domingo, 28 de diciembre de 2014

Mañanas Iggy Pop II



Si me diera por reconocer la verdad, tendría que admitir que las mañanas Iggy Pop eran solamente resacas espantosas de un tío que, con cada una de ellas, era un poco más viejo y más débil como para encajarlas con el cuajo y la vergüenza torera imprescindibles. Ahora, con el paso del tiempo y su ausencia, las extraño por el regusto a nostalgia, a libertad perdida y, en resumen a inmadurez que desprende su memoria (¡Coño! Qué pedante me ha salido esta última frase, maquillémosla en que es “lírica”). Las mañanas Iggy Pop eran lo salvaje, la vida casi. Su nombre lo condensa. Eran despertarte como se te hubiese digerido y cagado una bestia mitológica. Pero entre todo lo malo que venía con ellas (especialmente a nivel fisiológico-endocrino) se mezclaba un aire de pura vitalidad, un autoconcepto de ser flaco, sublime, etéreo y tener el alma lo más cerca que se puede de salirse por la piel, como la repugnante transpiración espesa de esas mañanas, sin diñarla previamente. De eso no te dabas cuenta en el momento porque la sintomatología del resacón lo anulaba a la percepción. Aunque era algo real, indiscutible, quizás el motor con que sobreponerte o la esencia de lo que te obligaba a mandar a tomar por el culo tus buenas intenciones para el viernes siguiente (o sábado, o lunes, el día es lo de menos) en el que te disparabas al centro de la medula un chupito de absenta que fuese el primer detonador de la próxima mañana Iggy Pop.

He mencionado algo de la iconografía del nombre. Su bautizo fue más sencillo. En plena nausea, con los escalofríos sacudiéndome el espinazo, le aseguré a un compañero de piso que estaba como Iggy Pop cualquiera de sus mañanas. El otro, que era lo bastante “cultivado” para comprender las alusiones drogadictas (aunque mis mañanas Iggy Pop se constriñesen a un incipiente y violento alcoholismo. Era –y lo sigo siendo. Demasiado pobre para permitirme barroquismos en mis estados alterados mediante prohibitivos e ilegales productos químicos) de la referencia. Y allí lo acuñamos. El término “mañana Iggy Pop” se afianzó como definición ejemplar de mucho significado para muy pocas palabras.

domingo, 21 de diciembre de 2014

Mañanas Iggy Pop I



            Era mucho más divertido cuando todavía teníamos mañanas Iggy Pop. Entonces te despertabas hecho una puta mierda, un sub-humano dolorido y desnudo, pero era mejor ¡Hostias, si que era mejor! Incluso con la peste en el cuarto, la ropa desparramada por el suelo, el malestar general (un dolor silencioso que te inundaba entero jodiéndote vivo), las arcadas con poso ácido a bilis, los consiguientes vómitos miserables de jugos estomacales diluyendo restos descompuestos de bebida, la fría y lúcida depresión, la tristeza de las promesas de mierda (y enmienda), la lacerante soledad (paradójicamente, , cuando una de las mañanas Iggy Pop, milagrosamente, venía con compañía, el asco se multiplicaba, estallaba encarnándose en conjeturas para pode restar solo y en paz, para cabecear sueños cortos y masturbarte compulsivamente arrebañando descargas sexuales de endorfinas que mitigasen el padecer)…

            He mencionado las pajas. Eso era lo primero de cada mañana Iggy Pop. Me sacudía frenéticamente la polla en un alucinado estado de conciencia en el que se mezclaban sueño, recuerdos mórbidos de la noche anterior, dolor, ansia y una progresiva consciencia hacia la penosa realidad. Y durante los mínimos segundos de la eyaculación todo volvía a su orden. Después, en todo el día, dormía intermitentemente, me la volvía a cascar unas cuantas veces, recogía la habitación con calma, prenda a prenda, y la ventilaba del tufo a muerto y etilo exudado, visitaba el váter a des-envenenarme de cualquiera de los modos posibles en un váter, me vestía de yonki (descalzo, con algún chándal, sin camiseta…), malcomía cualquier despojo que hubiese en la nevera (un puñado de espaguetis cocidos y aliñados con sal, aceite y la primera hierba de olor-sabor que trabase por la encimera eran todo un clásico en esas mañanas. La opulencia en esos momentos tiraba más por un arroz a la cubana con dos huevos fritos cuya grasa empapase a gusto mi ponzoña orgánica y un brick de zumo multifruta si reunía los cojones suficientes para ir al supermercado a por uno). Todos esos quehaceres domésticos se consumían el día entero mientras los compaginaba con respirar y meditar desde lo más hondo de las recurrentes jaquecas sobre lo divino, lo humano y la alienante información contenida en mi memoria a corto plazo respecto de la noche pasada.

