domingo, 26 de junio de 2011

Cortos I


 
         A Horrora butrón el madrugar; el vía crucis en bus urbano, la media hora de brazos cruzados esperando que se preparase todo; el ensayo general sin ton ni son; el vestirse de faena un domingo; el echarse todo el pote de amanecida y amalgamarse el rimel de hoy con el de ayer y con las legañas; el estar rodada de desconocidos que no la hacían ni puto caso (todos muy profesionales y muy metidos, con mucho misterio y mucho coco, como los toreros malos); el rato, mucho, de mamarracha esperando en una silla de comedor con el culo medio para allá (el de la silla, el suyo solamente plano) y las juntas desencajadas; el estar como en misa y el café con leche frío, de solera en baso de plástico con bollo suizo le compensa, de momento. Por matar el rato repasa su papel: Tiene que abrir una puerta, entrar con las pintas de trabajo taconeando a paso español, pararse, mirar para un cactus pequeño sobre una mesa camilla y decirle “¿Porqué has vuelto?” muy a lo folclórica, o mejor dicho, muy a lo mascota de folclórica. Y en eso anda, con el “¿Porqué has vuelto?” dale que te pego en voz baja, para ella misma. Es que hay que estar calladita como las putas para que, entre otros males, el del micro grande y el palo largo (¡Qué fálico!) no gruña. Es fácil. De reojo sigue el pasar de la filmación. Lo que mas le ha llamado la atención era la claqueta blanca. Deduce al verla, en sus entendederas de artista de otros palos, que allí hay nivel, Maribel. Por eso, aunque esta más aburrida que el copón y hasta el coño de tanta pamplina, no da guerra y espera tranquilita que le toque a ella: “¿Porqué has vuelto?”, “¿Porqué has vuelto?”, “¿Porqué has vuelto?”, “¿Porqué has vuelto?”…

         De repente, uno de los que mandan y organizan, le avisa por señas para que se prepare. En su día le dieron unas diez fotocopias con el guión. Por supuesto no lo miró ni una vez. Era leer mucho por tan poca cosa. Cuando la convencieron le explicaron lo que tenía que hacer y cómo. Ni falta que hacía, ni falta que hace. Horrora Butrón tenía, y tiene, todas las tablas que se pueden tener encima, después de tantos años y tantas malas noches. Nadie le iba a enseñar el oficio y esto era más fácil que un escenario: sin público, parando y empezando las veces que hiciese falta, con tranquilidad. Lo suyo, con el arte que dios le dio, lo despacha en dos viajes y para casa. Los cincuenta euros en b, como todo en la vida. Supone que se los pagarán antes de irse aunque no haya hablado, candida de ella, el cuando. Se ha metido en berenjenales peores que este, si señor. Y solamente por un rato, un rato que se empieza a alargar media mañana ya.

domingo, 19 de junio de 2011

Epifanías III


 
         Un asqueroso regusto a donut, saliva pastosa de madrugón y ácido estomacal le sube en el eructo. Lo frena arriba, tapándose con la mano el hocico, por si acaso. Después lo suelta silenciosamente exhalándolo, con la expiración, por la nariz. Se puede hacer. Es como echar el humo del tabaco. No suena pero huele (en los casos en que el eructo huela per se) igual. Como un tiro con silenciador, un pedo sordo por otro lado. Humor de esfínter, todo un clásico (como la misma frase “todo un clásico”). Este huele un poco pero se mimetiza en los olores y alientos del personal presente: café, con y sin gota; dientes que no se lavan; metabolismo acelerando para poner a tono que usa el esófago de tubo de escape… el metro no huele bien nunca, y por la mañana temprano, que es todo más triste, mucho menos.

         Las paradas pasan. Mira el nombre de las estaciones por la ventanilla. Lo mira en el croquis de línea del vagón. Cuenta lo que le queda. Repite las tres o cuatro siguientes como un mantra (para los iluminados del exotismo) o un rosario (para las beatas de toda la vida). Son obsesiones-compulsiones para pasar el rato y de andar por casa, como la felpa. Le entra modorra, se pone a pensar (o al revés, da lo mismo). Se está yendo. Vuelve. Depende del enfoque, el espacio, al contrario del tiempo y aunque sea de forma limitada por razones fisiobiológicas, no es unidireccional. La mochila entre las piernas bien vigiladita. La gente, con cara de mala hostia, se evade como puede cada uno a lo suyo. Todos están lejos y les gustaría estarlo.

