domingo, 25 de diciembre de 2011

Las llagas XX

 
        A las siete o así me levanta el carrusel que comienza, tal y como me lo esperaba. El móvil sobre la mesa de estudio de la habitación empieza a zumbar guasón, rítmico. Ella llama, que suene. Cuatro veces después la cosa deja de tener puta gracia pero sigue con el soniquete, con la carraca. Cuando se cansa me llega un mensaje vía red social pidiéndome que responda, que tenemos que hablar. Hablar de pollas. Ni que uno fuese el jodido consultorio sentimental de la Señorita Pepis. No hay que ser uno de los Profetas para deducir el cuento que intenta traer con tanta pamplina. Habrá analizado la plantilla, se ha visto en cuadro e intenta recuperar a los cedidos, incluso a los vendidos y los echados. Que la den. Ahora aspiro a Premier, ¡Qué coño! Que yo lo valgo. Mi representante la manda a tomar por el culo con el argumento de que pague la cláusula o, lo que es lo mismo, que no me apetece y que ya hablaremos mañana o en cualquier otro tiempo futuro en el que se incluya también el término nunca (es un término futuro). Ella, obstinada, me contesta un pepe llorón que podría transcribir pero acabaría de joder la poca fluidez narrativa que le queda a esto. Por otro lado, ya he hecho el resumen antes. Siguiendo con lo establecido la emplazo para unos días más adelante. Ya prepararé el finiquito. Ahora mismo no tengo cabeza. Ella se pone en el estado algo de “esperando no haberlo estropeado todo”. No son sus palabras exactas. Ella le mete más prosopopeya, aunque en la puta vida llegue a saber lo que significa eso.

        En esto me llama mi primo, el del pueblo de al lado. Parece que no viene a cuento y que no añada nada nuevo a la historia, pero es lo que pasa y por eso entra. Del fin de semana me queda medio domingo. En él tendrá que haber un cierre, digo yo. Primos van y primos vienen, monocontextual. Su llamada me escama porque es un pequeño hijoputa que no da puntada sin hilo. Si esta vez no me pide nada, o me tanga en algo, me inmolo un testículo pegándole un petardo de feria con esparadrapo médico. De todas maneras son las fiestas de su pueblo y todo lo que llevo encima me tiene revoltoso como para invadir Polonia. El pájaro me invita, muy zalamero, a que lo acompañe esta noche a botellón y jarana, bueno, a botellón ya no, que es un tío muy maduro, con parienta y todo, y ya no bebe a la descubierta del parque buscando hielo para el chisme entre un montón de basura de contenedor amarillo y barro. Hoy iremos a un bar, como los niños grandes, dónde el jeta dice que tiene mano y cuyo ron, a las seis de la mañana cuando sale vomitado, parece fuego. El especial de la casa, peritonitis. La mía poco hecha, camarero, por favor. De la jarana también dudo porque está su novia y ejercen de casados. Se marcharán pronto a casa. La consorte para mí, desde que la conozco, es un drama. La jodida se me parece toda a una actriz porno tracia especialista en hardcore. Por eso me pone nervioso cruzarme con ella (con mi prima, no con la actriz porno, con la que todavía no he tenido el gusto de coincidir), porque la veo colgando boca debajo de un gancho del techo en un recinto industrial, con al menos treinta metros de cuerda de nylon y una hora de buen bondaje encima, chupándosela invertida a un monstruo con un lomo embuchado colgante. Con todo, siempre le doy dos besos y me comporto con ella civilizadamente, que hay que cuidar de las formas con la familia, no sea que alguien se moleste, se enfade conmigo y me libre de una puta vez de ellos. Aunque esos son otros cantares de lo consanguíneo.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Las llagas XIX

 
        Elipsis. Llego al pueblo. En el viaje no pasa nada. Voy dormido medio camino, alucinando entre sueños y pensamientos varios. Me inclino sobre el progre, porque apariencia de progre tiene ¿Quién sabe debajo de qué se esconde un nazi, o un enfermo mental? Cuando voy despierto miro pasillo adelante a la carretera, que avanza según y cómo. El puto Vinnie Jones le da gas a la caja de zapatos morada. Me cae bien este tío. Le sobran huevos para funcionar en hora y bufar por el micro del autobús que no se come. Le falta un “¡Hostias!” al final pero pase. El Menorca’s look se baja en un pueblucho a una hora más o me nos de la última parada, que es la mía. ¡Puta madre! Me suelto ese rato, aunque todo el trajín me tenga la espalda como si me hubiesen dado por el culo hasta el mango con la barra de un futbolín y me la hubiesen dejado dentro, muñequitos (de los de dos patitas, no de los otros) incluidos. Ya llegando le mando el sms a ésta, que soy un tío considerado y cumplido. En él la vuelvo a dar las gracias por todo siguiendo los mismos motivos de antes.

         Repito elipsis. Llego al pueblo. Es la hora del vermut y en la mesa camilla, o encima de su cristal, hay un plato con el contenido de una bolsa de cortezas de trigo, otro con una lata de mejillones escabeche, dos pelotazos de vermut rojo con cola y para mí una lata entera de. Mi señora madre pasa de más el sofrito de la paella, la cebolla está cantando, todos le pegan, pegamos, a las cortezas en pesebre. Para adentro pues. “¡Vienes muy flaco!”. Cosas que pasan. Todos vivimos más felices con tu ignorancia de los hechos. La caspa parece que nieva (metáfora). Sí, somos así. Paella los domingos, y filete empanado después, hasta tenemos mueble bar con diccionario enciclopédico en el salón-comedor que solo se usa en días señalados, días en que también hay vermut antes. Todo esto lleno de ganchillo. España cañí y olé. Luego tengo los santos cojones de criticar a los demás. ¡Rock & Roll!

        Me subo a echar la siesta ahíto de comida, y de pan, mucho pan, como una animal, como una mala bestia, al borde del vómito, con el abdomen dolorido. Remarco lo del pan. Es la adicción rural que se mantiene en casa, y en el pueblo entero, de cuando el hambre. De hecho, los camellos de la panadería sablean amparándose en el vicio/necesidad de la población. Por lo menos nosotros hemos llegado a superar lo del pote cocido con legumbres, desperdicios cárnicos y grasa para el día sí, día también. Un consuelo dietético, nutricional.

        Soy un tío feliz en la digestión, aunque los primeros estadios de ésta, encauzar todo el masón que me he embutido esófago adentro, me molesten y me hagan verme como una tortuga muriéndose panza arriba sobre el colchón. La cama está mal hecha. Mi madre se ha metido en mi pequeño espacio, alquilado emocionalmente, como una bofetada. Con la excusa de quitar el polvo ha tocado todo y ha movido todo. Es algo que me desquicia, supongo (que de momento no he pasado por ningún proceso penitenciario), tanto como a un preso un día de registro. La cama está mal hecha porque las sábanas no están tensas y van mal metidas a los pies. Se deshacen a la primera vuelta. Ya se discutirá luego, que de momento lo único que cuenta es que estoy solo, y libre, aunque la libertad, mi libertad, no funcione por los parámetros del haberme escapado de esa lagarta o viceversa (ella de mí). Bajo la persiana, me desnudo y dentro de la cama adopto posición de crucificado comodón al no tocar nada en los extremos, con los dedos. No tardo en clavar el coche y apagar. Mi vida se vuelve a poner occidental con las necesidades básicas satisfechas. Me pregunto como puede haber tanta pedrada mental en el estado de bienestar si a mi las neuras, todas mis mierdas del cable, se me agudizan con la miseria de la panza vacía y el desfase cognitivo de la vigilia prolongada. No sé que sería de mí como africano (machete).

