domingo, 26 de diciembre de 2010

Vejadas de Abajo II


  

         En el autobús, interprovincial, la tarde siguiente, la volvió a leer por hacer algo y se puso a pensar en lo que suponía. Era de la asistente social de Vejadas de Abajo. Bueno, de una de las dos de toda la comarca que cada día echaba la mañana en un ayuntamiento diferente matándolas en Internet. A la pobrecita le había caído el caramelo del viejo muerto (con su semanita de descomposición pre levantamiento del cadáver) solo, con un hijo mariquita que había medio desaparecido no se sabía cuando, escándalo de otras épocas. Al viejo lo habían enterrado ya, que era lo suyo, a expensas del estado y la asistente social, muy eficiente, muy moderna, muy mona y en aras del papeleo, había encontrado a Aurelio Memelo.

         Si éste iba al pueblo no era sino porqué tenía (y quería) que hacerse cargo de algo de la herencia. Eso ponía en la carta. Que ella recordase su familia tenía una casa enana al lado de la plaza, en las traseras, y unos despojos de tierra por ahí mal repartidos. Intentaría vender todo, ya vería cómo, y por lo que fuese. Aurelio Memelo nunca se enfadaba con el dinero, ni con el grande ni con el chico. Lo que pudiese rascar bienvenido era, que estaba el panorama para andar con remilgos. La casa todavía, pero ¿Quién coño iba a querer los terruños dando, como daban, solo trabajo y miseria? Siempre habría alguien. Y si no, abandonados y punto. Cuentos de la lechera que acaban en pan con pollas.

         Durante un rato de la última media hora de viaje, ya de noche, se montó un coñazo de tertulia de gallinas ponedoras que le dio la chapa a nuestra Horrora Butrón, versión Peter Parker. Jubilados que se conocían. Unos que venían de Benidorm, otros que no. Se preguntaron por vidas y milagros. Hablaban con usura y taleguillazo de precios y descuentos. A los que estuvieron por Benidorm no les aplicaron el correspondiente por tener la guadaña pelándoles la nuca, un pico. El viejo, muy del tiempo en que los caballeros invitaban a las señoras a vermut después de misa, amenazó con ir a protestar a la agencia de viaje, a montarla ¡Hombre! ¡Qué se habrían pensado! ¡Sinvergüenzas! Al final se les acabó por disolver la furia y les dio por la puesta al día de difuntos comunes. Después del viaje se volverán a ver, seguro, en el primer acontecimiento local en el que se regale comida. Allí se saludarán educados. A Aurelio Memelo le levantaron dolor de cabeza.

         Ultima parada. Horrora Butrón sacó el troley del maletero y lo empezó a arrastrar sonando a carraca por el empedrado. Todavía no estaba en su pueblo, le quedaban un par de kilómetros por el camino, si aun estaba ahí; un poco más por la carretera. Desde que desembarcó no sintió nada especial, ni recuerdos, ni nostalgia, ni nada de nada. Todo estaba más nuevo, o en ruinas, dependía. Desprendía una sensación de mortaja, de embutido más curado, rancio. A la entrada de Vejadas de Abajo (veinte minutos después), el cartel de diputación con el nombre presentaba los puntitos oxidados de un cartucho de perdigón para los pájaros más o menos concéntricos al punto de impacto. En el casco urbano no había ni un alma. Era noche cerrada, y hacia fresco. En la capital a esas horas Aurelio Memelo ni siquiera hubiese empezado a despertar a Horrora Butrón para el trabajo. Llegó a su casa, a la casa de su padre, a la casa de nadie; que estaba igual. Era un buen sitio del que huir.

         La puerta estaba abierta, costumbres y bajo índice de criminalidad. Dio las luces, que eran un par de bombillas roñosas. Nadie debía haber tocado nada. Paseo por el sitio y acabó en la cocina. El fregadero, al lado de la alacena, tenía los cacharros sucios, resecos, dentro. Horrora Butón, con sus buenos oficios, se puso a fregarlos.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Vejadas de Abajo I


        A Aurelio Memelo le había llegado por un certificado a la pensión. La habían despertado para recogerlo y semejante tontería le había jodido el sueño. Horrora Butrón, la Gran Horrora Butrón, siempre dormía todo lo posible. Había oído que las grandes divas de revista lo hacían para lo de la piel, la estampa y esas cosas. Algunas de ellas incluso para las tetas, por lo visto. Que de un día para otro crecían milagrosamente por obra y gracia del Espíritu Santo. Porque aquí operarse, lo que es operarse, no lo hace nadie y el Espíritu Santo debe ser un palomo cachondón al que le gustan las pajas cubanas para meterse, como parece ser que se mete, en tales reformas y chaperones. Pero ese es otro tema, de los pocos, que Aurelio Memelo guardaba en uno de los cajones de su cabecita. Además no viene al cuento. Para la cara de Horrora Butrón (para la de Aurelio Memelo no tanto) el sueño era una necesidad. La vida nunca había estado cómo para inyectarse votox y mierdas varias en la jeta y que se le quedase tiesa como la espalda de una cazadora de cuero.