         “… lo que de verdad está de puta madre es cuando todavía se es pobre, y se está jodido y quemado. Entonces es cuando nace la casta y la violencia de un mal defensa psicópata al que la grada adora. Que la grada adora a todo aquel que es capaz de echarle huevos y reventar de un patadón al delantero niñato, bonito, mimado, que todos queremos ser y nunca seremos. Porque entonces la cosa, lo que se hace, tiene gracia, y rabia, que es lo suyo. Por eso lo peta y es nuevo, y maravilloso. Después de eso se agarra uno a lo de siempre saturando el momio una y otra vez hasta que la gallina de los huevos de oro está tan dada por el culo que, como todas las viejas glorias (puede que como todas las viejas a secas), solo quiere morirse tranquila en una residencia de las que no salen en el telediario funcionando en automático y asistiendo a un homenaje (prepóstumo) cada tanto. La misma coña una y otra vez, cada una de ellas con menos gracia…”

         En eso está porque los mitos se caen y los dioses se mueren (la mayoría de veces comidos de achaques y haciendo disparates por la demencia senil). Está enfadado con el mundo y el arte porque no le gusta un libro. Le parece lo mismo de siempre pero aguado, bien bautizadito: editor que aprieta, estatus económicos que no se mantienen solos… Ha perdido un autor, como el que pierde cualquier cosa, de su ultraortodoxa lista ¿Es hipercrítico por perdedor? Quizá. O solamente está amargado. Se puede pajear mentalmente con que el fracaso del admirado refleja el suyo acentuándolo pero, como hemos dicho, sería una paja mental más. El libro en sí puede que no sea malo. La subjetividad es tan puta en un metro a las siete de la mañana. Se marcha y todo se acaba. Le queda el sedimento del eructo en la boca ¡No se pasa el muy cabrón!

domingo, 12 de junio de 2011

Epifanías II

        Los domingos paseo por el centro, como todo el mundo. Por eso está hasta los cojones de gente. Por lo de estar hasta los cojones, de gente y él mismo, lleva cada pulgar de cada mano en cada bolsillo del pantalón correspondiente. Mantiene contacto físico, mediante el gesto, con la cartera y el teléfono móvil respectivamente. Le vendimiarían el setenta por ciento de todo su dinero si algún pícaro de sainete castizoide (actualmente ya hay otras tipologías más comunitarias económicas europeas para estos oficios artesanos) le limpiase eso y la documentación, que renovar todas las mierdas sale por un pico en “trámites” (ingreso de tasa cual con impreso pascual en su caja o banco más cercano, a ser posible uno mayoritario y que así no se disperse la macro riqueza). El móvil le importa menos. Lo vigila por la pérdida, que se esmeraron en educarlo a conservar las posesiones, aunque no le gusten o esté harto de ellas. También porque hoy por hoy es imprescindible tener uno para ser, aunque el aparato tenga los meses necesarios para alcanzar el grado de chatarra y, de los mil y un usos obsoletos del terminal, apenas haya utilizado una docena.

         Ha bajado en bus. Han bajado en bus. Va acompañado y guiado turísticamente. Un cambio sobre el tránsito a oscuras de gusano que supone el metro. En el autobús se puede mirar por la ventana. En el metro miras a la ventana para ver, indirectamente por el reflejo, lo que tienes al lado (tranquilo, el-ella hace lo mismo contigo). Recorren una calle atestada esquivando con la cintura, mano de santo para los deportes de contacto, en una eternidad. En la plaza, todavía con más índice demográfico y neurálgica donde las haya, se paran en el gallinero de un espectáculo folclórico-performance atraídos por el magnetismo curioso, apático, del círculo congregado. Él se queda detrás. No le gustan los espectáculos callejeros, por todo lo inesperado, lo improvisado y la falta de estructura del ambiente, y modo, en que se producen. Tampoco le gusta pararse en un lugar donde todo lo demás se mueve. Es más fácil y más confortable fluir disimulando. Solo ve partes de atrás de cabezas y no piensa en nada concreto. Mira los espacios vacíos (suelo, cielo, huecos…) porque mirar fijamente es un signo animal de agresión muy desagradable en el puntito de hostilidad ambiental de las ciudades. Alguien se aburre y continúan con el paseo hablando perogrulladas para matar el tiempo.

         Suben por una calle muy famosa por sus putas, que la hacen (la calle, me refiero), por nacionalidades y gremios, como el que hace pasillo y cordón en un desfile mientras esperan que salte un espontáneo.

         “…Algunas son horrores de feria (cosa, como ellas mismas, importada del extranjero, creo, que aquí las ferias tenían más verbena, atracciones y menudeo de ganado mayor y menor que deformados ¿O no? No lo sé, cuando yo nací la noria ya estaba más que pasada). Otras son hermosas, exóticas, dignas de que cualquiera se las colgase del brazo y presumiera. Muchos de los que pasan en parejita las miran de refilón, los muy lilas, atados al pesebre y sin beber, que los van a capar. ¿Qué llevarán por dentro? ¿Venéreas? ¿Traumas en cirílico? Eso para los reportajes manidos de corte social de la tele vespertina, antes del corazón. Por miarlas, también las miran sus padres de mancebía en chándal y llenos de oro brillante. ¿La mugre se lo lustra? Los pobrecillos no llegarán ni a sargento. Los oficiales de estas tropas, como los de cualquier otra, visten mejor. Por lo menos más caro. Se hacen tantas cosas con dinero. Con mucho las trataría cinco minutos como a reinas…”.