domingo, 11 de diciembre de 2011

Las llagas XVIII

         Bajamos a las dársenas, que el puto panel mentiroso y electrónico de la sala de espera dice que mi calabaza encantada ya está situada. ¡Mejor! Así no me tengo que sentar en los bancos metálicos azules, llenos con lo mejor de cada casa y país dormitando la derrota. Abajo las viejas ya se han matado por entrar y el conductor está sentado frente al volante. Queda un cuarto de hora para lo programado y contratado. Siempre se me hace gracioso que el papel de mierda del billete, que probablemente acabé en la lavadora dentro de un bolsillo del pantalón, constituya un contrato vinculante. En las empresas de autobuses de postín incluso desglosan derechos y obligaciones en la parte trasera del mismo. La mía no. Con tener un tío igualito que Vinnie Jones que me lleve a casa, por lo menos a mi provincia, por quince euros me tengo que dar con un canto en los dientes. Hoy me extraña la puntualidad, incluso la anticipación. La profesionalidad no es característica en el solar panderetero que nos tocó al nacer. Además no me tengo que pelear con las viejas que se zurran por entrar las primeras, coger su sitio, o el que les salga de sus ovarios secos, y ponerse a cacarear jugando con las salidas del aire acondicionado. Algo es algo. Tiro la mochila encima de todas las maletas sabiendo que llegará dónde cuadre. Nos besamos por última vez conmigo en la escalerilla del bus. Y en el fondo parece que no pasa nada, que con todo lo que nos queremos no es una despedida. Fijo que la anciana sentada al lado del conductor, algo como un copiloto senil, piensa “¡Qué bonito!”. ¡Abuela! Le de por el culo al tío con pinta de defensa inglés (galés) asesino. Ya veremos lo que rasca de ahí.

         Mi puta subnormal me dice entonces que cuando llegue a casa le dé un toque. ¡Ole! ¡Me acaba de salir una madre! Le respondo que sí como le hubiese respondido afirmativamente a cualquier cosa. Y también le doy las gracias para que el “muchas gracias por todo” sea la última palabra. Es lamentable de cojones que alguien al que has despachado en mostrador se despida dándote las gracias como una puta señorita ñoña de colegio de monjas. Con total seguridad ella no capta nada de esto, de las sutilezas y esas mierdas, ni de lo penosa que es la desgraciada. Me da bastante igual. Lo he dicho en descarga de mi conciencia, para aplacar las neuras del fin de semana, que se están empezando a poner revoltosas. No lo he soltado por ella, o sí, pero no mucho.

        Mi número es pasillo. En la ventana se sienta un tío Peter Pan con aspecto de profesor de instituto coleguita, comprometido social, etc, con su camisa blanca mediterránea, sus chanclas de cuero, su bolso artesano de mercadillo, su melena rala insuficiente, sus gafas, sus pulseras de cuentas y todos los complementos. El terror de las nenas, la gran moto, Barbie poeta muerta. Nunca me cae nadie interesante desde un punto de vista sexual para ir todo el viaje fantaseando sucio. ¡Karma cabrón! Miro fuera y ésta está ahí, buscándome en las hileras tapizadas de moqueta gris. Vuelvo a mirar y ya no está ¿Acaso ha estado alguna vez? ¡Coño! Claro que si. Mi pinta de roquerillo en las últimas o excombatiente de merienda de chinos dan fe de ello. Que uno no lleva pintas de poliadicto demacré de la nada, ni se ha pasado las últimas horas en un spa con una báltica frotándole la espalda. Vinnie arranca a en punto. ¡Qué tío más eficiente! Puto “Hacha” "Me llamo Vinnie Jones, soy gitano, gano mucho dinero. Te voy a arrancar la oreja con los dientes y luego la voy a escupir en la hierba. ¡Estás solo, gordo, sólo conmigo!". De mayor quiero ser un centrocampista defensivo psicópata. Por lo menos lo de psicópata ya lo llevo de casa. No hemos salido de la ciudad y ya duermo como un bendito hasta que se me ablande el cuello y me despierte el miedo a dar un cabezazo al de filosofía. De momento, lo oscuro de los túneles y el vibrar de la tartana son gloria bendita que me sube cojones arriba. Y no hay nada más.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Las llagas XVII

 
        Me pongo las gafas y la pantalla del despertador electrónico de mi lado de la cama marca las siete cero dos en números rojos, brillantes, luminosos. La doy en el hombro “son las siete”. Me visto y recojo, cojo mi toalla, el neceser y me voy al váter inmundo como si estuviese en un cuartel o un camping. Mi toalla está húmeda y no me gusta secarme con ella. Quizá proyecto la mierda del entorno sobre el rizo del trapo azul claro. Hago lo que los cerdos disimulados consideran higiene. Cara, manos, agua en el pelo, enjuague y gárgara, escupitajos (alguno denso y cromático), toalla a los sobacos, desodorante (por supuesto de roll-on, para que todo sea más mucoso) y dos golpes de colonia, uno en el pecho más o menos y otro por bajo del ombligo. Levantando un poco el calzoncillo. Manías. En el espejo parezco un yonki de heroína en día de redada. Echo una meada, amarilla y concentrada, y salgo listo para marcharme de una puta vez. Ella se ha vestido: camisola, vaqueros negros y cinto ancho al talle. Da el pego, aunque quizá de lejos. De cerca se le nota el madrugar en las ojeras y en su boca podrida. Me besa un trasvase mutuo de mierdas orales, sarro, placa y necrobacterias. Me vuelve a decir que coma algo. Prefiero despedirme en ayunas y así no hacer gasto (palabra que rima en asonante con asco). Salimos y me lleva a la estación en su coche blanco camino de la categoría siniestro total. Se lo ha dejado a alguna tarada de su familia (parecidos razonables), recién parida creo, y se lo han devuelto con el depósito KO. En la puerta de la estación de autobuses, que es la primera vez que cruzo por ese lado y, sin saber muy bien porqué y cómo, me la imaginaba de otra manera, una rumana vieja mendiga sin profesionalidad ni motivación. Me sorprende por la hora. Hasta para esto hay horarios y turnos. Por otro lado no creo que saque mucho. Poco podemos dar los putos tirados que viajamos en mierdas de autobuses. Compro el billete sin hacer cola, dos mil quinientas al ojo. Es un papel de fumar impreso, frágil como una servilleta de bar de las de “Gracias por su visita”. Tengo que tener cuidado con él. Se me destroza en las manos con el simple sudor de éstas. Ella me sigue como una mascota miedosa y fiel. Resulta hasta tierno (¡Mis cojones!). No dice ni pío. No tendrá nada que soltar. No le da. Tampoco lo espero. Solo quiero montar de una vez en el coche y dormir.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Las llagas XVI

        Lo más esperpéntico de la conversación fueron las rupturas del hilo argumental que metió unas cuantas veces. Resultaba imposible seguirla. No tenía lógica alguna en la continuidad de su conversación. En el transcurso de ésta, como si fuesen charlotadas sin gracia, surrealistas, le dieron un par de entreactos en forma de brotes de pánico, muy peculiares en cuanto a motivos. Estaban las ratas corriendo por la alcoba. Ratas que venían del piso de arriba, dónde las mandaba su abuelo muerto, su fantasma, espíritu, ectoplasma. Todo por una vendetta sobrenatural o plaga de Antiguo Testamento para protestar por la inquilina que habían metido en la que fuese su casa. La inquilina debía hacer misas negras, orgías a Satán o sacrificios humanos a Moloch. Era la explicación a que pasasen tantas sobrenaturalidades. “¡Marditoh roedoreh!”. Yo, que soy un empirista y como Tomás, si no meto dedo en costurón no creo, me decanto más por corromper a Samaniego: A un montón de rica basura, dos mil ratas acudieron… De ilusión también se vive. Zulos con encanto y fantasma, como un castillo escocés. El otro motivo de las histerias era más mundano, butroneros y revienta-pisos de los que, en caso de ataque, se defendería con una porra “Recuerdo de…” manchega que pendía de un clavo en la pared del salón (tecnología punta aplicada a la seguridad doméstica). A mi la porra no me gustaba. La había personificado y era un enemigo. Veía en ella la irrupción por sorpresa de su familia y el instrumento del que servirse para medirme el costillar, muy a lo Quijote, palos gratis, su padre el feriante. Victimológicamente no le dije que me extrañaría que asaltasen su hogar con la chatarra que tenía dentro y la excelente posición geosocial del edificio. Habría que ser un paria demasiado jodido para jugársela por un botín tan mierda y miserable. Con lo que había en toda la casa no se sacaba suficiente combustible de papel albal ni para pasar el mono nuestro de cada día (dánosle hoy).