Llegaba siempre el momento en el que, intentando que el cráneo no me reventase, me duchaba por fin. Lo hacía con agua fría, vigorizante, una puta tortura; para salir renacido, bautizado, tembloroso y límpio, con la auto-significación como ser humano recién recuperado.

Eso no terminaba con el dolor. Este seguía acompañándome hasta el final. Simplemente se atenuaba contentándose con el abotargamiento sensorial. La plena recuperación, la reconquista del bienestar físico elemental, llegaban la mañana siguiente, cuando abría los ojos legañosos y solo podía pensar en la cojonudas sensación de la anestesia. Pero entonces ya no eras como Iggy Pop en una de sus mañanas. Solo era otra mañana del montón, sin nombre ni apellidos.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Las meditaciones metafísicas del Señor Mono III



Llegó el invierno. Uno de ellos cogió un catarro. En comunión se lo trasmitió a todos sin excepción. Todos se curaron a los pocos días, menos el abuelo. Éste continuó exhibiendo síntomas y molestias, terribles según él mismo, durante los meses siguientes. ¿Por qué llamaba la atención con ellos si su actitud general era la de a quien le da lo mismo todo, estar aquí o allí, ser o no ser? La respuesta será siempre un enigma. El viejo tosía, escupía y le dolía el cuerpo entero hasta conseguir algo de caso. Quizás fuese eso…

            Un domingo, un aburrido (como los domingos suelen) domingo, la madre (única persona en el hogar con suficiente autoridad para adoptar ese tipo de decisiones unilateralmente) cedió al chantaje emocional del “¡Estoy mal! - ¿Qué le duele, padre? - ¡Todo!” y lo llevaron al centro de salud. En el centro de salud el doctor de guardia, teniendo un exótico comportamiento de dedicación que desmentía el contexto “de guardia” un domingo por la tarde (o quizás por eso mismo y pasarle así la pelota a otro) ordenó ingresarle en el hospital para una exhaustiva exploración. Se acababa de abrir el bote de la mierda. Bueno, digamos mejor que el bote de la mierda ya estaba abierto y que entonces, por primera vez, empezaron a entreoler su tufo.

            La semana que el viejo estuvo ingresado fue un infierno para todos. Mientras al anciano lo practicaban una batería de pruebas, la madre, en su abnegado rol de redentorista, se tiraba los días y las noches en el hospital. Para dramatizarlo más, apenas comió ni durmió nada en ese periodo. Con ello acentuaba la proyección al mundo de su preocupación absoluta. Fue una actitud sumamente inteligente en un momento en el que lo que se pedía era, al contrario de esas chorradas de salvapatria, utilidad y sentido práctico. El resto se apañó como pudo, aprendiendo un ejemplo más de que el egoísmo es el motor que mueve al que medra. El viejo mientras tanto estaba feliz siendo el centro, obligando a todo el colectivo, tiranizando a los demás en la línea editorial que ordenaba que sus síntomas de catarro estaban por encima del resto: puestos de trabajo, horario, vidas… Nadie se imaginaba que fuese algo grave, aunque la gravedad no era una coyuntura descabellada en el transcurso habitual de una vejez. Tantas veces había venido el lobo antes, y las motivaciones individuales de la madre y del anciano en el asunto eran tan intrínsecamente impostadas e individualistas (ambos satisfaciendo sus egos), que el resto se hubo de volver cínico en legitima defensa.

            Al final de esa semana les comunicaron los resultados. Era la receta definitiva. Al abuelo, según las previsiones del equipo médico, le quedaban unos dos meses. La “noticia” la supo todo el grupo familiar rápidamente, todos menos el afectado. ¿De qué hubiese servido contárselo? A él se le colocó una mentira (quizás la coletilla “piadosa” esté mejor puesta aquí que nunca) ambientada con sesiones en una maquina de oxigeno.

