domingo, 29 de septiembre de 2013

Es por lo que los soldados no deberían hacerse viejos



            No se porqué me acuerdo de eso. Tampoco porque me significa un “memento mori” al oído cada vez que pienso en ello. No estoy seguro de cuanta edad tendría yo, ni ellos. Estaban en la tele, un telediario, creo, algo de relleno. Se cumplía el aniversario, a saber cual, de no sé que batalla, fiesta o entremés de la Segunda Guerra Mundial. En el acto, como no podía ser de otra manera, mucha pompa, banderitas y banderazas, políticos de los distintos países que se degollaban como perros en la ocasión conmemorada. También había soldados en activo, muy guapos y muy uniformados de gala, que siempre hace bonito en cámara. Por haber, en uno de los lados y segundo término, había un puñado, cosa de una docena larga, de vejetes. Iban de paisano y arreglados todo lo posible dentro de ese desgarbo natural que da la senectud. Alguno de ellos llevaba un gorro militar (tipo cuartelero) y, por supuesto,  porque se las habían ganado, y bien, muchas medallas y cruces en la solapa. Eran, de todos los presentes, los que realmente habían estado en el evento original, algunos de ellos, algunos de los que quedaron y quedaban. Los años habían pasado ¡Tanto que si! No tengo ni idea de lo que fue de sus vidas, de cómo las pasaron. Ni siquiera me planteo que clase de personas eran y fueron (ser un homenajeado de algo, o un difunto, por mucho que se pretenda, no es garantía de superioridad humana). Allí estaban, los mismos que mucho tiempo atrás combatían fuertes, jóvenes, plenos, ágiles… Hubo un momento en que las banderas comenzaron a desfilar. Todos los ancianos, a una, algunos de ellos con mucha dificultad y con asistencia mecánica de muletas, bastones o andadores, se pusieron de píe y se cuadraron. No era, ni mucho menos, perfecto, pero sí épico si es que todavía queda en el mundo algo de esa palabra. Los descubiertos en firmes. Los que no, con una mano al lado de la cabeza. Es que hay cosas que no se olvidan, y hay cosas que se llevan dentro y nada las puede cambiar, aunque el tiempo acabe por derrotar lo que no pudieron los hombres.

domingo, 22 de septiembre de 2013

El bocadillo de calamares V



Llegó el descanso y todo estaba visto para sentencia. Me fui a hacer pipi ya que es algo sumamente aconsejable cuando se trasiega cerveza. Resulta que en ese inciso la robusta trasalpina fue a lo mismo apenas un minuto después que yo y el respetable, por eso de que cuando el diablo no tiene que hacer con el rabo mata moscas, empezó a gritar (por supuesto y, dado el ambiente, a lo campo de fútbol) “¡Sex, sex, sex…!”. Yo no me enteré, que estaba con el deleite de descargar un hectolitro mirando al techo del urinario. Cuando volví mi vaso había desaparecido y, por estas cuestiones de la jodida extraña suerte, empecé a compartir el de la amiga. Con la que por cierto, y pese a la rivalidad deportiva (¡Toma parida que acabo de poner!), había bastante buen rollo.

La segunda parte se me fue en un suspiro, porque ya iba del todo. En el frenesí prácticamente ni me empanaba. Entonces Fernando Torres hizo el milagro, se pega el tercero y la asistencia del cuarto. Todo eso después de un campeonato de mierda. En la vida (y menos en las casas de apuestas, creo) se esperaba eso. La frase “todo es posible en domingo” se encarnaba en él. El arbitro pitó, éramos campeones (¡Que plurales más peregrinos!). La euforia se me desbordaba y estaba ronco. En esas fui informado de los cánticos de la afición en el descanso e, inspirado por la gesta de Torres, diciéndome a mi mismo “si él lo ha hecho tu también ¡Coño!” me puse al oficio de marcarle a Italia, a la que ese día le entraba todo. Tirando del tópico, ya que estamos tan castizos, encaré al morlaco.

La celebración, como me temía, no dio de sí y éramos muchos. Otra cerveza en una terraza que nos acabó cerrando, buscar otro sitio, la española en la fuente de la plaza, la otra italiana corriendo en sujetador por la calle (cosas de las apuestas chorras), policía que aparece de la nada, gente que desaparece de la nada, ir a jalar a un puesto de hamburguesas veinticuatro horas (un sitio gourmet, por cierto) donde se compraron algunas latas, volver al jardín del hostal…

Allí a ella se le abrió la defensa y busque, que ya tenía todo el equipo volcado arriba, el hueco. Dijo, en un gesto muy hippie, que ella dormía en el suelo del jardín, a lo natural. Yo que duermo aquí. Ella que vale. Nos quedamos solos, hablamos y cargué.