        Cada vez que le ocurría un episodio de estos, unas cuatro o cinco veces a lo largo de la noche, se ponía rígida, empezaba a respirar fuerte, rápido, seguido. Gemía, casi como un perro gañendo. También se me echaba encima. Y a mi todo me daba igual. Procuraba, sin entusiasmo alguno, consolarla. Solo esperaba que el tiempo pasase, a ser posible rápido.

         A las tantas dejamos de hablar. Ya se alargaba la función sin avanzar nada, como un dramón venezolano de cuatrocientos capítulos. Ambos habíamos cumplido con nuestras respectivas obligaciones y personajes. Castizamente, y aunque pueda haber usado antes la misma expresión, ya estaba todo el pescado vendido. Bueno, no. Nadie había querido el pescado y, después de un día de oreo en el mostrador de la pescadería, sobre hielos, entre unas sardinas y el corte de un atún, ahora estaba en un contenedor, cerca de la plaza de abastos, pudriéndose al sol y apestando la calle entera. Un detrito más.

        Como cierre le dio por cascármela con sus ásperas garras de macaco viejo, para que me llevase un buen recuerdo. Sobre todo eso, un recuerdo excelente, precioso. Y a partir de ahí ya todos sabemos todo.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Las llagas XV

 
         En medio de la representación sonó el teléfono, el suyo. Era el pampero de la busconilla (que palabra más rancia) de la amiga. Después de unos meses expuesta, había descubierto una foto en el Facebook de su novia de ella abrazada a otro en un hostalucho centroeuropeo. Claro, estaba montando la de dios. Rápido el chico. Mi “princesa”, que sabía que los fotografiados habían estado copulando por los rincones como roedores durante toda la excursión, se hizo la loca como pudo, metiendo mucho la pata. Se desembarazó de él toda preocupada por si le daba unas manos a la amiga, que el colega salía cantando por esos palos. A mi todo esto plim, que bastante tenía con lo mío y a quién Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Querido “che, viste, boludo…”, un poco de sabiduría popular de la madre patria: la novia, al igual que un libro o el coche, nunca se dejan a nadie, repito, a nadie, por si te los devuelven jodidos. Acto seguido llamó la amiga, para que no le pillase desprevenida el brote del cuernos. Tarde. Entre las dos hilvanaron una historieta mitad excusa, mitad coartada. A continuación volvió a llamar el cabrito (segunda acepción de la palabra en el diccionario de la RAE) y fue convenientemente desinformado. Pareció serenarse. En el fondo tenían viaje en unos días y no era oportuno del todo el andar meneando el avispero por una tontería como la promiscuidad de su correspondiente. Por último, asco de centralita telefónica y consultorio sentimental, llamó la madre de la amiga con la suspensión de su onomástica ante la que estaba cayendo. Lástima de sándwiches de jamón y queso, patatas fritas, aceitunas con hueso y tarta de quesitos y galleta que se irían a la basura por tan poca cosa. O, a lo mejor, lo que se perdió para los restos fue una parrillada grasienta, calórica e indigesta. Nunca lo supe, nunca lo sabré y nunca me interesó saberlo. A la madre de la amiga se le comunicó lo de mi pasaporte. En todo el proceso de tránsito de llamadas por lo de las astas del otro, había sido la primera vez que yo había aparecido. Cosas que son importantes y cosas que no lo son.

         Cuando dejó ya de sonar su puto móvil a ella le entró hambre. Intentando disimular lo rastrero que es ponerse a tragar en medio de una ruptura, sacó de la cocina una bolsa de croissants y un paquete de papel encerado con jamón serrano. Esa fue la cena, un par de croissant con jamón, duro, casi un tasajo, al medio. Me dio mucha repugnancia comérmelos, porque sabía del sitio del que venían. La inanición apretaba. Ella me los preparó. Me daba vergüenza, a pesar de todo lo que estaba pasando y lo que me quedaba en el terreno de juego, ponerme a engullir a lo famélico, aunque fuese lo que más me pedía el cuerpo. Cuando me volvió a venir con lo del coger lo que quisiese me dignifiqué y rehusé al son del “no puedo comer, comprenderás que ahora mismo no tenga mucha hambre”. Para rematar llamó la prima. Quería saber si íbamos a hacer algo. Yo también quería saber si íbamos a hacer algo. Pero el asunto, en su totalidad, estaba ya visto para sentencia.

         Tuvimos que acostarnos pronto, como las jodidas gallinas, a las diez y poco. El autobús me salía con las claras del día y tenía, tengo, que estar antes para coger billete, etc. Me preguntó si tenía plan alternativo en caso de no embarcar en ese. Yo seguía viéndome en un puto parque a la fresca urbana ¡Joder si tenía ganas de librarse de mí! Luego se vino a mi cama, que era la de sus padres. Tendría miedo a que me fuese con un expolio, o profanase los santos de la madre. Seguimos hablando. Ella lloró lagrimones de cocodrilo y reptil venenoso que le caían por los mofletes de bulldog, más falsos que Judas de trilero, hijos de la catarsis y la ficción que manteníamos. Durante unas horas nos estuvimos mintiendo cosas, otra vez. Yo la decía que la quería una y otra vez para darle entrada a sus diálogos. Ella le dio la vuelta al percal y discursaba, entre clicas, sobre si sería tan mala persona de nunca llegar a querer a nadie. No reina, no. Eres lo que eres, y no tiene vuelta de hoja. Te va la marrulla, la tortura psicológica, es todo. Algún día alguien te querrá lo suficiente como para darte con amor. Tienes el perfil. Entonces justificarás los ojos morados y las narices hinchadas en que el cariño que le tienes, y los niños llorarán en sus literitas metálicas con colchón de espuma. Pero entonces yo ya no estaré. Que lo narre otro.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Las llagas XIV

 
        Cuando acabó la película ella puso cara de tapón de heces en el recto y se fue a su habitación. Se olvidó de mí, ya me estaba acostumbrando, y se enganchó al ordenador. Chateó un rato, a saber con quien. Soy capaz de distinguir según y que acciones por el sonido del teclado, práctica de hacer el mandria indebidamente. Después se puso a buscar horarios de buses para endilgarme. Me preguntó en qué empresa tenía pensado marcharme, y a qué hora. Mi plan de domingo a las siete de la tarde se desbarató cuando volvió sugiriéndome el de las ocho de la mañana. Como ella quisiese, me daba igual, yo estaba en abulia. Tuvimos un silencio de duelo en western, su cara de glande confrontada a mi inmenso asco por el mundo. Buenos, feos y malos en una sala de estar hortera y pobre.

         “¿Qué coño te pasa?”. No me respondió. A cada pregunta, más cara rara. Tres veces (me negaras antes que cante el gallo, Pedro ¡Cabrón! ¡Chaquetero!) se lo repetí y hasta que no metí interjecciones blasfemas y enfáticas no me dijo nada. Cuando lo hizo acabó siendo, por encima de todo, una falta de buen gusto, de clase, y de la más básica educación. No podíamos seguir, no me quería, no sentía nada por mí, etc. ¡Gol en Almendralejo! Claro que le metió un quintal de adobo que se le suele meter a semejante mondongo. No era ninguna sorpresa tampoco. Desde el principio, desde el momento en que la conocí y me gasté unas dieciséis mil de las antiguas en joder con ella en un hotel dos estrellas de madrugada, sabía que no llegaríamos muy lejos. Pero hay cosas que no se hacen. Por lo menos no se hacen si uno tiene un poco de vergüenza torera. El panorama se me puso negro de cojones. Yo no tenía ningún medio de transporte que no fuese público y el refugio más cercano al que poder escaparme estaba a cosa de trescientos kilómetros. Tampoco tenía medios económicos suficientes para haberme levantado, recogido mis cosas en mi mochila publicitaria de indigente y marcharme sin una palabra a una pensión, mudo, desconcertante, teatral, lo que les va a estas muertas de hambre. Yo no se lo hubiese hecho, por lo menos de ese modo. Hubiera, por ejemplo, gastado del pragmatismo de la tecnología de la comunicación. Mucho más frío, deshumanizado, puede, no lo niego, pero logísticamente mucho más práctico ¿A quién le hace falta tanta tontería, tanto protocolo? Me podría haber dicho lo mismo solo tres días, por lo menos por cordialidad, antes de venir. En el fondo se trata de cosas que ya todos sabemos de memoria.

