domingo, 24 de noviembre de 2013

Camposanto II



Tengo razones serias para estar en contra de esta labor: una, la radiación solar se encargará solita de limpiarla y sin doblar el espinazo o dejarse las manos en el intento; dos, con ese tiempo y esas horas no es predecible una visita a ver a los amigos o familiares, tampoco que se mude un vecino nuevo al bloque. Ya me entendéis.

Sale mi humor negro. El negocio y lo que conlleva me lo sacan de dentro para tranquilizarme. Enmascaro así que este trabajo me produce superstición y algo de desasosiego. Como poco me hace pensar que algún día, mañana mismo en el peor de los casos, seguiré por idéntico camino que el de ellos, todos ellos, los recientes y los que no lo son. Los universos cuánticos, según lo que cuenta Wikipedia, dicen que ya, en algún paralelo, estoy entre ellos. Digo exabruptos y barbaridades para evitarme frases como las dos últimas y trabajar con tranquilidad, lo que es bastante por muy bonita y pinturera que brille la postal de invierno.

            No tengo la sensibilidad necesaria para disfrutar de la serenidad de este empleo. Lo reconozco, soy un patán bruto y zafio que no aprecia la poesía del mundo. Un alemán del siglo diecinueve se lo pasaría teta aquí fingiéndose conmovido y artista (eso los de entonces. Sin querer hacer sangre, los germanos de ahora son más pétreos y materialistas. Cada cual en su propio tiempo). Ha sido el primer ejemplo que se me ha ocurrido de personaje que pudiese entretenerse con esta situación y contexto. Es una plaza para escribir elegías o pasear echando una lagrimita, no para cavar y arrastrar un carretillo por entre sus calles, aunque lo segundo sea razonablemente imprescindible para lo primero cómodamente. Con los días y los meses a lo mejor se vuelve rutina, reposa y soy un indiferente operario trajinando aquí. Ah, que no lo he mencionado, es mi primer día.

            Antes a esto se le llamaba ser enterrador, o sepulturero, o como se quiera. Desconozco como se podía acceder a ese puesto entonces, pero tengo una ligera intuición de que estaba mal visto y que el que lo hacía era por necesidad. ¡Coño, pues como ahora! Hay diferencia. Ahora es todo mucho más aséptico, propio y como debe ser. No soy un enterrador, o un sepulturero. Esos nombres han quedado para personajes de cómic o algo del pelo. Ahora soy un técnico de nosequé con un cargo más largo que el de un marqués. ¿Las funciones? Las mismas, pero el nombre es imponente y se puede presumir ante los vecinos. Magro consuelo, sobre todo cuando el primer día te endosan, como un pardillo, lo más penoso y desagradable. Que me perdonen los difuntos por el holgazanear, distraerme y la poca diligencia. Suerte negra tengo… Con la mañana que se ha levantado…

Por fin cojo los trastos, los coloco en una carretilla y la empujo a la entrada. Dramatizo exageradamente distorsionando esto, el cementerio. Es un trabajo como otro cualquiera y los clientes no dan mucha guerra. Podría ser peor. Hay que vivir de algo, llenar la nevera, pagar cosas, seguir adelante. Cierto es que decir “vivir de” en un cementerio se acerca bastante a la sorna y el pitorreo. No me entretengo más. Un último vistazo alrededor y ale, ¡A palear!

domingo, 17 de noviembre de 2013

Camposanto I



            Muy solemne,  muy serio y también reposado, acentuado todo esto por la capa de nieve y su blanco silencioso, virgen. Luce inmaculado y digno, estaremos de acuerdo en eso. Pero la perra realidad es que hace un frío de tres  pares de cojones. Un rasca algo macabro, por el lugar principalmente, que subraya cruces, lápidas y verjas negras de forja. Frío que quema las flores ya bastante mustias desde el día de difuntos en que emperifollaron el chiringuito la horda de familiares de siempre con sus incorporaciones y bajas anuales en la plantilla.

