Entonces una de la línea de
producción pasa a su lado camino de alguna parte como el pegajoso retrete de la
factoría. Se miran de reojo. Cazada mutua. Ella fija, sin echarse atrás, y se
desmarca una sonrisa de película, despacito, a cámara lenta y toda la hostia. Al
pringado le tiemblan las piernas de la sonrisa. Ha sido como un escopetazo de
algo bonito en plena puta cara. Se tambalea en cualquier dimensión de su
persona. Ella se aleja entre la maquinaria. Instintivamente la mira el culo.
Éste no se sabe si sonríe o refunfuña por los vaqueros que lo tapan. Lo único
que se diferencia allí son unas bragas. Según gustos, algunos las preferirán a
la vulgaridad ramplona de un tanga.
A nuestro pobre mierdecilla la sonrisa, tan
cinematográfica (es un asco eso de contextualizar todo a base de películas;
pero es lo que hay…), lo levanta para arriba. Otra sonrisa, esta más ratonil y
disimulada, se le esclarece al memo. Irradia felicidad pura, efímera,
momentánea. Una emoción contenida a oleadas, amor destilado. Las siguientes
cajas de manzanas las empaqueta en un instante. Como las cosas no pueden, ni
deben, ser perfectas, en todas cuela piezas malas, con golpes y con pequeños
puntos de podredumbre. Los jefes, quizás perezosos para controlarlo, quizás
conscientes del porqué, pasan por alto las taras. Camufladas en el palé, sus
cajas de mala calidad van adelante.
Las dos horas siguientes el moñas se
las pega pensando en la nada, admirando al grupo de mujeres al que pertenece la
de la sonrisa. Son unas morillas que cada mañana cogen una furgoneta, se meten
nueve horas bregando como mulas y en ningún momento pierden la vitalidad, la
alegría. Son tías raciales, orgullosas, fuertes, hermosas en un sentido
esencial. Por supuesto, están fuera de cualquier alcance o intentona. Eso las
termina de perfilar.
Pese a todo, asumiendo sus riesgos,
juegan con los pelanas (y sus corazones de babuino), los descamisados que
gastan el sudor y el tiempo en la fábrica. Coquetean y sonríen, tontean y se
dejan admirar por instinto. Sin que nadie se empane de ello, su vida
contagiosa, como una puta peste, sostiene sobre sus espaldas la cotidiana pelea
contra la desesperación del sitio. Heroicas, sin premio, automáticamente se
convierten en diosas cuando consigues desentrañar su papel como Atlas y te
dejas salpicar por su espíritu. Esta puta gallarda mental se casca en el último
tramo de la jornada, evocando la sonrisa.
A la salida, desde un tramo de
escalera que conduce a la puerta, la mira el culo por última vez. Entonces se
le ocurre. Ve con claridad prodigiosa la simbología de los patriarcas bíblicos
¿Qué hay mejor que conseguir una de esas mujeres, montar una tienda de campaña
en desierto, criar cuatro cabras y pasarse la vida disfrutando, teniendo un
montón de chiquillos, discutiendo con ella día si y día también, ser feliz
absolutamente y palmarla al cabo? Esa es la perfección, el pleno. Esas son, o
deberían ser, las mujeres de verdad.
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