         Cuando empezó a balbucear y a sorber moquita recompuse lo que me quedaba en el campo y retrocedí poco a poco, en orden, dando la cara, mintiendo, contando cuentos, manejando una conversación que era un mal bodegón, cortando un traje a alguien que me lo compraba por obligación. No lo hice por crueldad, lo juro. La necesidad de pasar la noche bajo techo en un sitio completamente extraño es de primer orden. Supongo que ella se creyó lo que quiso creerse. Y nos besábamos, cada poco, mucho más, y mejor, que en todo el fin de semana. ¡Qué cosas!

domingo, 6 de noviembre de 2011

Las llagas XIII

 
         Durante todo el aseo la estuve señalando, por lo que ella me dio un manguerazo de agua fría en el vértice. Doloroso, muy doloroso. Llego a que apuntar con algo a alguien es de mala educación, pero no son formas de civilizar a la parroquia. Ellas, como son molestias con las que no tienen empatía, se las toman a chufla. Luego ríete tú del dolor de ovarios. ¡Verás! El chorro, y el shock vasoconstrictor consecuente, no tuvieron ningún tipo de efecto en mi erección. Seguí, aunque dolorido y tiritando, en firmes. Saña y tortura cotidianas, de andar por casa. Me callé por no montarla, otra vez. A perro flaco todo se le vuelven palos.

         Por la tarde se suponía que íbamos a ir a un parque de atracciones con la prima, como tantas cosas se suponían y luego no fueron. También tenía el compromiso social ineludible de ir al cumpleaños de la madre de una amiga. Una cincuentona de las que pretende echar el tiempo atrás, aunque al despertador japonés con el que mide el tiempo ya no le queden pilas, a base de ropa de furcia de la fashion week mercadillo Parla y amante trasnochado, en este caso un murciano (de una puta y un gitano…) me pareció entender que camionero (topicazo). Ella debía ir porque la tipa de los años, los muchos años, era más que una madre de una amiga, era una amiga más. Por otro lado la amiga, intima al estilo que gastan las mujeres en sus lealtades, se marchaba unos días para Argentina a casa de su novio, argentino él, en efecto, y debían imperiosamente despedirse con mucho grito, mucho “¡Tía, tía!” y alguna lagrimita de saurio amazónico. Lo de la amiga, intima (recalco) mientras durase, y el de la pampa también era de renglón aparte. Tenían una bonita historia de amor, convivencia matrimonial, conveniencias de vivienda, sobrepeso, raquitismo, cuernos en Polonia, puñetazos en las paredes, puñetazos mejor dirigidos, fotos raras en Internet, coartadas, “te quieros” y “a la que pueda lo/la dejo”. Con mejor estética, una telenovela bastante rumbosa. Ella pretendía que fuéramos a la fiesta y yo la esperase en el coche. Nos jodió, con la gorrita de plato, la librea y los guantes blancos esperándola en el Ibiza destartalado. La idea de parque de atracciones si que me interesaba, pero a ella no, mujer sacrificada por los demás, altruista. Estaba con la velocidad metabólica de un koala y no quería. No quiero y me enfado, como los niños chicos. La prima no llamó y no hubo ni parque, ni atracciones ni nada. Estaba de pasar. Para compensar, la fiesta también se frustró. Un disgusto y una pena, pero es adelantarme.

         La sobremesa se fue en una TV movie. Un instituto con dramas multiculturales, pluriétnicos y de integración. Era un petardo patrio con happy-end, la música como dios que trae el maná de la utopía, una maestra novata a la que el conformismo intenta aplastar, estereotipos y toda la morralla. Cine subvencionado que no ve ni el Tato. Acabándola de poner guapa llevaba tandas publicitarias de veinte minutos por hora. Creo que el mejor homenaje que hubiese podido hacer a semejante obra de arte hubiese sido un sonoro y magnifico pedo de trompetilla en el clímax dramático del film. No me vino. Los pedos, como todo aquello que no lleva guión, nunca vienen cuando irrumpirían estelarmente, oportunamente, cuando significarían más que cualquier palabra, gesto, acto. Me aburría. Tiraba manos sigilosas por debajo de su camisón malva. Ella se dejaba o no, según el grado de concentración que le iban exigiendo los golpes de la mierda de libreto. También medité ratos, somnoliento y bostezando. Miraba la decoración con la mente en el vacío. Ni estaba excitado sexualmente ¿Para qué?

domingo, 30 de octubre de 2011

Las llagas XII

        En la casa lo único que pude hacer a derechas fue sentarme y ponerme a ver, obligado, un magacine del corazón, las sobras de otras franjas de audiencia, algo como un plato de ropa vieja mal llevado por dos modernas bien. Esperaba la comida, o por lo menos un sucedáneo que llevarme a los dientes, pero ella, despatarrada en el otro lado del sofá esquinero, solo comentaba el mundo rosa. Le pedí una cerveza, otra vez. Me mandó a la cocina de campamento y chabola del piso. Platos y restos por toda la encimera, cajones desvencijados y grasa en los fogones. Entré de puntillas (estaba descalzo) vigilando el suelo como un campo de minas de Camboya, notando como la suela blanca de los calcetines se tiznaba rápidamente. Abrí la nevera. Tuve la sensación de que al electrodoméstico lo habían llenado de alimentos normales y corrientes, humanos, y acto seguido alguien había tirado una granada de mano dentro. Parecía un Jason Pollock o un Kandinsky en tres dimensiones. Todo muy acorde con el momento menstrual que se estaba viviendo. Si semejante composición, olores incluidos, hubiese sido creada por un bohemio de barrio pijo, seguro hubiese estado en una galería y no en la cocina de los horrores. Tampoco tenían cerveza. La abstemia y la Ley Seca habían llegado a la capital. No llegué a meter la mano en el frigorífico, me daba miedo. Ella me gritó, supongo que en esos momentos la pantalla estaría con publicidad o cebos, que si tenía hambre podía coger lo que quisiese, que en la nevera había paella. Miré la paella, que tuvo el buen criterio de darme las buenas tardes desde su tupper translúcido. El contenido tenía tiempo suficiente como para haber desarrollado un ecosistema pleno fúngico, bacteriano e incluso en los primeros estadios de invertebrados, sobre el arroz condimentado, pétreo, y el sofrito de huesos de pollo con el tuétano, entre marrón y gris, al aire. Bebí del grifo montarazmente, con la mano en cuenco bajo el chorro y sorbiendo en ella, sobre la loza sucia con dos datos curiosos presentes en mi conciencia: 1) la poca capacidad de supervivencia de un humano deshidratado y 2) las cañerías de plomo acaban envenenando a la gente. No hubo comida. Si entonces me hubiese frito un huevo, por ejemplo, le hubiese pedido matrimonio, a pesar de todo. Me estaba empezando a quedar como una farlaestrella del rock a mitad de gira mundial con toda la mierda que me estaba cayendo.

