domingo, 25 de enero de 2015

La raza de los héroes I



            El puto manzano es una mierda. Nadie ha tocado semejante flor de cuba desde que lo plantaron y ahora quieren que lo pode, sin tener ni zorra idea, con más cuidado que un bonsai. Para rematar son las tantas del mediodía, lorenzo me arrea en el melón con todo su poderío, y estoy hasta los cojones. Hace como dos horas que un viejillo, abuelo cebolleta que se supone que guía la labor en la plantación, se ha metido un bureo por aquí y, después de verle los cojones, ha dicho que era macho. Total, que el curre cabrón de media mañana se ha ido a tomar por el culo y estamos repasando lo ya hecho, con lo que eso trae de pérdida de significado y de vacío humano. Me la pela en el fondo. Desde bastante antes voy tirando a huevos, a lo vieja escuela, apretando los dientes, el culo, y rebuscando esfuerzos épicos a los que agarrarme. ¿Qué es piojoso? Evidentemente. Pero el que lo haga mejor, que se presente. Demasiado tengo con no tirar las tijeras al suelo y que esto lo termine su puta madre. O el viejillo cabrón, que tanto sabe.

            Volviendo al manzano de turno, el tallo cae a mi lado de la hilera. Aunque lo mismo daba que tirase al otro. El sudas de ese lado vuelve a andar matándolas, haciendo fotitos de las hormigas o del universo entero. Ya ni sirve probar conversaciones sucias con él, o cafres-grotescas, el alma del currela. El resto de la cuadrilla más de lo mismo. Estamos desarbolados, rotos y ya no nos queda nada. Una semana como las putas y estamos gastados, vacíos, cetrinos, secos. Eso sí, los capataces son majos: en medio de la rotura tienen las puertas de la furgoneta abiertas y la radio a toda hostia. Es una cadena de radio formula que calza las mismas canciones cada cuarto de hora y tiene un jingle repetitivo absolutamente asqueroso que taladra la cabeza como un tormento inquisitorial. Su pop pachanguero y temazos variopintos no levantan el cuajo. Sigamos. Le meto a la rama principal lealmente, en todo el medio, cargando el pecho sobre los mangos de las tijeras, contribuyendo al marcado muscular de truyo que se aviene con cada esfuerzo. Más tarde, en la ducha, será motivo de orgullo onanista ver trabajar las fibras musculares bajo la piel; pero ahora mismo no me lo planteo, solo cargo el peso y corto las ramas. El arbol queda mutilado. Siego un par más y queda aviado. Seguro que no está bien. Me importa tres cojones. Paso al siguiente.

domingo, 18 de enero de 2015

Movimiento obrero II



            Entonces una de la línea de producción pasa a su lado camino de alguna parte como el pegajoso retrete de la factoría. Se miran de reojo. Cazada mutua. Ella fija, sin echarse atrás, y se desmarca una sonrisa de película, despacito, a cámara lenta y toda la hostia. Al pringado le tiemblan las piernas de la sonrisa. Ha sido como un escopetazo de algo bonito en plena puta cara. Se tambalea en cualquier dimensión de su persona. Ella se aleja entre la maquinaria. Instintivamente la mira el culo. Éste no se sabe si sonríe o refunfuña por los vaqueros que lo tapan. Lo único que se diferencia allí son unas bragas. Según gustos, algunos las preferirán a la vulgaridad ramplona de un tanga.

             A nuestro pobre mierdecilla la sonrisa, tan cinematográfica (es un asco eso de contextualizar todo a base de películas; pero es lo que hay…), lo levanta para arriba. Otra sonrisa, esta más ratonil y disimulada, se le esclarece al memo. Irradia felicidad pura, efímera, momentánea. Una emoción contenida a oleadas, amor destilado. Las siguientes cajas de manzanas las empaqueta en un instante. Como las cosas no pueden, ni deben, ser perfectas, en todas cuela piezas malas, con golpes y con pequeños puntos de podredumbre. Los jefes, quizás perezosos para controlarlo, quizás conscientes del porqué, pasan por alto las taras. Camufladas en el palé, sus cajas de mala calidad van adelante.

            Las dos horas siguientes el moñas se las pega pensando en la nada, admirando al grupo de mujeres al que pertenece la de la sonrisa. Son unas morillas que cada mañana cogen una furgoneta, se meten nueve horas bregando como mulas y en ningún momento pierden la vitalidad, la alegría. Son tías raciales, orgullosas, fuertes, hermosas en un sentido esencial. Por supuesto, están fuera de cualquier alcance o intentona. Eso las termina de perfilar.

