domingo, 27 de abril de 2014

El consolador al que se le averió el GPS y acabó dentro de un bacalao II



¿Con qué autoridad puedo amedrentarle lo suficiente para que no me dé por el culo en mi trabajo? Joder, que es de dos dedos de frente, de comportamiento humano básico: en una biblioteca se esta quieto y en silencio. En otras circunstancias (principalmente, si el garito fuese mío) me lo tomaría con mayor responsabilidad y el anormal descubriría el horror de que los desconocidos, en esta perra vida, rara vez te ríen las gracias ni te consienten pavadas. Pero es que estoy aquí de paso, como el que dice, y la falta de perspectiva (en ningún sentido, vital, salarial, de futuro…) mueve a la desmotivación absoluta, y esta, a la apatía y al que pasen los días de cualquier manera (ese marasmo tan patrio y administrativo). ¡A tomar por el culo con todo! Yo intento seguir a lo mío, cada vez más crispado pero a mi puta bola. Los odio, y a la gente en general, lo suficiente como para no tentar situaciones en las que me cueste un huevo echar el freno. ¡Qué disgusto más tonto! ¡Por Dios! Y por tan poco beneficio.

Pero el gilipollas, contagiándoselo a sus amigitos, no para. Ahora han descubierto una página en la que introduces dos nombres (que ellos utilizan en combinaciones de sus conocidos para guasa) y, tras un “sesudo” cálculo, el sistema te dice en porcentajes la afinidad de ambos. Eso, que puede parecer estúpido y una manera más, de entre todas las genialidades, de desperdiciar un servicio público (la última reparación de los ordenadores de la biblioteca salió a más de cuarenta lereles cada…), es para ellos la invención de la pólvora. Chillan, saltan y patalean. Celebran a berridos cada emparejamiento infantil absurdo que sus mentes retrasadas imaginan y se putean los unos a los otros elucubrando acoplamientos aberrantes entre adolescentes feos, gordos, tarados… ¡Ale, ya me tocaron los cojones! Bueno está lo bueno pero a mi no me pagan (lo poco que lo hacen) para aguantar mandangas y llevar una guardería. Que los soporte su puta madre (la de cada uno o la gran puta madre universal). Como no puedo de mejor manera, apago el ruter de la biblioteca, para dejarlos a oscuras en su imprescindible y útil uso de Internet. Y como no hay botón que me permita desconectar unos y mantener el mío, me jodo, bailo y también me desconecto. Un pequeño sacrificio mientras cruzo los dedos para que se disuelvan de una puta vez.

A los cinco minutos el idiota cabecilla, el imbécil “What the fuck?”, empleando todo su “encantador desparpajo” se arrima a mi escritorio a informarme de que la línea está muerta. Tuerce el hocico cuando le respondo que evidentemente, que la he matado yo porque estoy hasta la minga de tenerle que decir como comportarse en una puta biblioteca. No me rechista, todo un alivio para no terminar la función jiñándome en toda su parentela difunta. Al instante han desalojado y puedo enchufar otra vez el ruter. Por fin puedo continuar con lo mío en paz: leer en un periódico digital de noticias chorras y escabrosas el artículo de un pescador noruego que se ha encontrado un consolador dentro de un bacalao. Y me recreo tanto en la chuminada que la comparto en mis redes sociales.

domingo, 20 de abril de 2014

El consolador al que se le averió el GPS y acabó dentro de un bacalao I



         El jodido subnormal es un charneguito, bueno, un charneguito no, un maketo (digo yo que habrá sus diferencias, aunque no muchas…). Es repelente, pequeñito, gordo, tetudo, con la cabeza minúscula; en resumen, un cielo de niño. Joder, a sus alturas del cuento, este debe andar ya en algún instituto (y, por mucho pisto que se crean dar vistiendo las camisetas oficiales de equipos de fútbol regionales, esos periféricos de media tabla, deduzco que será algún antro público del barrio de basura blanca dónde vivirá con sus padres y una buena remesa de emigrantes –emigrantes a los que odiarán, clasistas, porque se imaginan superiores a ellos). Cómo han cambiado los tiempos. A este pollo (que no le falta nada, hasta ligero ramalazo) en mi internado de curas (el ambiente más talegario en el que jamás he vivido) le hubiese caído la del pulpo. Ahora es que son más soft y los críos se traumatizan con nada. En el fondo es mejor, así el día de mañana los míos (que también traemos los nuestro respecto a pedrada) no tendremos que competir siquiera con su generación de gilipollas.

