En esto Honorio se tenía que joder, que siempre había sido de innovar poco y de no invertir capital ni medios en el negocio. Y la gente se pregunta porqué se muere el campo ¡Tiene cáncer! Lo dicho, unas treinta lechugas por regar y el agua, de repente, dejó de llegar. ¡La falta! Algún hijo de la gran puta se la había cortado.