domingo, 13 de noviembre de 2011

Las llagas XIV

 
        Cuando acabó la película ella puso cara de tapón de heces en el recto y se fue a su habitación. Se olvidó de mí, ya me estaba acostumbrando, y se enganchó al ordenador. Chateó un rato, a saber con quien. Soy capaz de distinguir según y que acciones por el sonido del teclado, práctica de hacer el mandria indebidamente. Después se puso a buscar horarios de buses para endilgarme. Me preguntó en qué empresa tenía pensado marcharme, y a qué hora. Mi plan de domingo a las siete de la tarde se desbarató cuando volvió sugiriéndome el de las ocho de la mañana. Como ella quisiese, me daba igual, yo estaba en abulia. Tuvimos un silencio de duelo en western, su cara de glande confrontada a mi inmenso asco por el mundo. Buenos, feos y malos en una sala de estar hortera y pobre.

         “¿Qué coño te pasa?”. No me respondió. A cada pregunta, más cara rara. Tres veces (me negaras antes que cante el gallo, Pedro ¡Cabrón! ¡Chaquetero!) se lo repetí y hasta que no metí interjecciones blasfemas y enfáticas no me dijo nada. Cuando lo hizo acabó siendo, por encima de todo, una falta de buen gusto, de clase, y de la más básica educación. No podíamos seguir, no me quería, no sentía nada por mí, etc. ¡Gol en Almendralejo! Claro que le metió un quintal de adobo que se le suele meter a semejante mondongo. No era ninguna sorpresa tampoco. Desde el principio, desde el momento en que la conocí y me gasté unas dieciséis mil de las antiguas en joder con ella en un hotel dos estrellas de madrugada, sabía que no llegaríamos muy lejos. Pero hay cosas que no se hacen. Por lo menos no se hacen si uno tiene un poco de vergüenza torera. El panorama se me puso negro de cojones. Yo no tenía ningún medio de transporte que no fuese público y el refugio más cercano al que poder escaparme estaba a cosa de trescientos kilómetros. Tampoco tenía medios económicos suficientes para haberme levantado, recogido mis cosas en mi mochila publicitaria de indigente y marcharme sin una palabra a una pensión, mudo, desconcertante, teatral, lo que les va a estas muertas de hambre. Yo no se lo hubiese hecho, por lo menos de ese modo. Hubiera, por ejemplo, gastado del pragmatismo de la tecnología de la comunicación. Mucho más frío, deshumanizado, puede, no lo niego, pero logísticamente mucho más práctico ¿A quién le hace falta tanta tontería, tanto protocolo? Me podría haber dicho lo mismo solo tres días, por lo menos por cordialidad, antes de venir. En el fondo se trata de cosas que ya todos sabemos de memoria.

         Cuando empezó a balbucear y a sorber moquita recompuse lo que me quedaba en el campo y retrocedí poco a poco, en orden, dando la cara, mintiendo, contando cuentos, manejando una conversación que era un mal bodegón, cortando un traje a alguien que me lo compraba por obligación. No lo hice por crueldad, lo juro. La necesidad de pasar la noche bajo techo en un sitio completamente extraño es de primer orden. Supongo que ella se creyó lo que quiso creerse. Y nos besábamos, cada poco, mucho más, y mejor, que en todo el fin de semana. ¡Qué cosas!

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