No se porqué me
acuerdo de eso. Tampoco porque me significa un “memento mori” al oído cada vez
que pienso en ello. No estoy seguro de cuanta edad tendría yo, ni ellos.
Estaban en la tele, un telediario, creo, algo de relleno. Se cumplía el
aniversario, a saber cual, de no sé que batalla, fiesta o entremés de la Segunda Guerra
Mundial. En el acto, como no podía ser de otra manera, mucha pompa, banderitas
y banderazas, políticos de los distintos países que se degollaban como perros
en la ocasión conmemorada. También había soldados en activo, muy guapos y muy
uniformados de gala, que siempre hace bonito en cámara. Por haber, en uno de
los lados y segundo término, había un puñado, cosa de una docena larga, de
vejetes. Iban de paisano y arreglados todo lo posible dentro de ese desgarbo
natural que da la senectud. Alguno de ellos llevaba un gorro militar (tipo cuartelero)
y, por supuesto, porque se las habían
ganado, y bien, muchas medallas y cruces en la solapa. Eran, de todos los
presentes, los que realmente habían estado en el evento original, algunos de
ellos, algunos de los que quedaron y quedaban. Los años habían pasado ¡Tanto
que si! No tengo ni idea de lo que fue de sus vidas, de cómo las pasaron. Ni siquiera
me planteo que clase de personas eran y fueron (ser un homenajeado de algo, o
un difunto, por mucho que se pretenda, no es garantía de superioridad humana).
Allí estaban, los mismos que mucho tiempo atrás combatían fuertes, jóvenes,
plenos, ágiles… Hubo un momento en que las banderas comenzaron a desfilar.
Todos los ancianos, a una, algunos de ellos con mucha dificultad y con
asistencia mecánica de muletas, bastones o andadores, se pusieron de píe y se
cuadraron. No era, ni mucho menos, perfecto, pero sí épico si es que todavía
queda en el mundo algo de esa palabra. Los descubiertos en firmes. Los que no,
con una mano al lado de la cabeza. Es que hay cosas que no se olvidan, y hay
cosas que se llevan dentro y nada las puede cambiar, aunque el tiempo acabe por
derrotar lo que no pudieron los hombres.
domingo, 29 de septiembre de 2013
domingo, 22 de septiembre de 2013
El bocadillo de calamares V
Llegó el descanso y todo estaba visto para sentencia.
Me fui a hacer pipi ya que es algo sumamente aconsejable cuando se trasiega
cerveza. Resulta que en ese inciso la robusta trasalpina fue a lo mismo apenas
un minuto después que yo y el respetable, por eso de que cuando el diablo no
tiene que hacer con el rabo mata moscas, empezó a gritar (por supuesto y, dado
el ambiente, a lo campo de fútbol) “¡Sex, sex, sex…!”. Yo no me enteré, que
estaba con el deleite de descargar un hectolitro mirando al techo del urinario.
Cuando volví mi vaso había desaparecido y, por estas cuestiones de la jodida
extraña suerte, empecé a compartir el de la amiga. Con la que por cierto, y
pese a la rivalidad deportiva (¡Toma parida que acabo de poner!), había
bastante buen rollo.
La segunda parte se me fue en un suspiro, porque ya
iba del todo. En el frenesí prácticamente ni me empanaba. Entonces Fernando
Torres hizo el milagro, se pega el tercero y la asistencia del cuarto. Todo eso
después de un campeonato de mierda. En la vida (y menos en las casas de
apuestas, creo) se esperaba eso. La frase “todo es posible en domingo” se
encarnaba en él. El arbitro pitó, éramos campeones (¡Que plurales más
peregrinos!). La euforia se me desbordaba y estaba ronco. En esas fui informado
de los cánticos de la afición en el descanso e, inspirado por la gesta de
Torres, diciéndome a mi mismo “si él lo ha hecho tu también ¡Coño!” me puse al
oficio de marcarle a Italia, a la que ese día le entraba todo. Tirando del
tópico, ya que estamos tan castizos, encaré al morlaco.
La celebración, como me temía, no dio de sí y éramos
muchos. Otra cerveza en una terraza que nos acabó cerrando, buscar otro sitio,
la española en la fuente de la plaza, la otra italiana corriendo en sujetador
por la calle (cosas de las apuestas chorras), policía que aparece de la nada,
gente que desaparece de la nada, ir a jalar a un puesto de hamburguesas
veinticuatro horas (un sitio gourmet, por cierto) donde se compraron algunas
latas, volver al jardín del hostal…
Allí a ella se le abrió la defensa y busque, que ya
tenía todo el equipo volcado arriba, el hueco. Dijo, en un gesto muy hippie,
que ella dormía en el suelo del jardín, a lo natural. Yo que duermo aquí. Ella
que vale. Nos quedamos solos, hablamos y cargué.