            Pese a todo, asumiendo sus riesgos, juegan con los pelanas (y sus corazones de babuino), los descamisados que gastan el sudor y el tiempo en la fábrica. Coquetean y sonríen, tontean y se dejan admirar por instinto. Sin que nadie se empane de ello, su vida contagiosa, como una puta peste, sostiene sobre sus espaldas la cotidiana pelea contra la desesperación del sitio. Heroicas, sin premio, automáticamente se convierten en diosas cuando consigues desentrañar su papel como Atlas y te dejas salpicar por su espíritu. Esta puta gallarda mental se casca en el último tramo de la jornada, evocando la sonrisa.

            A la salida, desde un tramo de escalera que conduce a la puerta, la mira el culo por última vez. Entonces se le ocurre. Ve con claridad prodigiosa la simbología de los patriarcas bíblicos ¿Qué hay mejor que conseguir una de esas mujeres, montar una tienda de campaña en desierto, criar cuatro cabras y pasarse la vida disfrutando, teniendo un montón de chiquillos, discutiendo con ella día si y día también, ser feliz absolutamente y palmarla al cabo? Esa es la perfección, el pleno. Esas son, o deberían ser, las mujeres de verdad.

viernes, 9 de enero de 2015

Movimiento obrero I



            Este relato es una mierda. Estrictamente, incluso una puta mierda. Y lo es por muchas razones. Una de ellas es que su esencia, la idea miserable que lo impregna y que debe transmitir, está más trillada que el copón. La puedes encontrar, y mucho mejor expuesta que aquí, en “Perfect day” de Lou Reed, por ejemplo. Así te llevará menos tiempo, será menos coñazo y disfrutarás de una buena y auténtica manifestación artística. El resumen (antes de que empieces te destripo el meollo), simple: “you just keep me hanging on”; solo eso.

            La fábrica procesa fruta. Selecciona y empaqueta en cajas manzanas rojas, manzanas verdes, manzanas grandes, pequeñas, manzanas soleadas y golpeadas, algunas (pocas) impolutas, capaces de tentar a la madre primigenia o sembrar la discordia entre las diosas más perras del olimpo… por standards alfabéticos que nadie entiende. Todo esto suena más especial que la realidad.

            La sangre de la maquinaria, los pobres desgraciados que, una por una, observadas y volteabas, las palpa a gusto del futurible consumidor, son más cercanos a la idea de que con cada manzana cogida, un pedacito del alma desaparece para siempre. No es épico, no es bonito, no es poético. ¡Coño, es una fábrica! Y aunque entre una mina galesa del siglo diecinueve y esto existan “sutiles diferencias”, sigue siendo un lugar que se nutre de la vida de la gente. El jodido Lenin seguro que tendría una  teoría al respecto. Hasta, puede, que una solución.

            A unos tres cuartos de hora del descanso para el desayuno (cuarenta minutos, ni uno más y, si tercia, alguno menos), el panoli se apoya contra  la placa metálica de la cinta transportadora entrando en el vacío y la nausea humana. Lo bueno es que ha automatizado los movimientos. Los va clavando rítmicamente, marcando el paso, a lo galera, con cada par de manzanas introducidas en los envoltorios plásticos. Eso facilita la evasión mental. Por dentro se queda sin nada, como un sumidero tragándose la pila de agua sucia entera. Lo malo es que la animalización, la ataraxia, están ya cerquita. Se embrutece imperceptiblemente mientras canturrea un estribillo mugriento que lo sostiene físicamente.

domingo, 4 de enero de 2015

Mañanas Iggy Pop III



Las mañanas Iggy Pop eran, la noche anterior, el problema del mañana. Por eso bebíamos hasta la bestialidad. Era como comerte una lata para matar el hambre. El problema vendría a la hora de jiñarla más adelante. Ese era el problema del mañana, el del ahora (el hambre) quedaba aviado jalándose la lata y punto. El mañana ya se encargaría de sus negocios. Así, más o menos, funcionaba la mecánica de las mañanas Iggy Pop. Esa era la razón de que no desistiésemos heroicos ante la parte mala que debíamos afrontar en cada resaca. El problema del ahora, durante esas noches, se derretía lentamente e el alcohol hasta su disolución plena en el infame escurriajo del fondo de cada baso. Por eso quizás no puedo identificarlo, al problema del ahora, con certeza. Señal de que con cada borrachera lo arreglábamos. El del mañana, como siempre, ya se vería durante todo el largo día siguiente.

¿Por qué nos comportábamos así? Pues ni puta idea: ¿Para fundirnos con el universo?, ¿Para lograr la ansiada y definitiva ataraxia completa? Elige la que te salga de los huevos si necesitas una excusa. A mi me vale lo mismo una que otra.