         Llegó el telediario. Ella se despegó del sofá (metamos ahora el efecto sonoro de un pedazo de velero abriéndose). No es que la niña fuese muy de actualidad sociopolítica. Sacaba más beneficio duchándose que enterándose de la situación internacional del mundo. Le pedí acompañarla. Tuve que insistir. Creo que aceptó por misericordia, por tener un segundo de buena persona. Se lo pedí con la resistencia inquebrantable del que llega al asalto doce recibiendo una tras otra mientras pretende dar un KO. Yo tenía el cuerpo de jota y la polla más alterada que un fox-terrier mirando un agujero en el suelo. Esperaba que la tontería y el agua la ablandasen, como los garbanzos a remojo, pero el ambiente no era, ni mucho menos, el ideal para una porno fantasía de jacuzzi. No sé porqué me sorprendió. El váter mantenía estadísticamente el continuo de mugre del hogar. El estado deplorable de la bañera, y del aseo en general, hizo que bendijese a las fuerzas armadas (Celine explica mejor que yo lo que es alistarse a lo bobo) por haberme concienciado del uso y beneficios de fungicidas mata-olor en los pies. Dejé los pantalones y los calzoncillos en la pila del lavabo y ya estaba erecto. A ella le colgaba de la vagina el extremo, blanco, del hilo del tampón. Matices.

domingo, 23 de octubre de 2011

Las llagas XI

        La ciudad, bueno, el suburbio, comenzó, por fin, a clarearse. Me puse un brazo sobre la cara para taparme y al rato, logré dar una cabezada. Ella me coceó. La molestaban mis ronquidos (¿?). Justo cuando había conseguido rendirme a la hostia apagadora de mi propia conciencia y agotamiento durante algo menos de un cuarto de hora. Un detalle, otro más por su parte, interrumpirme cuando había, por primera vez en unas treinta horas, pasado de la primera de las fases del sueño. La hijaputa no me dejaba ni el resquicio, la esperanza de huída, de unos minutos en la fantasía del REM.

         Entonces deflagró. Se volvió loca y le arreó un calentón de tres pares. Se me encaramó encima y durante un rato nos estuvimos frotando con ansia, con la excitación y la épica del mañanero. Durante ese escaso tiempo volvió a ser la jodedora animal en que podía llegar a transmutarse, la hembra procaz y sucia, la puta más puta. Las circunstancias le impedían un pene dentro, pero, con todo, me apretaba hacia abajo con su entrepierna a horcajadas sobre mi ropa interior puesta. Al cabo se le pasó. Conciencia, lucidez, torcedura de ovario ¿Qué cojones fue todo eso? Alguna excreción de la sofisticada (ironía) psique de las mujeres, tan complejas (ironía otra vez) ellas. Descabalgó, se sentó en la cama y, una vez que hubo recuperado un poco la respiración y la compostura, desapareció a darle las mañanitas a la prima. Aproveché para cascármela. No iba a ser tan moña de empeorarme la situación voluntariamente con un dolor de huevos vespertino por el hortigueo. Por otro lado, no tenía porqué desperdiciar la empalmada. Había tocado a generala y, aunque no se tuviera combate, por lo menos disfrutaría de unas pequeñas maniobras. Pajillero que es uno, de toda la vida. Por supuesto tuve el buen gusto, característico de un tío elegante como yo, de dejarle mi “zumo blanco de blanco” al primo en sus sábanas. Supongo que no era la primera “perdigónada” (greguería) que sufría el juego de cama en su estampado infantil. Mientras lo hacía pensaba agresivamente “¡El que venga detrás que arree!”.

         Me vestí con la misma ropa que el día anterior. Me la sudaba cosa mala que la descastada de la prima se pensase que era un guarro y mi reina tuviese que oler encima de mí ese toque a amor de zarigüella que llevaba puesto. Encendí el ordenador del tipo y me puse con mis redes sociales una vez más (dosis), y una vez más no había nada (bajona). Me dio tiempo a dar la tourné habitual por páginas chorras, a estirarme y bostezar groseramente en la intimidad cartón-piedra del cuarto, la casa y la presencia latente de ambas primas. Como no acababa de volver me eché la toalla al hombro y fui a mis abluciones. Creo que fue el momento más cómodo desde que montara en el autobús en mi casa. Después recogimos las sábanas donde mi genética ya estaría seca y camuflada. Mientras nadie las pasase bajo una luz negra seguiría siendo el crimen perfecto. Y aun en el caso, reclamaciones al maestro armero.

          Volvimos a su casa, el tiempo verbal correcto sería fui a su casa, que yo no la había pisado todavía, en la desolación del final de una línea de metro un sábado por la mañana. La prima nos acompañó hasta el último momento. Era una carabina profesional y no se esfumó hasta dejarnos embocados. Me despedí torpemente de ella, repitiendo estúpidamente los mismos cumplidos una y otra vez. Me cago en el protocolo social. Su novio, al que nunca llegué a conocer, se había quedado durmiendo. Había llegado del trabajo con el sol y supongo le importaba mi subexistencia lo suficiente como para pasar de presentaciones. Era mozo de cuerda en Mercamadrid, por dar un dato.

domingo, 16 de octubre de 2011

Las llagas X

 
        Creo que fue una de las cinco peores noches de mi vida. Eso comparándola incluso con episodios alcohólicos agonizantes en los que el vómito de granadina me indujo a la certeza de que estaba expulsando, demoníacamente, sangre y apenas me quedaban horas de vida. Pero esas son otras historias, buenas historias, no esta gilipollez. Por lo pronto no llevábamos ni cinco minutos de “luces fuera” cuando a la prima le dio por llamar como una chiquilla con pesadillas de hombres de saco y hombres a saco, cocos, cocas, extremidades amenazantes debajo de la cama, ladrones de viviendas soviéticos, payasos de hamburguesería en el armario y bíblicos violadores. Y allí me quedé, solito otra vez (¡Coño! Me ha salido rimado), sentado, sujetándome las rodillas, con una erección que me moqueaba los calzoncillos sintéticos azul claro fruto de los cinco minutos de pequeña escaramuza erótico-charanguera (no llegó siguiera a verbenera) que habíamos mantenido. De repente me dio sed de resaca (los borrachines la conocerán), angustia, derrota, hambre, calor. Miré por la ventana al parking de camionetas de reparto al que daba el cuarto del primo, tío, obispo de Zamora… era un desasosiego invasivo que se me estaba repitiendo casi cíclicamente. Las sensaciones estrella del fin de semana. Ahora podría decir que entonces me olí las mierdas que vinieron después. Que me preparé y monté una defensa decente, que gracias a eso achiqué los balones con orden y concierto y, maquiavélico, orquesté todo lo que habría de ser. ¡Basura! Únicamente me sentía mal y ya es bastante. El asco, la nausea, no son tan metafísicos. Por lo menos los míos no. Allá cada moñas con su estupidez propia. De la ventana no entraba ni un mal aire y fuera solo había luz naranja de farolas (me repito con el tema de la luz de farolas pero es que siempre me sale por ahí la muestra) sobre el espacio semi-industrial y la fauna de descampado (grillos, chicharras y algún pequeño vertebrado) tocando los huevos. Cuando volvió, sin decirme claramente qué le picaba a la prima (algo de miedo a la oscuridad), la mandé a por agua. Ella, quizá por compensarme, fue a por un vaso. Estaba caliente, el agua, no ella.

