domingo, 18 de enero de 2015

Movimiento obrero II



            Entonces una de la línea de producción pasa a su lado camino de alguna parte como el pegajoso retrete de la factoría. Se miran de reojo. Cazada mutua. Ella fija, sin echarse atrás, y se desmarca una sonrisa de película, despacito, a cámara lenta y toda la hostia. Al pringado le tiemblan las piernas de la sonrisa. Ha sido como un escopetazo de algo bonito en plena puta cara. Se tambalea en cualquier dimensión de su persona. Ella se aleja entre la maquinaria. Instintivamente la mira el culo. Éste no se sabe si sonríe o refunfuña por los vaqueros que lo tapan. Lo único que se diferencia allí son unas bragas. Según gustos, algunos las preferirán a la vulgaridad ramplona de un tanga.

             A nuestro pobre mierdecilla la sonrisa, tan cinematográfica (es un asco eso de contextualizar todo a base de películas; pero es lo que hay…), lo levanta para arriba. Otra sonrisa, esta más ratonil y disimulada, se le esclarece al memo. Irradia felicidad pura, efímera, momentánea. Una emoción contenida a oleadas, amor destilado. Las siguientes cajas de manzanas las empaqueta en un instante. Como las cosas no pueden, ni deben, ser perfectas, en todas cuela piezas malas, con golpes y con pequeños puntos de podredumbre. Los jefes, quizás perezosos para controlarlo, quizás conscientes del porqué, pasan por alto las taras. Camufladas en el palé, sus cajas de mala calidad van adelante.

            Las dos horas siguientes el moñas se las pega pensando en la nada, admirando al grupo de mujeres al que pertenece la de la sonrisa. Son unas morillas que cada mañana cogen una furgoneta, se meten nueve horas bregando como mulas y en ningún momento pierden la vitalidad, la alegría. Son tías raciales, orgullosas, fuertes, hermosas en un sentido esencial. Por supuesto, están fuera de cualquier alcance o intentona. Eso las termina de perfilar.

            Pese a todo, asumiendo sus riesgos, juegan con los pelanas (y sus corazones de babuino), los descamisados que gastan el sudor y el tiempo en la fábrica. Coquetean y sonríen, tontean y se dejan admirar por instinto. Sin que nadie se empane de ello, su vida contagiosa, como una puta peste, sostiene sobre sus espaldas la cotidiana pelea contra la desesperación del sitio. Heroicas, sin premio, automáticamente se convierten en diosas cuando consigues desentrañar su papel como Atlas y te dejas salpicar por su espíritu. Esta puta gallarda mental se casca en el último tramo de la jornada, evocando la sonrisa.

            A la salida, desde un tramo de escalera que conduce a la puerta, la mira el culo por última vez. Entonces se le ocurre. Ve con claridad prodigiosa la simbología de los patriarcas bíblicos ¿Qué hay mejor que conseguir una de esas mujeres, montar una tienda de campaña en desierto, criar cuatro cabras y pasarse la vida disfrutando, teniendo un montón de chiquillos, discutiendo con ella día si y día también, ser feliz absolutamente y palmarla al cabo? Esa es la perfección, el pleno. Esas son, o deberían ser, las mujeres de verdad.

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