domingo, 12 de diciembre de 2010

De expectativas y frustraciones III




         Después de quince minutos me hacen pasar. Tiran del manual ACME de los recursos humanos ofreciéndome la mano, otra vez, y una silla. Sobre la mesa está mi currículum impreso, tres folios y la foto en banco y negro. Me pregunta si tengo experiencia. Es la única pregunta y soy tan pavo de contestar lealmente. A continuación me describe el puesto, que es una mierda en el extrarradio con un horario penoso y un sueldo aun peor. Me peta por necesidad. Le doy la vuelta a la decepción, pongo cara de piedra y le comunico me interés, mi mucho interés, mi pasión casi. Las circunstancias del puesto empiezan a olerme a ñapa, a chapuza, porque hay un no sé qué de cargarse a un tío para que yo entre. ¿Son imbéciles? No deberían darme parte de sus problemas con el personal. Soy un candidato, nada más, y todo eso únicamente me predispone contra ellos. Abusan y no importa. Si no soy yo, otro. Tiempos que nos tocaron. Para acabar pregunto unas concreciones del trabajo intentando chutarme la misma ilusión por él que la que tengo que plantarme por cualquier “miss” de after-hours las seis de la mañana de un sábado. Soy acompañado a la puerta y me comunican, muy formales, que durante el día me llamarán con lo que sea. La oficina está oscura, desangelada, escasa. No hay ni personal, ni materiales, solo muebles de aglomerado y producción en serie. En el descansillo miro el reloj del móvil. Me han tenido más tiempo esperando que de entrevista. Ahí se quedan, deschaquetados, con corbatas ralladas espantosas, carne de tasca, palillo en la boca y coñac. Son los nuevos San Pedro, los porteros celestiales que deciden, con criterios académicos de selección individual que no sirven para nada, si subes, bajas o permaneces. Fuera, en la calle, sigue nublado y sigue sin llover. Cimbreo el paraguas plegable en la mano derecha, inútil y molesto. Nunca me gustaron los paraguas por lo que suponen, siempre, de estorbo.

         La vuelta a casa se me hace un instante. Todo va más fluido. No hay prisa y poco más puedo hacer. En el trasbordo me equivoco de dirección por seguir, abúlico, hipnotizado, un culo de bandera en unos pantalones vaqueros apretados. Me doy cuenta tarde y con vergüenza, como si todo el vagón lo supiese, me señalase, se riera a voces. Pero nadie me mira, ni siquiera la cara del culo que me mal trajera. Cara, y culo, que, por cierto, he perdido entre las escaleras mecánicas y las puertas automáticas. La gente no me mira. Todos tienen la vista en libracos abiertos de los que no pasan página, móviles, mp3 o, simplemente, se examinan las uñas. Vergüenzas instintivas, improntas de azotes en las espaldas de las almas sociales. Rectifico rumbo en cuanto me es posible. De repente me entra prisa por emerger por si la única barrita roja de indicativo de cobertura telefónica es insuficiente para comunicarse conmigo. Llego a la parada de casa y subo adelantando presuroso, por la izquierda de escaleras y rampas, a todo el que puedo. En el exterior recupero cobertura y compostura, nadie me ha llamado.

         Al pasar frente al súper de barrio, tópico de la esquina, tengo una tentación de atiborrarme de porquerías saladas, enlatadas procesadas químicamente. Me apetece. Acabo no haciéndolo por una mezcla de pereza e incapacidad de interacción con otro semejante, en este caso la cajera, si a las cajeras de súper se las puede considerar semejantes. Suficiente ración llevo hoy. Entro en casa y me descalzo.

         El tiempo transcurre, ¡Gran descubrimiento! Con el móvil en la mano me monto películas de vida resuelta y decepciones laborales a partes iguales, alternándose. Hora. Hora. Hora. Hora. Hora. Hasta por la tarde me mantengo, aunque cada segundo un poco más cansado, más derrotado. Llega un momento en que bajo las manos todo lo dignamente que puedo y pido descabello y mulillas. Cojo una lata de tercio y le arrimo el morro. Me duele, me frustra, me decepciona, principalmente por el significado implícito de no ser apto ni para los más bajo. Tampoco me quemaré a lo bonzo. Mañana más porquería, no importa. Lo que más me molesta son los cuatro viajes de metro que he perdido.


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