         El resto de la noche transcurrió en la arcada y el surrealismo. Fueron unas horas de guión de los hermanos Marx dentro de un contexto bizarro, castizo y kisch de Almodovar con la duración y ritmo de cualquier japonés de samurais en blanco y negro y cinco minutos de plano a una flor. Conseguí conciliar el sueño un par de veces, luego me despertaba de pesadilla, nervioso, desbocado el sistema cardio-respiratorio, asustado. En los huecos insomnes miraba al techo, a las fulanas de los posters, intentaba encogerme y desaparecer por la rendija entre cama y pared. Escapar por la madriguera del conejo. Ese momento y plano existencial se me hacía incompatible para los dos. Se lo hubiera dicho, además con tacto y consideración, si no hubiese estado bufando a lo cetáceo tan tranquilamente, desparramada a mi lado. Se me dormían continuamente brazos y piernas bajo el peso fofo blando, caliente y remostado de la carne de ella. Me agarrotaba estático. La nuca, dura como una tabla, se me adhería húmeda a la almohada. Ella se despertó y propuso el esperpento de darse la vuelta y dormir con la cabeza a los pies del jergón. La idea era un raro sesenta y nueve fetichista de los pies donde los suyos, ásperos, callosos y de dedos deformados, bailarían a la altura de mi cara por lo menos, según la pinta de duración de la noche, hasta el mediodía casi. Me opuse. Algo hizo que en mi cabeza apareciese la imagen de un montón de sucios obreros del carbón del siglo XIX hacinados en un cuartucho inmundo de cualquier novela social o folletín de la época. A ella, tan refinada, tan especial, le daban estas pedradas de bombero y chimpancé de la selva y no le importaba dormir como una bestia en una cuadra. El Madrid de Baroja se había levantado y me había dado una leche, bien dada, a mano abierta y sobre el oído, para espabilarme y decirme: “¿Te cogerá de nuevas, tonto la polla?”. Volvió a dormirse. Siguió pasando el tiempo, inexorable, lento pero inexorable. Es lo que tiene el sistema físico de continuos que nos cayó.

domingo, 9 de octubre de 2011

Las llagas IX

 
        A la una y media, o incluso más tarde, la emisión empezó con el saldo sentimental, el frikismo y el porno light. Hora de irse a la cama. Cama para dos, de noventa, espacio para una orgía, en la habitación del hermano del novio de la prima, cuñado de la prima, coño moreno y niñato de posters de Interviú torcidos (solo teta, nada de gato), alineaciones culés de gala y negratas voladores de la NBA ya retirados. Eso si, había unas veinte pulgadas de los cuarenta canales de mierda de la tdt sin mando a distancia ni padre que lo compusiera y un sobremesa encendido por el P2P rebosante de reggeaton con estados verdes de descarga completa. Tuve una cierta tentación de alegrar al chaval ilustrando el buscador del programa con ciertos nombres de la industria californiana y algo de enanos (o como cojones los llame ahora la puta corrección política). Sería un detalle en pago al alojamiento y lo de los “pequeñines” porque mi jodido diablillo de la conciencia y el hombro me lo insinuaba tontorrón. A lo único que me atreví fue al seguimiento de muro de mis redes sociales (soy un lila ¡qué coño!). Lo del seguimiento es mi dosis religiosa cada cuatro horas. Dosis a la que suele seguir una decepción-bajona porque nadie me ha comentado nada, etiquetado nada, dicho nada… Solamente significa la necesidad de aceptación y reconocimiento por parte de mis congéneres. Chorradas. Y todo esto lo hice, o padecí, estando sólo. Mi querida, amada, esplendida y adorable, me había dejado a mi libre albedrío en la inhospitalidad del cuarto. Pensaría que al estar lleno de mamas y Photoshop yo estaría bien y no con la incomodidad rígida del que le han metido un palo de escoba por el culo. La muy lagarta estaría cambiándose, armando el dique contra el GOA o “Gazpacho Ovular Asesino” (el día en que Gozzilla se enfrente a semejante monstruo va a quedar de Tokio lo que yo te cuente) y despellejando con la prima. Opté por quedarme en gayumbos y meterme en el catre para empezar a coger postura. Me arrinconé contra la pared porque instintivamente me parece un sitio de más refugio, o menos hostil, como se quiera leer. Justificándome en que soy un animalico de costumbres y estoy ultracondicionado pavlovianamente a determinados comportamientos, fue apoyar a espalda en el colchón y, acto seguido (reflejo condicionado), empezar a sobarme la sardinilla. No es mala terapia de preparación al sueño, por lo menos es mucho más barata que los Trankimazines. Más o menos en el momento morcillona alta (tardé un pelín, que no me estaba dando saña. Solo era manoseo de oficio, no una paja de combate) vino ella descalza, embragada (no, embragotada, que no es lo mismo) y con coleta alta. Se tumbó a mi lado y apagó la luz.  

domingo, 2 de octubre de 2011

Las llagas VIII


        También me fijé que en el mueble bar, entre las fotos amarillentas, los platillos de “Recuerdo de...” en letras doradas y el reproductor de DVD con tapete encima, había, en un apartado, una decorativa colección de grandes obras de la literatura francesa impecable, puesta para desfile y parada. Seguro que comprada ex profeso para el ornato, su virginidad estaba todavía intacta o, como mucho, la telilla cicatrizaba descarnada entre escozores urinarios tras una primera vez, como todas las primeras veces, breve, extraña e insatisfactoria. Desde uno de los ejemplares el nombre “Zola” me atraía irresistible, hipnótico sobre uno de los lomos. Despertaba esa vocación de ladrón de bibliotecas, don que dios me ha dado, que arrastro por el mundo. Creo que hice algún tipo de comentario sobre la colección. No recuerdo muy bien qué pero estoy seguro que fue algo en plan cumplido. Tanto ella como su prima me miraron como las vacas al tren. La prima, por no parecer una analfabeta, y también por presumir del brillo intelectual de su familia política, me preguntó qué me parecían los cuadros. Eran acrílicos chillones, bodegones, paisajes y marinas principalmente, repartidos por toda la casa. La obra maestra, fulgurante como el cartel fosforescente de un local sin categoría y para perdedores en Las Vegas, Nevada (una metáfora, la del local y los perdedores, cojonuda para indicar la mierda en la que estaba metido), era una copia de la famosa fotografía ochentera de la niña afgana de los ojos azules y el burka levantado pintada en colores extremos y malas proporciones. Tanto, que el fondo de la pintura parecía una estampa pop-art. Para semejante esperpento hubiese sido más lucido descargarse la fotografía y jugar con los contrastes y fuentes de color de cualquier programa de tratamiento de imagen. Me hice el loco. “Yo de eso no entiendo mucho, pero a mí me parece que está bien”. Aviado. Seguía haciendo calor en la salita, pese al aire acondicionado. ¡Dios si lo hacía! Estaba sudando como un cabrón en plena brega y para disimular cada dos por tres iba al váter, hortera y rosa, también característico, a beber agua del grifo.

         A la hora de preparar la cena la prima se esfumó y nos tocó a nosotros meter las pizzas en el horno. Una de ellas se carbonizó, la barbacoa. Me daba igual, yo me la hubiese comido cruda y congelada. Daría sed y estaría caliente, incandescente casi. Puto asco. Cuando ella, mi querida anfitriona, inútil con sus zarpas de mono, intentó abrir el sobrecito de la salsa, dobló el abrefácil atrapando el líquido en su continente. Por eso se enmendó con el de la cuatro quesos rajándolo de un fuerte tirón por la mitad. El contenido, especie de esperma bovino amalgamado con un poco de harina, le llenó las manos y salpicó las paredes, armarios, encimeras y electrodomésticos en la medida que su poca capacidad en centímetros cúbicos le permitía. La prima volvió entonces, cambiada, aseada, cómoda, de andar por casa. Ejemplo entre las amas de casa, dejó la salsa escurriendo por todas las superficies donde había caído. Era asqueroso, cierto, pero también, hasta cierto puntito, simbólico y lúbrico. Cenamos, poco y malo. Era lo que había. A continuación me pusieron a ver la tele. Verduleos de prime time sobre arrabaleras poli-toxicómanas, Barbies botox, descendencias y toreros. Eran sus heroínas, sus mitologías, sus cosmogonías. Hubiesen querido ser ellas, dado lo que fuese por serlo. Donde no hay mata no hay patata. Allá cada cual con sus referentes. Yo tengo los míos y tampoco son muy ejemplarizantes. Me la tuve que envainar y tragarme el programa entero, padecer el programa entero. Cuando uno se lo propone, ¡Es tan bonito el amor!

domingo, 25 de septiembre de 2011

Las llagas VII

        No había cena. Ni casa, ni comida, ni cópula,... todo muy considerado. Me preguntaron que qué quería llevarme a la boca. Soy un tío educado y les contesté que me daba igual. Fuimos a un chino. Chino ultramarinos, no chino restaurante. Si hubiese sido esta opción en lugar de aquella hubiera podido satisfacer mis ansias pantagruélicas con un fantástico buffet de rollitos rancios, carnes recalentadas, tallarines fríos, pan de gambas,... Para mi fin de semana hubiese sido como encontrarse un euro reluciente al lado de un contenedor de basura. Se es feliz con tan poco. Pero no fue, lástima.