¡Paradón del portero! (bueno, puede que fuese un melón
a la grada). No, que hay novio. ¿Qué
tocó? Dormir abrazados (¡Toma koala!). Al par de horas, en las que no pegue
ojo, empezó a amanecer y ella se fue que le salía el tren. Yo tenía una resaca
espantosa y la misma ropa negra, ahora apestosa, del día anterior. Un bocadillo
de calamares bien aceitoso, que me empapase el alcohol que estaba intentando
procesar mi hígado, hubiese sido el mejor desayuno, hubiese sido un consuelo
entonces, hubiese sido un hogar.
domingo, 15 de septiembre de 2013
El bocadillo de calamares IV
Cuando volvimos, por volver y no tenerlas más
celebres, el que había desaparecido era él. ¡Muy bien! Por lo menos ya se
habían aclarado las circunstancias de fajina y había gente en la cocina
cortando verdura. Ella, amén de mandarme a buscar al otro cada cinco minutos.
Se puso, feliz como una perdiz, a andar con todo, a disponerlo todo. Finalmente
bajamos las cosas al jardín y se empezó a cocinar. Como siempre pasa, al olor
del la comida nos reunimos todos los que éramos. El grupo era multicultural,
poliglota y esas cosas. Cada uno de su padre, de su madre y de su país.
Interesados en la final, al menos por una cuestión patriotera, solamente
estábamos por Santiago (cierra y esas cosas) otra y yo. Por parte de (¿Quién es
el patrón de Italia?) una, su señor padre y posteriormente se sumarían otra y
otro. El resto de todas las partes. Simpatizando, o no, o solo al tufillo de la
feria, hasta sumar unos quince, la niña bonita.
Antes de atacar las salchichas, menú principal, se
explicó el reparto de gasto, que era de renglón. Al final de la noche se
pondría una caja y cada cual echaría lo que quisiere según considerase que
había consumido. La nota había salido por cincuenta. Hay veces que el dinero no
cunde una mierda. ¡A comer se dijo!
Los míos habían desaparecido, ahora los dos. ¡Mira que
bien otra vez! Estarían teniendo concierto, pero en otra parte. Una de la que
me libraba, y era de agradecer, que no eran muchas. De comer me planté un
perrito caliente, y de milagro, porque es difícil competir con la avidez de
según y tipos de señoritas de colegio de monjas y pitiminí de hoy en día.
Porque era un gusto ver a una valquiria de metro noventa y categoría crucero
echarse cosas para adentro con la misma desenvoltura que un cruzado inglés del
siglo XIII. Lo mío siempre fue más el liquido elemento, que era de lo poco bueno
que tenía el país. Habían comprado la del cura, que era de las cervezas más
flojas de la parroquia. Ni idea del nombre, porque el idioma no había dios que
lo echase mano y las cervezas se me clasificaban por el dibujo de la etiqueta:
la del cura, la cabra, el casco viquingo. Esta tenía un regordete y bonachón
curilla, o monje, de tonsura y toda la pesca, sujetando un par de jarras
rebosantes. En seguida me hice amigo del coleguita, no era difícil, que ya nos
conocíamos de antes. Para cuando empezó el partido ya iba de mitad para
adelante.
Las italianas se cantaron el himno y todo. Muy a lo
gallinero, eso si. Yo me hubiese marcado “Suspiros de España”, de la que me sé
el principio y era lo que me pedía el cuerpo. Pero no es el himno, ¡Una pena! Me
parece más representativo. De las italianas, porque es un dato a tener en
cuenta para luego, una estaba con danés y la otra era algo, bastante, tanqueta.
Ambas del norte y la tanqueta, por más cuadro, tenía la voz aguardentosa (¡Ay!
Sofía Loren que no estás en los cielos, santificado sea tu…). En cuanto al
partido. En la vida pensé que fuese como fue. Por supuesto lo vi en ese éxtasis
místico que nos da a los del genotipo cuando vemos deportes: gritando como un
animal y pegando sentadillas (poniéndome de pie a cada cosa). En los goles el
guturalismo llegaba al extremo y seguía amorrado al amigo clérigo, pimpán que
nieva.
domingo, 8 de septiembre de 2013
El bocadillo de calamares III
El que diga que los alemanes son organizados se
columpia un poco. Al menos este lo era por mis… ¡Eso! Después de comer, una
hamburguesa que me supo a gloria, llamamos al colega por ver como iba a ser el
invento. El tío ni lo cogió. Por suerte sabíamos el lugar de otras aventuras
playero-culturales y decidimos plantarnos allí. Previamente hubo tiendas, unas
gafas de sol que me salieron caras como ellas solas y que, con mi ropa negra (ese día iba de negro)
me daban pintilla de estrella del country. Cuando llegamos no nos recibió ni el
Tato. Alguien del hostal, que por suerte estaba al cabo de la fiesta del
bávaro, nos puso en una habitación donde ya estaba esperando otro paisano. Por
aquellas no sabíamos ni siquiera el plan.