El plano necesitaría un buen punto final, la filigrana, el detalle: un grajo oscuro y siniestro en el extremo de alguna de las ramas del árbol descarnado y sarmentoso tras el banco. Un magnifico pajarraco graznando con eco y el cuento gótico podría tirar desde ahí tan ricamente. No lo hay. No quedaban. Estarán por ahí volando bajo y afirmando refranes. Hoy nunca mejor dicho, porque hace un rasca que para qué. Ya lo dijimos.

            El establecimiento es de postín. Se deduce por el relumbrón de las sepulturas espaciosas, dignas, con jardín y toda la pesca. Eso si una tumba es susceptible de considerarse digna y catalogarse en categorías de mayor o menor esplendor. Especialmente desde el punto de vista del usuario, al que a esas alturas de la película quizá le dé lo mismo ocho que ochenta y hoyo en el suelo con cal espolvoreada encima que mármoles, caobas y sedas. Muerto quedas en ambos supuestos. Ya que estamos metidos en refranes, y adaptando ese de mal gusto en el que se peen todas las personalidades como cualquier hijo de vecino: la diña el rey, la diña el Papa y sin diñarla nadie se pasa. Y fiambre quedas, además permanentemente, no para un ratito, te guste o no y te pongas como te pongas. ¡Que sabiduría tan barata y de Perogrullo! ¿No? Mejor me dejo de retóricas porque me pierdo en ellas y así no vamos a ninguna parte.

            Con la nevada, aunque sobre los cipreses esté claro el cielo y se caldee el ambiente paulatinamente derritiéndose despacito, no hay quien pare. Los inquilinos no necesitan una mantita por encima, o un brasero para los pies en una mesa camilla. Esos el frío lo llevan dentro y, en algunos, es todo lo que queda de ellos, frío. Eso es lo que pienso remolón y agarrotado. Debo encontrar una pala en el almacén, trastero y cueva de Alí Babá del camposanto y con ella despejar de nieve por lo menos las entradas y lo que pueda de las avenidas principales del recinto. Ordenes son órdenes, aunque a servidor le parezcan bastante peregrinas y traídas por los pelos.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Como los señores II



Por esa vereda húmeda marca las huellas paso a paso. Cada tantas olas le alcanza una. Se moja sin preocuparle un pepino que esto suceda, sin intentar esquivarlas, dejando que los pies sientan la sal, la humedad, la arena. En el paseo marítimo el trasiego repunta un poquito: más corredores, los venerables paseantes como él, los primeros ansiosos montando campamento con toalla y sombrilla y los también primeros coches entre las calles de las casas de primera línea, mayoritariamente vehículos de reparto distribuyendo consumibles entre los negocios. En el puerto, tapados por la tapia del espigón, gruñen motores náuticos difusos y lejanos de millonarios.

Al viejo este brote de vida le fastidia, le jode casi. Él estaba mucho más contento con el aislamiento, con la misantropía de la playa desierta. Era más sencillo perderse en sus pensamientos sin el ruido cotidiano. Supone una vuelta al planeta Tierra y a la propia consciencia del paseo. Aterrizando, se lleva una mano al mentón para sopesar la importante decisión de concluir la caminata. Unos segundos después obedece a su estomago y husmea con la mirada donde desayunar. Mientras tanto se separa del mar y, justo antes de llegar a las baldosas, se lava los pies en una de las duchas allí instaladas.