         Compramos dos pizzas muy modernas con sobrecito de salsa y todo, queso y barbacoa respectivamente. Dos pizzas para tres personas, algo superior para alguien como yo, que puede engullir como un noble renacentista. Las pagamos a escote. Estaba yendo tan bien la cosa que me dio por comportarme como un señor y hacerme el sosca ante una posible invitación. La prima no dejaba de insultar al dependiente del colmado. Utilizaba todo el rato la coletilla “amigo” de manera ofensiva, diciéndola con cara de asco entre estupideces y faltas de respeto que el chino no comprendía, o no quería comprender. “¿Dónde tienes las pizzas, amigo?”, “Mu´ caras, amigo”. El tono, la forma, el cómo se encaraba con él, prepotente, supremacista como los paletos sureños estadounidenses que odian a los judíos y a los negros y salen en las películas vestidos de nazarenos. Debía tener tallados en sus pocos conocimientos los teoremas del “nos vienen a quitar el trabajo”, “son gilipollas y no se enteran”, “¡Qué se marchen a su país!”... Me afectó la poca calidad humana de lo que estaba haciendo la muy puta, el como desde el fondo del arrollo, entre heces y orina, la desgraciada se atrevía a mirar por encima del hombro a otra persona. Hubiese dado cualquier cosa por estallar una hostia en su cara, por agarrarle la cabeza con la mano izquierda y descargar el puño derecho una y otra vez hasta hacerle el cráneo una masa. El chino, educado y solícito, nos atendió. Una lección Barrio Sésamo sobre la dignidad.

         La casa del novio de la prima estaba en el puto final de la ciudad. Más allá del bloque, pequeño, no más de dos o tres alturas, empezaban los descampados, secarrales, carreteras y autovías. Un paisaje amarillo, árido, tipismos castellanomanchegos. En el piso no había quien parase. Era como la fragua del infierno. El único aparato de aire acondicionado lo tenían en la salita donde debíamos pasar la velada alrededor de una camilla, por supuesto con todos los complementos: faldilla, puntilla, cristal redondo, armazón de brasero... Pedí una cerveca. El alcohol es un consuelo maravilloso para dramas domésticos y aburrimientos vividos con el trópico en el termómetro. Esperaba que, con un poco de suerte, hubiese en la nevera un pack de latas o unos quintos de marca blanca de los que me echaría un par o tres de ellos al buche. Hubiese significado anestesiarme y poder ver la vida a través de las gafas de sol de diseño que supone el principio e intoxicación etílica en mi, por lo ordinario amargada, conciencia. No había. “¡Podíamos haber comprado alguna en el chino!”. No te jode, bonita. Por poder, yo podría ser un magnate petrolero ruso, tu una prostituta de lujo-modelo pelirroja y la casa del novio de tu prima (molesta ya tanta repetición de la misma fórmula) una isla privada en Dubai. ¿En que casa no hay un par de cervezas en el mes de agosto? La prima, muy ladina la jodida pécora, tampoco tuvo la amabilidad de ofrecerme algún sustituto con base en el género del mueble bar que presidía, gustos estéticos de la tecnocracia del final del régimen, la salita. Incluso hubiese dado los cinco o seis euros que pudiese valer un (en ese momento) utópico vodka con naranja.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Las llagas VI

 
        Allí en el banco se me aparecieron, mientras esperaba y saliendo del tercer o cuarto portal por debajo del suyo, tres gracias del lugar. Ellas, que iban vestidas como para trabajar en algún edificio luminiscente de carretera con afluencia de camiones: cabezas oxigenadas, minifaldas elásticas, escotes, mucho y mal maquillaje; me miraron mal. Me excitaban sexualmente y por eso me acuerdo de ellas. Me miraban mal con cierta razón. Debía tener una pinta muy rara con los pantalones verdes, anchos, de corte militar; la camiseta roja, ajustada, pequeña, sudada y la mochila, de propaganda, entre las piernas. Entre asco y suspicacia, se pensarían que era alguna especie de incompetente mental. Entonces me puse a calcular las probabilidades reales de que me pasase algo. Algo como que uno de los latinos grasientos, gordos, adustos, de piel amarillenta, uno de los de la puerta del locutorio cercano, me atracase; o que algún adolescente de peinado de estrella del fútbol mal copiado y mucha coca (aunque la tasación habitual del speed suele ir mucho más con su tipología) me diese un puntazo amparado en su propia estupidez y la Ley del Menor. Soy oficialmente, según mis diplomas académicos, un especialista en seguridad. Me aburría y estaba cansado. Restos de teorías criminológicas, antropografías delictivas, etc... transitan por mi memoria profunda y salen a respirar, como las ballenas, a veces. Por eso elucubraba semejantes gilipolleces. Cosas de paleto, ciudad que viene grande. Me he criado condicionándome con telediarios truculentos. La respuesta condicionada (“ER en adelante”, que dijeran los apuntes) es normal que tire por esas trochas.

         Ella, por fin y de una puta vez, salió del antro y tertulia con un troley muy amariconado. Arrastraba las ruedas por el enlosado y sonaba a carraca. ¿Tantas cosas le hacían falta para una sola noche? Luego descubrí que sí, además de que la logística menstrual, aparte de un misterio, es aparatosa, escandalosa casi. Acto seguido recogimos a su prima en una de las paradas del metro. Venía dios sabe dónde. Me lo dijo, estoy seguro, pero me sigue importando una mierda. Casi desde el principio me fusiló a preguntas. Personales, groseras, inocuas, sin sentido, de todo pelo y condición. Preguntas con las que pretendía informarse para proteger a su prima del ser extraño que había venido de a tomar por el culo en la España Profunda. Preguntas que no servían para nada. La mayoría de mis respuestas la dejaban fría. Venían de un mundo superior, o por lo menos diferente, que no entenderá jamás. “¿Qué música te gusta?”, ”¿Qué películas?”, ”¿Qué te gusta hacer?”, ”¿De dónde eres?”, ”¿Has estudiado?”... Por partes: “Ahora mismo Iggy Pop. No, no es nada de lo que suela poner tu novio en ese delirio de utilitario que pretende hacer pasar por tuning. No lo has oído jamás, seguro”, “Miedo y asco en Las Vegas y El club de la lucha, entre otras muchas”, “Me gusta leer. Como sé que a ti no mucho, no me molesto en darte autores que no vas a conocer o títulos que se salen de los best-sellers a los que puedes acceder cuando, milagrosamente, alguien te los deje y los consumas hilvanando una de cada diez páginas. También me gusta masturbarme cada dos por tres, especialmente utilizando pornografía temática de asiáticas como surtidores y anglosajonas fetichistas de culos aceitados. Pero esto último, evidentemente, no te lo voy a decir a ti”, ¿Qué me queda? ¡Ah sí!, “Soy de una porquería de pueblo donde todavía hay quien no quiere poner agua corriente en su casa y quien, muy pintoresco, se ayunta con animales (te lo digo con la expresión local, significa que joden con ellos)”, “¿A qué le llamas tú estudiar? Si para ti es haber superado la ESO entonces sí, he estudiado. Una época muy divertida, por cierto”. ¿Te has enterado de algo? No. Estaba seguro de ello. Querida prima, aunque ya no deba usar ese tratamiento, fue un placer el no conocerte. Que te salga mal la vida, te lo deseo incluso estando seguro de que será así. Tu pesada protección y tu altruismo hostelero no han servido para nada. Adiós, cielo. Si hace falta puedes coger un día con tu prima y ponerme verde catalogando todos mis defectos. Seguro que me has sacado un cojón de ellos. Para algo te tenía que valer el interrogatorio. El que no se consuela es porque no quiere.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Las llagas V