Al mucho rato el alemán apareció, cansado y con
resaca. Había estado en un festival todo el fin de semana y tenía el cuerpo
toledano. Nos indicó las habitaciones, separadas por géneros, que el hostal era
de una asociación cristiana y a Cristo no le gusta la proximidad física ni la
tentación. El que iba conmigo le preguntó dos veces como se iba a hacer para la
cena; el alemán, a uvas. Por eso entre unas cosas, esperar, el no saber, el que
me parece que si organizas algo te tienes que pringar y sacrificar, el ver como
todo dios pasaba mil de todo y que los acontecimientos sociales (especialmente
en estado de secano y falta de riego) me hacen sentir incómodo como ninguna
otra cosa, y otras se me estaba empezando a poner una leche como un mono.
Propuse a los míos ir a un bar a tomar una cerveza
para, por un lado, líbrame un rato de tener que pringar en la fiesta (siempre
me acaba tocando), por el otro, ir calentando la ingeniería para luego. Pues se
montó. Él quería quedarse a ser sociable con… nadie, porque no había nadie.
Ella se puso petarda como solo la novia de otro sabe ponerse porque nadie la
hacía caso y no la dejaban ser la que manipulase (en cierto modo no había nada
que manipular). Y allí, en la puerta del hostal, estoicamente, me tuve que
comer el cuadro de pollo de enamorados. Más de media hora de dramatismo de
baratillo en plan “me cojo el tren y me vuelvo para casa” versus “siempre me
haces lo mismo, haz lo que te de la gana”. Un detallazo por su parte, tenerme
allí al cromo. Por lo menos las gafas de sol sirvieron por primera vez para
algo. Me tapaban el mirar de odio que, apoyado en la farola, se me estaba
poniendo viéndolos discutir. Todo por una cerveza, ¡Si no hay nada como tener
ganas de montarla...! Al final la cerveza fue, solo con ella, que él se quedó a
socializarse, en una terraza. Allí me pegue la secuela lógica, el disfrute del
drama existencial de una pareja que discute narrado por su protagonista
femenina. Algo tan estrógeno como Jane Austen y lo mismo de divertido.
domingo, 1 de septiembre de 2013
El bocadillo de calamares II
La cosa es que para mi España pasó a ser un
bocadillo de calamares. No toros, futbol, tías bajitas y morenas con el culo
gordo, estereotipos y pandereta y olé. Ni siquiera había canciones, ni nuevas
ni viejas; ninguna otra cosa, que mi hiciese lo mismo. Yo con mi bocadillo de
calamares (y era una ensoñación que me venía demasiado a menudo a la cabeza) hubiese
sido feliz, al menos durante diez minutos.
Esa noche no había bocadillo de calamares, había barbacoa
y los muy iluminados se habían gastado más en verdura que en carne. El alemán
que lo organizaba iba a hacer el truco, yo lo sabía porque soy un cabrón que en
las mismas, si no hacerlo, al menos lo hubiese pensado. Pero me daba igual, no
importaba. Ese día tocaba sacar la vena nacionalista, era la final de la Eurocopa, contra Italia
nada menos. Se había montado hasta una fiesta-visionado del partido. Era una
ocasión muy especial, un destello de brillo ajeno en medio de un vertedero explotando,
así andábamos entonces. Se podía ganar y todo, y en ese caso el mundo se
arreglaría solo.
El que quiera saber cómo se logró (el que lo logró,
que yo realmente tuve poco que ver) llegar hasta allí, o como fueron los partidos…
que tire de hemeroteca deportiva, o de Wikipedia, o de lo que le salga de ahí.
No en vano es la principal referencia y la información más vendida, trabajada y
documentada del país. Creo que si se hila fino y se busca documentación se
puede sacar para una enciclopedia británica. Yo no lo pretendo. Fui por ir, por
desconectar del sitio dónde pegaba mi cotidianeidad y por la promesa de farra.
De todas formas no me esperaba mucho porque era domingo, y, pasase lo que
pasase, no daría de si. Al evento, en Facebook, estaban confirmadas (si el
hacer click en el “asistiré” se puede considerar confirmación de algo) una
docena larga, muchos de los de siempre, los que tenían suerte, pasta y no se
perdían ni una. Además podíamos ir desde por la mañana, que era a la ciudad y
pasar el día de compras, como mandan los cánones de la diversión actual y
moderna.
El plan, por dar una estructura, era ir a la especie
de hostal-albergue mochilero, dónde el alemán trabajaba, por la tarde. Allí
dejar las cosas y, el que quisiera, asearse en la especie de barracón con
literas que nos dejaba para pasar la noche al increíble y módico precio de
cinco euritos. Tras eso bajar y ayudar a preparar la barbacoa, jalar, ver el
partido y lo que terciase. El partido se ofrecería en una pared blanca con un
proyector desde un portátil. Por supuesto con las limitaciones
técnico-tecnológicas de ver un partido en streaming. Ese era el plan. Los hay
mejores, también los hay peores. Yo iba con otros dos con los que convivía
entonces. Por mas datos parejita ¡Que divertido es ser palmero!
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