           El bar está abriendo y aun tiene amontonadas en columnas las mesas y sillas de la terraza atadas entre ellas con cadenas y candados. Un camarero las desengancha y despliega sin agobiarse. Dentro de un rato soportarán a la humanidad tomando el aperitivo. El mismo camarero entonces trajinará frenético portando cañas de cerveza, vermuts y tapas de lo que tercie: ensaladilla, fritos, tortilla, encurtidos, etc. El viejo se sienta en una al lado de la puerta deseándole al camarero los buenos días y pidiendo amablemente un cortado con un bollo suizo. Deja los zapatos, aun en la mano y con los calcetines dentro, a un lado. La costa es un lugar disimulado y propio para estas transgresiones del protocolo y el vestuario. Se toma el café con leche y el bollo lentamente, saboreándolos, disfrutando mucho de la paz y el sosiego, de la falta de prisa por ir a ninguna parte y del día que se presenta seguro y confortable. El mar, su eco, seda con el ruido milenario y manso. Solemne y distraído el viejo apura el cafelito. Debe desandar lo andado para regresar a casa pero se resiste remolón porque en la terraza se respira plácidamente, campante, feliz como los señores. Los dos barcos flotan (actividad evidente en un barco) entre el rompeolas del puerto y la playa. El sol avanza por la inmaculada bóveda azul caldeando el perro mundo.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Como los señores I



        El sol, saliendo por levante cada mañanita visto de cara, reflejándose en el mar, jode al más pintado. ¿Que es muy bonito contemplar un amanecer así? Pues depende. Los cinco minutos en los que emerge del fondo del océano, allá a lo lejos, la bolita de fuego naranja y tenue, quizá tengan un pase, un romanticismo, la esperanza teórica de algo que comienza en ese instante y que puede ir bien (ojala), regular o mal. De cualquier manera la sensibilidad a esas horas no suele estar a flor de piel, ni mucho menos. El común de los mortales no se separa de la cama con la aurora si no es por un caso de fuerza mayor u obligación. Yendo somnoliento y legañoso al trabajo no te detienes con tonterías y retóricas. Por otro lado, los que se acuestan a esas horas asimilan mejor un colchón mullido que la poética del alba.

A continuación, una ratito después, ya amarillo y radiante el sol, destellando en el agua metálica, prometiendo el principio de un calor que a las tres de la tarde no habrá dios que aguante, la claridad ciega. Es cruda, exclusivamente luz, sin medias tintas. Tanto ella como sus reverberaciones sobre la superficie penetran cáusticas por los ojos volviendo el universo un vacío blanco y doloroso, punzante. Arrugas entonces el entrecejo cerrando inmediatamente los párpados pero sigue sin poderse ver un carajo incluso buscándote sombra sobre la cara con la palma de la mano en visera. Si además se topa uno con ella, la luz, nada más abandonar la acogedora, reconfortante y fresquita oscuridad, impacta en el rostro como una coz de mula que tira para atrás y levanta jaqueca.
 
Por todo eso, y por la hora intempestiva, en el paseo marítimo no hay, como el que dice, ni un alma. Algún iluminado trota sin camiseta, con gafas de sol, auriculares y un ritmo acompasado por la exageración de las expiraciones. ¡Que profesional es el personal! Tres o cuatro de ellos se rebasan, cruzan y persiguen a lo largo del embaldosado rojo y blando paralelo a la playa. Sudando, que es gerundio. Las casas detrás están muertas, silenciosas. La playa, limpia de gente, reposa tranquila.

El viejo hace a contraluz un alto en el paseo sentándose en un poyo del malecón. De fondo, amén del sol inmisericorde, el murallón del puerto se recorta contra la línea longitudinal del horizonte. Un par de barcos entre el muelle y el viejo flotan (actividad evidente en un barco) despacito hacia adelante tirando olas de chichinabo desde sus estelas. El viejo hace lo mismo que los corredores matutinos pero a distinta intensidad. No pretende, en absoluto, recorrer determinados kilómetros en determinados minutos quemando determinadas calorías. El suyo es un madrugador paseo saludable y recomendado médicamente para que la patata siga a tono y en forma. Es perezoso e indeterminado, en soledad y quietud ¡Así da gusto! Se ha parado porque le ha dado la gana. Se perfila en el banco para que el sol, descrito molesto y picajoso, no le deslumbre. Hoy va a hacer bueno, calorcito rico rompiendo a templar con el mediodía próximo. Y como hace bueno, cuando el viejo se incorpora y retoma lo hace descalzándose y acudiendo al borde del agua dónde las olas mueren y la arena está fresquita, lisa y virgen cada vez que estas se retiran.