 
        A las tres de la tarde cogí un autobús, en mi pueblo todavía coche de línea, que me llevó por las parroquias de media España de romería, acorralado entre el cristal y una inmensa señora llena de fulares y trapos al cuello que sudaba, se quitaba los complementos, sentía frío por el aire acondicionado, volvía a ponérselos, y de vez en cuando pegaba cabezadas en las que se vencía, paulatinamente, hacia mi hombro. Llegué a la estación sobre las siete, todavía de día, calor y demás. Ella no me estaba esperando. Según la porquería lacrimógena que se había montado, fue por estar al médico. Por eso me tuvo en el túnel que da a la estación de metro cerca de una hora. Lo del médico me sigue oliendo a culebrón, del malo, por una razón evidente: si en las ordenanzas asistenciales patrias ni Clavijo trabaja más allá de las tres de la tarde, mucho menos a las seis (hora de su cita), por mucho ciudad, metrópoli o gran Babilonia que sea. Cuando apareció, muy etérea con sus sandalias de tacón y su vestido ligero, vaporoso y suelto que tan mal le quedaba con los hombros blancos, casi celulíticos, al aire, su poca talla de tetas y su cara redonda y mofletuda de chochona de tómbola deprimida rajándose las venas en la bañera, le pregunté por el diagnostico. Ella hizo el papelón, el misterio. Tanto que nos dio tiempo a coger el bus que suplía al metro, en obras. Del autobús al metro donde ya se podía circular y de allí a una plaza importante y monumental, dónde todavía me dio un paseo hasta el parque que hay por debajo de un casposo monumento archiconocido, magnifico, cuyo nombre soy incapaz de fijar en el poco cableado que mi afición al alcohol me permite conservar. Una vez allí, en el césped y de plan (como se decía antes) y con ese tira y afloja del “te quiero tocar una teta” o “¿Porqué no me enredas un poco con el huevo derecho así en plan lúdico?” versus “¡Las manitas quietas!” o el “¡Para de una vez!” (muy bucólica la pintura), me comunicó que podía ser un principio de leucemia (lo del médico) y que no sabían. Mientras me explicaba todo, con mucho tecnicismo mal dicho y conocimientos apócrifos de medicina, yo veía, debajo de su cabeza y en mayúsculas amarillas parpadeantes, el subtítulo “PELÍCULA DE ROMANOS”. Al instante le ofrecí todo lo que estuviese en mi mano con esa impostura, entre brusca y cateta, diciendo malsonancias, azarado... que aplico cada vez que pretendo un barniz sincero, profundamente sincero, tan sincero que me da vergüenza estarlo diciendo. ¡Mentira puta! Que se dice en mi terruño. Por supuesto en este ofrecimiento estaba incluida mi médula ósea si hiciese falta. Viniendo al cuento, hace un rato, justo después de decirme que no me quería volver a ver, me la ha vuelto a pedir. Mi médula, me refiero. ¡Joder con el instinto de conservación y su puta madre la vikinga! Le he respondido que sí, que por supuesto, que todavía me visto por los pies. La verdad (y nada más que la verdad con la ayuda de dios, señoría), que ella intuirá dentro de poco hasta aparecérsela en forma de cruda y viscosa casquería, es que por la salvación de su ser no me sangraría ni un grano con cabeza blanca, mucho menos la médula. Soy un apóstol del “hablar es gratis”.

         En el parque estuvimos hasta el anochecer. Le di todo mi repertorio, manido, estereotipado, usando lo que llamo la voz del Papa, o del Puto Papa, según las circunstancias, y que no es otra cosa que chorradas pretendidamente profundas y (suspiro irónico) enamoradas que suelto a volumen medio-bajo desde el diafragma. Aunque pueda no parecerlo me ha dado siempre bastantes buenos resultados. Después nos bajamos para su casa, barrio piojoso, sucio, miserable. Protección social del franquismo agonizante en edificios bajos, cuadrados y ocres entre avenidas principales con árboles pequeños, secos y macabros. Allí debía coger las cosas para pasar la noche. La esperé un rato inmenso en un banco a unos veinte metros de su hura o madriguera familiar. Considerada como siempre. Sus padres, basura blanca, no debían verme, faltaría más. Se estaba portando magníficamente como anfitriona, amante, persona...

domingo, 4 de septiembre de 2011

Las llagas IV

 
      La idea de que, en apenas un par de horas, tendré que levantarme y ella me llevará en su coche, carne de desguace, a la estación de autobuses se inflama hasta ocuparlo todo. Quiero que el tiempo pase y no pase. Que pase para librarme de una puta vez de la pesadilla de ella, por fin. Y que no pase para poder entregarme un poco al sueño, la desidia. Descansar tranquilamente sin el “coitus interruptus” del determinismo del despertador. Y en toda esta mierda, para evitar que se me acabe de ir la olla y comiencen peores cuadros mentales, recapitulo en fin de semana. ¡Toma entradilla!

         Que conste que ella me lo pidió. Me insistió que viniera. Según las gilipolleces que vomita de continuo, le ilusionaba volver a verme. Para mí era una salida. Un poder dejar por unos días la presión casi penitenciaria a la que mi casa, mi pueblo, mi vida, me someten de ordinario. Eso fue el lunes, o el martes, y basándome en el postureo de su muro de Facebook, que yo fuese era lo mejor que le iba a pasar en toda la semana. El primer plan era que me quedara en su casa. Sus padres se marchaban a alguna actividad, lugar o contexto donde los de su especie se la sacan aparentando ser lo que no son.

        Más adelante, conforme avanzaba la semana, cada día era su cosa. Finalmente la noche del jueves, bueno, la madrugada del viernes, todavía no sabía que iba a pasar. Ella no me daba señales de vida y lo único que tenía claro, por un mensaje de red social, es que no tenía sitio donde quedarme. Cada vez que la intentaba llamar no me respondía o su teléfono estaba apagado. Cuando por fin le dio por contestar resulta que estaba de fiesta con sus amigos y un ex novio (figura con la que Moliere no contaba pero al que le hubiese sacado un partido del copón) y no podía parar mucho porque se quedaba sin batería. Como debo tener un increíble aspecto de deficiente intelectual, no encuentro otra posibilidad posible, la gente pretende engatusarme siempre con trucos pasados de moda y mal hechos de los que todo el mundo conoce el mecanismo. ¿De verdad ella se podía creer que me la daba con esa pamplina? Si es así debe ser más estúpida, mucho más estúpida, que el común de los mortales. Alguien debería enseñarla un par de axiomas útiles para su vida adulta: “no porque me lo digas me lo creo” y “no porque te lo diga lo siento“. ¡Qué se busque un maestro! Yo no pienso hacerlo, por supuesto. Demasiada labor social he gastado en ella. A lo mejor es que se le está gestando un alien dentro del cráneo (implantado en un episodio de Expediente X cualquiera) y éste le devora materia gris para crecer. Sería una explicación del poco rendimiento de su también poco caballaje. Divago, y mal, por cierto.

        A eso de las cuatro de la mañana me llamó, por fin. Había llegado a su casa, y, como una excelente heroína de dibujos animados, justificó su actuación en que necesitaba salir de casa, que estaba fatal con su madre. Casi debía ser yo quien pidiera perdón, por desconsiderado. Y es que la liberalización del feminismo significa su impunidad como género. Una tía que miente es que no quiere hacer daño a nadie y está confusa, una tía que hace siempre lo que le sale del mucoso vórtice de su coño, caiga quien caiga, es coherente con lo que piensa, una tía que extorsiona emocionalmente es un ejemplo. En cambio un hombre... Un hombre que hiciese todo eso sería un mentiroso, un cabrón y un maltratador redomado. En fin, cosas de los tiempos. Ahí debí estar más vivo, y no cargar kamikaze para luego pasar por el aro como un mandria. Tenía que haberla mandado lejos, haberle soltado algo, con la voz de actor de doblaje que no tengo, como muy de película tipo “Vale, de acuerdo con toda la mierda que me estás diciendo. Pero no quiero volver a saber nada de ti”. No lo hice. Estupidez supina o fe en la bondad humana. Las dos cosas se acaban pagando.