Creo que lo que más me crispa, por encima de los prejuicios en legítima defensa que los de su subespecie de homínidos me produce, es que el anormal no hace otra cosa que meter coletillas en inglés a voces. Debe ser la vez número treinta o cuarenta que le escucho chillar, con su voz de puta grimosa, “What’s the fuck?” como si fuese una “nigger” de Detroit en la pelu. De verdad que me dan ganas de muchas cosas: de responderle en inglés (a pesar de que crea que en el pueblo todos somos catetos de albarda, traemos por regla general los motores mejor ajustados dentro del cráneo y algunos hasta, ojo, hablamos inglés y tenemos estudios. Los tenemos porque no nos queda otra para intentar escapar del pueblo, un motivo tan bueno como cualquier otro para culturizarse) que no sea tan borderline y que no presuma de cosmopolita, que su abuela tiene mote en el pueblo y se marchó en los sesenta a currar de lo que era, una acémila, a las ciudades de moda en la época. Eso o ponerme menos retórico y estamparle dos buenas hostias a mano abierta, una a cada lado de la cara, utilizando todo el impulso de la cadera (como mandan los cánones pugilísticos de las buenas hostias). Joder, si le metiese una buena guaya estaría haciendo algo objetivamente bueno, altruista (hasta para el mocoso, una lección vital utilísima que antaño impartían los sargentos chusqueros). El problema es que, en lugar de una medalla de la diputación por el gesto altruista, lo que me comería es un marrón cojonudo si se me ocurriera, siquiera, abroncar al aborto con malos modos. Es la ley, soy el que cuida la biblioteca, es mi curre y el crío un usuario, debo atenerme a unas normas. Por el básico interprofesional no me nombraré sheriff y redimiré al planeta de su negro futuro de retraso mental. Para eso está la ONU ¿No?

domingo, 13 de abril de 2014

Oportunidades II



            En el portal del hotel donde nos han convocado dos indios, que han pasado antes que yo por el trámite, hablan en lo suyo comentando la jugada. Se las prometen muy felices desde el principio. Antes de entrar y que nos soltaran la charla, mientras esperábamos en una de las butacas de diseño de la cafetería del hotel (cuatro estrellas muy asépticas, minimalistas, funcionales pero informales), coincidí con ellos alrededor de la mesa. Fue un momento de evaluar a la masa que se iba congregando. Los unos nos mirábamos a los otros rebuscando defectos que nos convenciesen que éramos más aptos que los demás para el puesto. Ellos entonces, en un gesto de buenísima crianza, nos preguntaron (había otro chaval en la mesa hasta hacer el póquer de desgraciados mendicantes de curre) por el número de idiomas que conocíamos. Lo de los idiomas era un requisito del empleo, por eso de ser una empresa enorme, cosmopolita, internacional. Los indios (no apaches, de los de los dioses raros y el curri) se interesaban para colgarse el moco de que ellos venían con seis. Lo dijeron en el tono prepotente del que se cree la polla en bote y habla con mindundis. Y yo, con solamente dos (el de la madre patria que me parió y el de la pérfida Albión), quizás fuese verdaderamente un pelanas a la hora de competir por el puesto. Cuando el otro chaval les interrogó cuales, se desmarcaron una retahíla de dialectos chorras y friáis del subcontinente. Lo mejor fue cuando especificaron que uno de ellos era igual que otro solo que escrito con distinta tipografía. ¡Jodo floro! Entonces los japoneses, por definición, traen también un par: el escrito con los dibujitos y el latino. No me descojoné en su cara de milagro, por columpiados, de milagro. Además, bastante tenía con preocuparme por lo mío, esa entrevista que me ha salido tan mierdera. Más adelante, coincidió que en la fila del matadero, el par de Ghandis tan adorables estaban unos puestos por delante de mí. Como todos los demás, llevaban su currículum en la mano, un folio mugriento, trillado, con señales de paliza. En el, impreso en blanco y negro, mayúsculas y subrayado, rezaba que su educación académica terminaba en el instituto. Poniéndome en su lugar de hijos de puta sin alma (sólo un hijo de puta sin alma se lía a tocar los cojones con cositas como lo de su interés por los dones de lenguas de los demás), me alegré de su mediocridad. En el fondo todos estábamos peleando como perros por lo mismo. Ellos o yo, ahí se resumía todo, y ellos no habían tenido ningún cuidado en disimularlo (como hacíamos los demás para no parecer hienas y que la buena imagen nos reportase puntos a favor).

