Por esa vereda húmeda marca las huellas paso a paso. Cada tantas olas le
alcanza una. Se moja sin preocuparle un pepino que esto suceda, sin intentar
esquivarlas, dejando que los pies sientan la sal, la humedad, la arena. En el
paseo marítimo el trasiego repunta un poquito: más corredores, los venerables
paseantes como él, los primeros ansiosos montando campamento con toalla y
sombrilla y los también primeros coches entre las calles de las casas de
primera línea, mayoritariamente vehículos de reparto distribuyendo consumibles
entre los negocios. En el puerto, tapados por la tapia del espigón, gruñen motores
náuticos difusos y lejanos de millonarios.
Al viejo este brote de vida le fastidia, le jode casi. Él estaba mucho
más contento con el aislamiento, con la misantropía de la playa desierta. Era
más sencillo perderse en sus pensamientos sin el ruido cotidiano. Supone una
vuelta al planeta Tierra y a la propia consciencia del paseo. Aterrizando, se
lleva una mano al mentón para sopesar la importante decisión de concluir la
caminata. Unos segundos después obedece a su estomago y husmea con la mirada
donde desayunar. Mientras tanto se separa del mar y, justo antes de llegar a
las baldosas, se lava los pies en una de las duchas allí instaladas.
El bar está
abriendo y aun tiene amontonadas en columnas las mesas y sillas de la terraza
atadas entre ellas con cadenas y candados. Un camarero las desengancha y
despliega sin agobiarse. Dentro de un rato soportarán a la humanidad tomando el
aperitivo. El mismo camarero entonces trajinará frenético portando cañas de
cerveza, vermuts y tapas de lo que tercie: ensaladilla, fritos, tortilla,
encurtidos, etc. El viejo se sienta en una al lado de la puerta deseándole al
camarero los buenos días y pidiendo amablemente un cortado con un bollo suizo.
Deja los zapatos, aun en la mano y con los calcetines dentro, a un lado. La costa
es un lugar disimulado y propio para estas transgresiones del protocolo y el
vestuario. Se toma el café con leche y el bollo lentamente, saboreándolos,
disfrutando mucho de la paz y el sosiego, de la falta de prisa por ir a ninguna
parte y del día que se presenta seguro y confortable. El mar, su eco, seda con
el ruido milenario y manso. Solemne y distraído el viejo apura el cafelito.
Debe desandar lo andado para regresar a casa pero se resiste remolón porque en
la terraza se respira plácidamente, campante, feliz como los señores. Los dos
barcos flotan (actividad evidente en un barco) entre el rompeolas del puerto y
la playa. El sol avanza por la inmaculada bóveda azul caldeando el perro mundo.
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