¡Paradón del portero! (bueno, puede que fuese un melón a la grada). No, que  hay novio. ¿Qué tocó? Dormir abrazados (¡Toma koala!). Al par de horas, en las que no pegue ojo, empezó a amanecer y ella se fue que le salía el tren. Yo tenía una resaca espantosa y la misma ropa negra, ahora apestosa, del día anterior. Un bocadillo de calamares bien aceitoso, que me empapase el alcohol que estaba intentando procesar mi hígado, hubiese sido el mejor desayuno, hubiese sido un consuelo entonces, hubiese sido un hogar.

domingo, 15 de septiembre de 2013

El bocadillo de calamares IV



Cuando volvimos, por volver y no tenerlas más celebres, el que había desaparecido era él. ¡Muy bien! Por lo menos ya se habían aclarado las circunstancias de fajina y había gente en la cocina cortando verdura. Ella, amén de mandarme a buscar al otro cada cinco minutos. Se puso, feliz como una perdiz, a andar con todo, a disponerlo todo. Finalmente bajamos las cosas al jardín y se empezó a cocinar. Como siempre pasa, al olor del la comida nos reunimos todos los que éramos. El grupo era multicultural, poliglota y esas cosas. Cada uno de su padre, de su madre y de su país. Interesados en la final, al menos por una cuestión patriotera, solamente estábamos por Santiago (cierra y esas cosas) otra y yo. Por parte de (¿Quién es el patrón de Italia?) una, su señor padre y posteriormente se sumarían otra y otro. El resto de todas las partes. Simpatizando, o no, o solo al tufillo de la feria, hasta sumar unos quince, la niña bonita.

Antes de atacar las salchichas, menú principal, se explicó el reparto de gasto, que era de renglón. Al final de la noche se pondría una caja y cada cual echaría lo que quisiere según considerase que había consumido. La nota había salido por cincuenta. Hay veces que el dinero no cunde una mierda. ¡A comer se dijo!

Los míos habían desaparecido, ahora los dos. ¡Mira que bien otra vez! Estarían teniendo concierto, pero en otra parte. Una de la que me libraba, y era de agradecer, que no eran muchas. De comer me planté un perrito caliente, y de milagro, porque es difícil competir con la avidez de según y tipos de señoritas de colegio de monjas y pitiminí de hoy en día. Porque era un gusto ver a una valquiria de metro noventa y categoría crucero echarse cosas para adentro con la misma desenvoltura que un cruzado inglés del siglo XIII. Lo mío siempre fue más el liquido elemento, que era de lo poco bueno que tenía el país. Habían comprado la del cura, que era de las cervezas más flojas de la parroquia. Ni idea del nombre, porque el idioma no había dios que lo echase mano y las cervezas se me clasificaban por el dibujo de la etiqueta: la del cura, la cabra, el casco viquingo. Esta tenía un regordete y bonachón curilla, o monje, de tonsura y toda la pesca, sujetando un par de jarras rebosantes. En seguida me hice amigo del coleguita, no era difícil, que ya nos conocíamos de antes. Para cuando empezó el partido ya iba de mitad para adelante.

Las italianas se cantaron el himno y todo. Muy a lo gallinero, eso si. Yo me hubiese marcado “Suspiros de España”, de la que me sé el principio y era lo que me pedía el cuerpo. Pero no es el himno, ¡Una pena! Me parece más representativo. De las italianas, porque es un dato a tener en cuenta para luego, una estaba con danés y la otra era algo, bastante, tanqueta. Ambas del norte y la tanqueta, por más cuadro, tenía la voz aguardentosa (¡Ay! Sofía Loren que no estás en los cielos, santificado sea tu…). En cuanto al partido. En la vida pensé que fuese como fue. Por supuesto lo vi en ese éxtasis místico que nos da a los del genotipo cuando vemos deportes: gritando como un animal y pegando sentadillas (poniéndome de pie a cada cosa). En los goles el guturalismo llegaba al extremo y seguía amorrado al amigo clérigo, pimpán que nieva.

domingo, 8 de septiembre de 2013

El bocadillo de calamares III



El que diga que los alemanes son organizados se columpia un poco. Al menos este lo era por mis… ¡Eso! Después de comer, una hamburguesa que me supo a gloria, llamamos al colega por ver como iba a ser el invento. El tío ni lo cogió. Por suerte sabíamos el lugar de otras aventuras playero-culturales y decidimos plantarnos allí. Previamente hubo tiendas, unas gafas de sol que me salieron caras como ellas solas y  que, con mi ropa negra (ese día iba de negro) me daban pintilla de estrella del country. Cuando llegamos no nos recibió ni el Tato. Alguien del hostal, que por suerte estaba al cabo de la fiesta del bávaro, nos puso en una habitación donde ya estaba esperando otro paisano. Por aquellas no sabíamos ni siquiera el plan.