            Los ignoro y aprieto el paso. Quiero llegar a casa pronto y cambiarme. No es plan de mancharme el traje y que me llamen para mañana. A pesar del asco de entrevista, escarbo todos los puntos buenos que aporto (aunque ni siquiera sé si llegarán a evaluarlos) a lo que están pidiendo. Por la perra esperanza, esa puta que nos calienta los cascos para que la hostia de después haga más daño, me vengo arriba. Tanto que cuando estoy saliendo del metro voy pletórico y aguardo su llamada emplazándome para la siguiente fase del proceso selectivo como el que da la cosa por hecha. Con auto-modestia interior (un miedo irracional a que por pensar en ello se me gafe) hago planes de lo que sería conseguir ese trabajo. Ya se me ha olvidado el fiasco de la mudita de los cojones y la imagen bochornosa que he dado. Tiempo tendré para deshincharme a lo largo de la tarde, cuando los minutos superen el plazo marcado hasta más allá de la espera coherente. De momento me paro en un colmado de paquistaníes (hoy el día está temático) a comprarme el desayuno: algunos bollos, una lata de bebida energética, unas galletas con tropezones de chocolate que tienen mejor pinta en el dibujo del envoltorio que en la vida real, una chocolatina rellena de caramelo… Cualquiera que me vea en este instante, pensará que vengo antes de la resaca de una boda (el amanecer del que empalma) que de una entrevista de trabajo. Así pasan las oportunidades, sin quedarse a saludar siquiera, dejando su regusto de resaca triste. Por la tarde, como estaba de suceder, no me llaman y le echo la culpa a la tiparraca, por hablar tan bajito.

domingo, 6 de abril de 2014

Oportunidades I



            Pero, ¿Porqué cojones habla tan bajito? Sube el volumen, chacho puta, que no te oigo una mierda y esto, por eso mismo, esto se está yendo a tomar por el culo por la vía rápida. Me ha tenido que repetir todas las preguntas que me ha hecho, algunas hasta cuatro veces, y solamente me ha dejado responderle monosílabos o frases de cuatro palabras (ahí estamos, sin adjetivación ni complementos circunstanciales de ningún tipo; muy lacónico, para parecer todavía más bobo y perder oportunidades de defenderme, de demostrar). En el fondo tengo la derrotada sensación de que le puedo contestar cualquier cosa porque, total, ya estoy vendido. No la oigo, por eso la pido que me repita las preguntas y lo que en realidad parece es que no tengo ni zorra idea de inglés. Y eso no es así. Quizás no sea el jodido Shakespeare y mi verbo ametralle la gramática más ortodoxa de su graciosa majestad británica como un miliciano borracho a un montón de civiles en cualquier limpieza étnica africana; no discuto que en eso la pifie, pero me manejo lo suficiente para haberle cortado (como cuentan las trágicas epopeyas de mis anales – anales de archivos, no del esfínter- ) un señor traje a un par de glaciares (y estrechas) escandinavas. Las cuales, a pico y pala en lo de Churchill (recordemos, premio Nobel de literatura en el año cincuenta y tres… ¡Tócate los cojones!) me conseguí hacer (modestia aparte). Con lo que no  jodamos la marrana, tía pelleja, habla más alto y no me hagas el puto truco, que me estoy jugando mucho ¡Copón!

            Pues no, en lugar de hablar más alto me da las gracias por haber venido. Evidentemente me lo tiene que repetir, aunque esto se lo pillo antes porque su lenguaje corporal, hasta el momento tan neutro, lo indica amable pero firmemente: puerta, chaval, y que pase el siguiente. Venciendo el hundimiento de un fracaso más (aunque le haya puesto mucha ilusión a este negocio, no es más que otro eslabón de la misma cadena de pifias, casi idéntico a los demás) y la consiguiente ira homicida que me invita a estamparle la carpeta de plástico transparente que sujeto entre las manos en su jeta tan profesional, le deseo buenos días acompañando las palabras con un gesto de cabeza que creo que me da un aire muy mundano (mentira puta). Salgo de la sala y los pasos que me conducen a la puerta me desasosiegan. La entrevista ha durado apenas dos minutos. No he podido demostrar nada y he parecido un inoperante con el inglés, requisito indispensable e idioma de esta pavada. Pero las entrevistas de los demás (los que han pasado antes que yo) han durado más o menos lo mismo. También les he dejado el currículum y (viendo lo que algunos de los otros ha presentado) puedo tener algo de revancha. Todos estos pensamientos solamente son basura. Las normas del evento dictan que a los seleccionados para el siguiente paso del proceso de selección los llamarán esta tarde sobre las seis. Ahora a la puta faena del esperar, no queda otra. En el descansillo de la escaleras me acomodo la corbata ¿Habré hecho bien poniéndome el chaleco del traje? Detrás se queda una cola de gente (eufemísticamente “candidatos”), como para unas dos horas, todavía por pasar el trámite.