         Por eso, y por los turnos de trabajo que tenía, a Aurelio Memelo le daban siempre las tantas para levantarse. La hora de comer era la de desayunar y así con todo. Los biorritmos a tomar por el culo. Como a tomar por el culo se le había ido el dormir esa mañana. Aurelio se tuvo que levantar, en slip a rayas sucio y camiseta azul de tirantes. Se puso el albornoz y, con la cara fantásticamente coloreada de lo que quedaba de la noche anterior, le había firmado al cartero con un bolígrafo roído. Una aparición casi. Después, y sin abrir el sobre, ni mirarlo (¡Tres cojones le importaba a ella lo que pudiese ser!) había intentado volver a enroscarse. Imposible, la mierda de barrio y el laboral a media mañana desvelaban al más pintado.

         Por la noche en el trabajo, Horrora Butrón dio el cuadro e hizo una ñapa de actuación. Incluso se le escapó un bostezo durante. Luego cobró lo suyo, se apretó el pelotazo (rutinas) y le pidió un par de días al dueño de Gomez’s. El cabroncete mascó de lo suyo pero acabó tragando. Ya metería cualquier otro mamarracho. La diferencia no se notaría mucho. Todas se mimetizaban en una idea platónica de la folclórica y, con el pasar de los años, eran prácticamente iguales las unas de las otras. Quizá fuese mejor dar el campanazo de una vez y contratar alguna sub-urban recauchutada y/o extranjera que enseñase el parrús al respetable. Faltaba capital, y ganas, para la reconversión industrial.

         Para esas horas Aurelio Memelo ya tenía aviada la carta y, aunque no le importaba un carajo, tenía que cumplir con ella.

domingo, 12 de diciembre de 2010

De expectativas y frustraciones III




         Después de quince minutos me hacen pasar. Tiran del manual ACME de los recursos humanos ofreciéndome la mano, otra vez, y una silla. Sobre la mesa está mi currículum impreso, tres folios y la foto en banco y negro. Me pregunta si tengo experiencia. Es la única pregunta y soy tan pavo de contestar lealmente. A continuación me describe el puesto, que es una mierda en el extrarradio con un horario penoso y un sueldo aun peor. Me peta por necesidad. Le doy la vuelta a la decepción, pongo cara de piedra y le comunico me interés, mi mucho interés, mi pasión casi. Las circunstancias del puesto empiezan a olerme a ñapa, a chapuza, porque hay un no sé qué de cargarse a un tío para que yo entre. ¿Son imbéciles? No deberían darme parte de sus problemas con el personal. Soy un candidato, nada más, y todo eso únicamente me predispone contra ellos. Abusan y no importa. Si no soy yo, otro. Tiempos que nos tocaron. Para acabar pregunto unas concreciones del trabajo intentando chutarme la misma ilusión por él que la que tengo que plantarme por cualquier “miss” de after-hours las seis de la mañana de un sábado. Soy acompañado a la puerta y me comunican, muy formales, que durante el día me llamarán con lo que sea. La oficina está oscura, desangelada, escasa. No hay ni personal, ni materiales, solo muebles de aglomerado y producción en serie. En el descansillo miro el reloj del móvil. Me han tenido más tiempo esperando que de entrevista. Ahí se quedan, deschaquetados, con corbatas ralladas espantosas, carne de tasca, palillo en la boca y coñac. Son los nuevos San Pedro, los porteros celestiales que deciden, con criterios académicos de selección individual que no sirven para nada, si subes, bajas o permaneces. Fuera, en la calle, sigue nublado y sigue sin llover. Cimbreo el paraguas plegable en la mano derecha, inútil y molesto. Nunca me gustaron los paraguas por lo que suponen, siempre, de estorbo.