         Eso es lo que llena la cabeza de un gilipollas. Pasan tirando de lugares comunes y coñas trilladas sobre pilinguis. Tuercen a mano izquierda. Completan la vuelta al ruedo saludando y olé. Se toman unas cañas en un bar. La ultima ronda la anuncian y el camarero, muy ladino y muy hijoputa, les pone la tapa de lo que tienen para la basura, o casi. Después vuelven a casa, cenita ligera y a acostar tempranito, que mañana es lunes y hay que madrugar. Él no, mañana, como ningún otro día, no tendrá que hacer nada, ni madrugar. Se pone a leer hasta las tantas un libro prestado que él mismo regalara a su legítimo poseedor en un cumpleaños.

domingo, 5 de junio de 2011

Epifanías I


 
         “Te has leído unos cuantos libros de los topicazos de la literatura grosera. Por eso te piensas que eres uno de sus héroes, tan autobiográficos ellos, y te sientes la polla bebiendo mucha cerveza y entrándole a obesas mórbidas (algunas, muchas, de las cuales, te mandan a tomar por el culo y te dices a ti mismo que eso te gusta. El rechazo, no lo del culo, que a eso todavía no te has puesto). Vas de autodestructivo y eres un mierda, un mierda blandito que hace flexiones, pesas y abdominales porque, camino de la treintena, todavía tiene complejo. Te siguen dando brotes de ira y vergüenza cada vez que recuerdas quien y lo que te llamaban de niño, en todas partes. Cuando estudiar era lo único que sabías hacer y las gafas más horribles de pasta (las metálicas de provocaban heridas y sarpullidos, cutre hasta para eso) color marrón tono heces marcaban una, la tuya, mala socialización. Pero no hacías nada y no haces nada. Usas excusas a cientos, aunque cada vez menos porque total, para qué. Lo que sabes cierto es que te da miedo el fracaso, mamón, maricón. Es lo único que te da miedo. A todo lo demás yo te atreves por eso, por fracasar, otra vez. Hace un tiempo todavía tenías expectativas, sueños, algo de esperanza. Echabas los Euromillones alguna semana y el día antes del sorteo te hacías pajas mentales (también de las otras, como siempre) siendo rico, exitoso, habiendo acertado. Pensabas en lo que comprarías y harías, y era algo. Que en el fondo eres pragmático y sabes que todo es éxito, que es lo que te hace falta, por poco que sea y en la cosa que sea. Pero tú no lo tienes. Ya ni lo quieres. A estas alturas del cuento podrías ser perfectamente un tiesto. Un tiesto hace algo: suele ser bonito, da olor, buen olor… Tú, lo siento, ya no, ya ni eso. Podrías ponerte a llorar. Sería algo y nadie, ni tú mismo, tiene fe en ese algo. La esperanza es lo último que se pierde ¡Valiente chorrada! Si es así tú ya no tienes nada, no tienes ni esperanza ¡Te hundes!”…

          No está teniendo una puta revelación, ni nada por el estilo. Ni siquiera se dice todo eso como evaluación, mejor o peor, pero evaluación. Solamente es que son las dos de la tarde, no ha comido y lo que ha estado bebiendo desde las once más o menos se le empieza a bajar. Ahora todo es depresión y está tirado en la cama, cansado y escaqueado. Lleva desde las siete de chico para todo, subiendo y bajando cosas, haciendo recados. Aunque no lo hayan deslomado, ni mucho menos, el estar pendiente y la tensión que siempre exige el hacer algo lo han vaciado. Abajo, más allá del descampado, pasando el agujero en la alambrada, estarán a lo suyo. Dijo que se subía a por alguna mierda. Lo que ha hecho, en realidad, ha sido plantar un pino y tirarse después en la cama. No es, nunca lo fue, buena idea dejar al cargo del rancho y la bebida a alguien al que le importan tres cojones su imagen y sus intoxicaciones. No se duerme del todo. Está en ese momento donde la mente se ablanda y unas cosas se mezclan con otras: realidad, recuerdos, ideas, gilipolleces. Se siente mucho asco en este delirio, le ha dado por ahí. Es que se está poniendo resacoso. Unos veinte minutos después el móvil zumba repiqueteando en la madera de la mesita y comienza la marcha militar alemana de musiquilla (dar la nota). Responde todavía arrancando. Que baje algo. Va cogiendo tono ascensor abajo. Cruza el descampado. Se fija, por primera vez, en un vehículo comercial aparcado con pinta de haber sido “hecho” por las malas. Pasa por el agujero en la alambrada. En la hierva se pone a caminar a saltitos, por si las garrapatas y las cacas de perro (temores atávicos).