            En su regreso a casa lo instalaron en el comedor, feudo del Señor Mono. Aunque pudiera parecer que era una manera de arrinconarlo, de apartarlo en el trance para evitar la difícil conversación, y convivencia, con alguien que ya no es, que solo está difiriendo un instante (el último) ya concretado, no era así. No esquivaban la significación de la desesperanza. Al contrario, era un detalle, era incluirlo en el espacio más exclusivo y señalado del hogar. Allí trasladaron un butacón y una mesa camilla en la que el anciano apoyaba los codos sobre el hule floreado. Allí continuó como antes de la revelación de la verdad, haciendo una vida (o  anti-vida) más propia de un tiesto que de un humano. No era una novedad (aunque el diagnostico pretendiese matizar de eso algo ya establecido de antemano), solo la suave progresión de la desidia, de la decadencia, la derrota y el hundimiento.

De vez en cuando, cada día, se cruzaban la mirada vacía, casi bobina, del silencioso viejo con los ojillos de plástico vidriado del Señor Mono. No se decían nada porque, realmente, nada tenían que decirse. El Señor Mono, discreto como siempre, se guardaba mucho de dar su opinión. Tampoco es que nadie se la pidiera. Estaban todos muy ocupados con asuntos más apremiantes.

domingo, 7 de diciembre de 2014

Las meditaciones metafísicas del Señor Mono II



            Testigo de todo, cronista casi, ahora asistía al último cuadro costumbrista del hogar. Durante el último año la guadaña había pegado en la casa llevándose al otro barrio lo que iba tocando por lista. La abuela, en un proceso natural, inevitable, se consumió hasta morir, pacíficamente, cuando la fueron a acostar una noche. No había que tomárselo como algo traumático, como una tragedia, en base a la edad de la anciana y del proceso espaciado en meses enteros de deterioro y semanas agonizando, luchando literalmente por cada bocanada de aire con ruidos animales  y terrores nocturnos (a pesar de la senilidad, sabía lo que estaba llegando).

En contra de la fatalista lógica, a la madre le afectó este deceso como un golpe atroz e inesperado, como un estigma al alma que impidió un duelo normal, que abortó la transición del dolor a la rutina. Pero ese es otro tema. Algo que puede que tuviera relación con lo que pasó después. Lo más inmediato tras el entierro, el cambio más concreto y significativo, fue que el recién enviudado abuelo se mudó a la casa. Así se cuidaba de los viejos antes. Progresivamente se los encastraba en un hueco de la normalidad (manteniendo la debida reverencia sumisa a su senectud), se los encamaba, se los asía de la mano con toda la teatralidad cuando el momento concurría y se les velaba en casa para regocijo de vecinos, curiosos impertinentes y carroñeros. En el tiempo del que estamos narrando, cuando el viejo se trasladó con los demás (incluido el Señor Mono), los hospitales y las residencias geriátricas introducían factores determinantes en la ecuación. En esta familia, inducidos por la madre, obligados por sus escrúpulos morales, se optó por el modo tradicional. No valoraremos cual de las dos alternativas es más ética, o cual daña más la estructura de la ficción familiar. El abuelo vivía con ellos, ese es el hecho.

            Durante todo ese año la vida se adaptó al abuelo como prioridad. Todos condicionaron sus existencias a la integración del anciano y a la continua genuflexión que sus canas merecían. El viejo, si hubiese querido, hubiera alcanzado un transcurrir diario digno, con todo solucionado, con posibilidades de ocio, con todas las actividades al alcance de la mano listas para su disfrute. Pero no, él prefirió la desidia absoluta, gastar los minutos dormitando cabezadas en el sillón de la cocina y las noches en vela incordiando con ruiditos y visitas al excusado más artificiales que necesarias. Para cualquier cosa (como que saliese a la calle a dar un paseo, o que fuese al hogar del pensionista a tomar café y echar una partida por la tarde) había que insistir, arrastrarlo. Él no se agarraba a la vida y para los demás era cada vez más agotador cargar con lo suyo y lo de del abuelo. Quiero pensar que los luchadores, los tipos que no bajan las manos jamás aunque se sepan sometidos, son los últimos héroes que le quedan al mundo y por eso se los debería apreciar más. El viejo no era, para nada, uno de ellos. Él solamente esperaba el final mirando las paredes desde el sofá, negándose a todo, apático, deteriorándose físicamente a pasos agigantados por la pereza, muriéndose de incuria; eso con un enjambre familiar alrededor intentando tirar de él, enfrentarse con épica y auto-engaño, a las arrolladoras fuerzas de la naturaleza, el tiempo y la misma cobardía existencial del anciano.