El Señor Mono era un orangután de
peluche. Había sido un regalo de cumpleaños para la madre, a quien siempre era
difícil regalar porque no le gustaba casi nada en este mundo y lo recibía con
desapego y frialdad. Por este motivo el Señor Mono fue un regalo de compromiso,
de circunstancias, adquirido a un precio razonable en una franquicia de
multi-regalos, todos muy modernos y asépticos en sus estantes, precisamente
para eso: para cumplir el trámite. Y por ese motivo también, el del desapego de
la madre, el Señor Mono había terminado en una esquina del comedor, sobre una
mesa auxiliar, olvidado, cogiendo polvo, viendo pasar desde ahí la vida de la
familia.
En su posición privilegiada asistía
a los eventos importantes, los días especiales, las comilonas, los cafés de las
visitas… No importaba que estuviera en un rincón, en una mesa que no cuadraba
con el mobiliario, apoyado en un cassete con la antena partida y algunos
botones saltados. Bajo su trasero de pelo sintético se amontonaban papelotes
viejos, cartas desfasadas del banco y fotocopias que amarilleaban aguardando
una limpieza general y la basura. Ese era su trono. ¿Cutre? Evidentemente que
lo era, pero no más que la chimenea con loza vieja en la repisa, las
fotografías de primera comunión ampliadas de los críos (cuando lo fueron) impresas
en imitación a lienzo dentro de barrocos marcos dorados, los tapetes de
ganchillo blancos en mesas y sofás o el mueble-bar desvencijado e imitación
ébano que guardaba vajillas cuberterías y copas del ajuar de bodas (menaje
empleado en ese espacio concreto durante los acontecimientos de rancio, recalco
el adjetivo, raigambre y protocolo; como las nochebuenas y sus langostinos
cocidos con mahonesa). Era un escenario atestado de todos los clichés kitsch,
pero también la habitación más importante de la casa, el templo de la familia.
En ese templo ejercía de sumo sacerdote, con su carita naranja entre socarrona
y tierna, el Señor Mono. Para dignificar ese cargo religioso, se cubría la
cabeza con una mitra de papel de periódico echada sobre el cogote que alguien
le construyera en papiroflexia (para volver así más salado al simio). Fue el
mismo que lo bautizó como Señor Mono. Un nombre obvio, una ocurrencia sin
gracia, que cuajó igualmente. Señor Mono se quedó el peluche para los restos.