         La vuelta a casa se me hace un instante. Todo va más fluido. No hay prisa y poco más puedo hacer. En el trasbordo me equivoco de dirección por seguir, abúlico, hipnotizado, un culo de bandera en unos pantalones vaqueros apretados. Me doy cuenta tarde y con vergüenza, como si todo el vagón lo supiese, me señalase, se riera a voces. Pero nadie me mira, ni siquiera la cara del culo que me mal trajera. Cara, y culo, que, por cierto, he perdido entre las escaleras mecánicas y las puertas automáticas. La gente no me mira. Todos tienen la vista en libracos abiertos de los que no pasan página, móviles, mp3 o, simplemente, se examinan las uñas. Vergüenzas instintivas, improntas de azotes en las espaldas de las almas sociales. Rectifico rumbo en cuanto me es posible. De repente me entra prisa por emerger por si la única barrita roja de indicativo de cobertura telefónica es insuficiente para comunicarse conmigo. Llego a la parada de casa y subo adelantando presuroso, por la izquierda de escaleras y rampas, a todo el que puedo. En el exterior recupero cobertura y compostura, nadie me ha llamado.

         Al pasar frente al súper de barrio, tópico de la esquina, tengo una tentación de atiborrarme de porquerías saladas, enlatadas procesadas químicamente. Me apetece. Acabo no haciéndolo por una mezcla de pereza e incapacidad de interacción con otro semejante, en este caso la cajera, si a las cajeras de súper se las puede considerar semejantes. Suficiente ración llevo hoy. Entro en casa y me descalzo.

         El tiempo transcurre, ¡Gran descubrimiento! Con el móvil en la mano me monto películas de vida resuelta y decepciones laborales a partes iguales, alternándose. Hora. Hora. Hora. Hora. Hora. Hasta por la tarde me mantengo, aunque cada segundo un poco más cansado, más derrotado. Llega un momento en que bajo las manos todo lo dignamente que puedo y pido descabello y mulillas. Cojo una lata de tercio y le arrimo el morro. Me duele, me frustra, me decepciona, principalmente por el significado implícito de no ser apto ni para los más bajo. Tampoco me quemaré a lo bonzo. Mañana más porquería, no importa. Lo que más me molesta son los cuatro viajes de metro que he perdido.


domingo, 5 de diciembre de 2010

De expectativas y frustraciones II



         Sigo en la línea, línea de color definida y esquemática en el plano que llevo en el bolsillo. Estoy tan lejos de todo que me cambian la tarifa. Me lo recuerdan por la megafonía ¡Paga un euro más, dos billetes para un viaje! Lo miro como una inversión. Estoy seguro que se irá al váter. Incluso una apuesta deportiva o el tintineo alimentando la raja de una tragaperras son inversiones. Según se mire. Por lo menos ellas no esconden y disimulan la poética de la degradación, del hundimiento, a quienes las capitalizan. Llego, por fin, a la estación de destino. Es bonita, moderna, pulida, amplia, cuadrada, acristalada. Acaba de llover. Sigo sin estar en tiempo.

         Todo chorrea. Justo en la salida hay un charco sucio y revuelto donde meto los zapatos, manufactura asiática de baja calidad. Al tacón de la suela se le adhiere un empanado de arena, más bien barrillo. Se irá soltando. Camino rápido bajo árboles ornamentales de acera que gotean. De uno me pasa algo rozándome más viscoso y opaco que la simple agua. ¡Por poco, muy poco! Lo veo caer, me preocupo y lo ignoro al cabo. Los edificios del polígono van pasando sorprendentemente tranquilos un laboral a media mañana. Una referencia, una sucursal bancaria, ya llego. La empresa tiene un cartelón en la fachada del edificio y sé que está en la segunda planta, pero no encuentro la puerta. Entro en un bar al lado y le pregunto al que primero me cruzo, un repartidor. Este pregunta al camarero, que le indica, nos indica, un callejón. Abierto. Paso y subo las escaleras. No hay ningún tipo de recepción o conserjería, solamente humedades verdes y desconchones de pintura por todos lados. En el descansillo de la segunda planta un gordo con corbata fuma exhalando por una ventana que da al panorama del tejado metálico de la nave vecina lleno de heces de paloma. Si hubiese reloj estaría dando la hora. Pero no lo hay y me permito el lujo de la inflexión de los pocos minutos en la horquilla de la puntualidad.

         Le pregunto al gordo por la empresa y a quién debo ver: un tal Javíer como pudiera ser un tal cualquier cosa. Me indica una puerta, abierta, con el dedo. Ni siquiera me responde los buenos días. Al intentar franquear la puerta me topo con un tipo, igual que el gordo, que sigue fumando por la ventana, uniformado administrativamente. Tras volver a anunciarme el tipo tiende la mano, que estrecho, por supuesto. Es uno de los grandes consejos empresariales, estrechar la mano a todo el mundo, sin ton ni son. Me dice que espere allí, en el descansillo. El gordo acaba y arroja la colilla por la ventana. Desaparece. Me quedo solo y empiezo a sudar, tensión nerviosa. Intento paliarlo abanicándome con la carpeta y enjugándome la frente con el dorso de la mano.