Al mucho rato el alemán apareció, cansado y con resaca. Había estado en un festival todo el fin de semana y tenía el cuerpo toledano. Nos indicó las habitaciones, separadas por géneros, que el hostal era de una asociación cristiana y a Cristo no le gusta la proximidad física ni la tentación. El que iba conmigo le preguntó dos veces como se iba a hacer para la cena; el alemán, a uvas. Por eso entre unas cosas, esperar, el no saber, el que me parece que si organizas algo te tienes que pringar y sacrificar, el ver como todo dios pasaba mil de todo y que los acontecimientos sociales (especialmente en estado de secano y falta de riego) me hacen sentir incómodo como ninguna otra cosa, y otras se me estaba empezando a poner una leche como un mono.

Propuse a los míos ir a un bar a tomar una cerveza para, por un lado, líbrame un rato de tener que pringar en la fiesta (siempre me acaba tocando), por el otro, ir calentando la ingeniería para luego. Pues se montó. Él quería quedarse a ser sociable con… nadie, porque no había nadie. Ella se puso petarda como solo la novia de otro sabe ponerse porque nadie la hacía caso y no la dejaban ser la que manipulase (en cierto modo no había nada que manipular). Y allí, en la puerta del hostal, estoicamente, me tuve que comer el cuadro de pollo de enamorados. Más de media hora de dramatismo de baratillo en plan “me cojo el tren y me vuelvo para casa” versus “siempre me haces lo mismo, haz lo que te de la gana”. Un detallazo por su parte, tenerme allí al cromo. Por lo menos las gafas de sol sirvieron por primera vez para algo. Me tapaban el mirar de odio que, apoyado en la farola, se me estaba poniendo viéndolos discutir. Todo por una cerveza, ¡Si no hay nada como tener ganas de montarla...! Al final la cerveza fue, solo con ella, que él se quedó a socializarse, en una terraza. Allí me pegue la secuela lógica, el disfrute del drama existencial de una pareja que discute narrado por su protagonista femenina. Algo tan estrógeno como Jane Austen y lo mismo de divertido.

domingo, 1 de septiembre de 2013

El bocadillo de calamares II



La cosa es que para mi España pasó a ser un bocadillo de calamares. No toros, futbol, tías bajitas y morenas con el culo gordo, estereotipos y pandereta y olé. Ni siquiera había canciones, ni nuevas ni viejas; ninguna otra cosa, que mi hiciese lo mismo. Yo con mi bocadillo de calamares (y era una ensoñación que me venía demasiado a menudo a la cabeza) hubiese sido feliz, al menos durante diez minutos.

Esa noche no había bocadillo de calamares, había barbacoa y los muy iluminados se habían gastado más en verdura que en carne. El alemán que lo organizaba iba a hacer el truco, yo lo sabía porque soy un cabrón que en las mismas, si no hacerlo, al menos lo hubiese pensado. Pero me daba igual, no importaba. Ese día tocaba sacar la vena nacionalista, era la final de la Eurocopa, contra Italia nada menos. Se había montado hasta una fiesta-visionado del partido. Era una ocasión muy especial, un destello de brillo ajeno en medio de un vertedero explotando, así andábamos entonces. Se podía ganar y todo, y en ese caso el mundo se arreglaría solo.

El que quiera saber cómo se logró (el que lo logró, que yo realmente tuve poco que ver)  llegar hasta allí, o como fueron los partidos… que tire de hemeroteca deportiva, o de Wikipedia, o de lo que le salga de ahí. No en vano es la principal referencia y la información más vendida, trabajada y documentada del país. Creo que si se hila fino y se busca documentación se puede sacar para una enciclopedia británica. Yo no lo pretendo. Fui por ir, por desconectar del sitio dónde pegaba mi cotidianeidad y por la promesa de farra. De todas formas no me esperaba mucho porque era domingo, y, pasase lo que pasase, no daría de si. Al evento, en Facebook, estaban confirmadas (si el hacer click en el “asistiré” se puede considerar confirmación de algo) una docena larga, muchos de los de siempre, los que tenían suerte, pasta y no se perdían ni una. Además podíamos ir desde por la mañana, que era a la ciudad y pasar el día de compras, como mandan los cánones de la diversión actual y moderna.

El plan, por dar una estructura, era ir a la especie de hostal-albergue mochilero, dónde el alemán trabajaba, por la tarde. Allí dejar las cosas y, el que quisiera, asearse en la especie de barracón con literas que nos dejaba para pasar la noche al increíble y módico precio de cinco euritos. Tras eso bajar y ayudar a preparar la barbacoa, jalar, ver el partido y lo que terciase. El partido se ofrecería en una pared blanca con un proyector desde un portátil. Por supuesto con las limitaciones técnico-tecnológicas de ver un partido en streaming. Ese era el plan. Los hay mejores, también los hay peores. Yo iba con otros dos con los que convivía entonces. Por mas datos parejita ¡Que divertido es ser palmero!