domingo, 20 de abril de 2014

El consolador al que se le averió el GPS y acabó dentro de un bacalao I



         El jodido subnormal es un charneguito, bueno, un charneguito no, un maketo (digo yo que habrá sus diferencias, aunque no muchas…). Es repelente, pequeñito, gordo, tetudo, con la cabeza minúscula; en resumen, un cielo de niño. Joder, a sus alturas del cuento, este debe andar ya en algún instituto (y, por mucho pisto que se crean dar vistiendo las camisetas oficiales de equipos de fútbol regionales, esos periféricos de media tabla, deduzco que será algún antro público del barrio de basura blanca dónde vivirá con sus padres y una buena remesa de emigrantes –emigrantes a los que odiarán, clasistas, porque se imaginan superiores a ellos). Cómo han cambiado los tiempos. A este pollo (que no le falta nada, hasta ligero ramalazo) en mi internado de curas (el ambiente más talegario en el que jamás he vivido) le hubiese caído la del pulpo. Ahora es que son más soft y los críos se traumatizan con nada. En el fondo es mejor, así el día de mañana los míos (que también traemos los nuestro respecto a pedrada) no tendremos que competir siquiera con su generación de gilipollas.

Creo que lo que más me crispa, por encima de los prejuicios en legítima defensa que los de su subespecie de homínidos me produce, es que el anormal no hace otra cosa que meter coletillas en inglés a voces. Debe ser la vez número treinta o cuarenta que le escucho chillar, con su voz de puta grimosa, “What’s the fuck?” como si fuese una “nigger” de Detroit en la pelu. De verdad que me dan ganas de muchas cosas: de responderle en inglés (a pesar de que crea que en el pueblo todos somos catetos de albarda, traemos por regla general los motores mejor ajustados dentro del cráneo y algunos hasta, ojo, hablamos inglés y tenemos estudios. Los tenemos porque no nos queda otra para intentar escapar del pueblo, un motivo tan bueno como cualquier otro para culturizarse) que no sea tan borderline y que no presuma de cosmopolita, que su abuela tiene mote en el pueblo y se marchó en los sesenta a currar de lo que era, una acémila, a las ciudades de moda en la época. Eso o ponerme menos retórico y estamparle dos buenas hostias a mano abierta, una a cada lado de la cara, utilizando todo el impulso de la cadera (como mandan los cánones pugilísticos de las buenas hostias). Joder, si le metiese una buena guaya estaría haciendo algo objetivamente bueno, altruista (hasta para el mocoso, una lección vital utilísima que antaño impartían los sargentos chusqueros). El problema es que, en lugar de una medalla de la diputación por el gesto altruista, lo que me comería es un marrón cojonudo si se me ocurriera, siquiera, abroncar al aborto con malos modos. Es la ley, soy el que cuida la biblioteca, es mi curre y el crío un usuario, debo atenerme a unas normas. Por el básico interprofesional no me nombraré sheriff y redimiré al planeta de su negro futuro de retraso mental. Para eso está la ONU ¿No?

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