domingo, 19 de diciembre de 2010

Vejadas de Abajo I


        A Aurelio Memelo le había llegado por un certificado a la pensión. La habían despertado para recogerlo y semejante tontería le había jodido el sueño. Horrora Butrón, la Gran Horrora Butrón, siempre dormía todo lo posible. Había oído que las grandes divas de revista lo hacían para lo de la piel, la estampa y esas cosas. Algunas de ellas incluso para las tetas, por lo visto. Que de un día para otro crecían milagrosamente por obra y gracia del Espíritu Santo. Porque aquí operarse, lo que es operarse, no lo hace nadie y el Espíritu Santo debe ser un palomo cachondón al que le gustan las pajas cubanas para meterse, como parece ser que se mete, en tales reformas y chaperones. Pero ese es otro tema, de los pocos, que Aurelio Memelo guardaba en uno de los cajones de su cabecita. Además no viene al cuento. Para la cara de Horrora Butrón (para la de Aurelio Memelo no tanto) el sueño era una necesidad. La vida nunca había estado cómo para inyectarse votox y mierdas varias en la jeta y que se le quedase tiesa como la espalda de una cazadora de cuero.

         Por eso, y por los turnos de trabajo que tenía, a Aurelio Memelo le daban siempre las tantas para levantarse. La hora de comer era la de desayunar y así con todo. Los biorritmos a tomar por el culo. Como a tomar por el culo se le había ido el dormir esa mañana. Aurelio se tuvo que levantar, en slip a rayas sucio y camiseta azul de tirantes. Se puso el albornoz y, con la cara fantásticamente coloreada de lo que quedaba de la noche anterior, le había firmado al cartero con un bolígrafo roído. Una aparición casi. Después, y sin abrir el sobre, ni mirarlo (¡Tres cojones le importaba a ella lo que pudiese ser!) había intentado volver a enroscarse. Imposible, la mierda de barrio y el laboral a media mañana desvelaban al más pintado.

         Por la noche en el trabajo, Horrora Butrón dio el cuadro e hizo una ñapa de actuación. Incluso se le escapó un bostezo durante. Luego cobró lo suyo, se apretó el pelotazo (rutinas) y le pidió un par de días al dueño de Gomez’s. El cabroncete mascó de lo suyo pero acabó tragando. Ya metería cualquier otro mamarracho. La diferencia no se notaría mucho. Todas se mimetizaban en una idea platónica de la folclórica y, con el pasar de los años, eran prácticamente iguales las unas de las otras. Quizá fuese mejor dar el campanazo de una vez y contratar alguna sub-urban recauchutada y/o extranjera que enseñase el parrús al respetable. Faltaba capital, y ganas, para la reconversión industrial.

         Para esas horas Aurelio Memelo ya tenía aviada la carta y, aunque no le importaba un carajo, tenía que cumplir con ella.

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