domingo, 30 de noviembre de 2014

Las meditaciones metafísicas del Señor Mono I



            El Señor Mono era un orangután de peluche. Había sido un regalo de cumpleaños para la madre, a quien siempre era difícil regalar porque no le gustaba casi nada en este mundo y lo recibía con desapego y frialdad. Por este motivo el Señor Mono fue un regalo de compromiso, de circunstancias, adquirido a un precio razonable en una franquicia de multi-regalos, todos muy modernos y asépticos en sus estantes, precisamente para eso: para cumplir el trámite. Y por ese motivo también, el del desapego de la madre, el Señor Mono había terminado en una esquina del comedor, sobre una mesa auxiliar, olvidado, cogiendo polvo, viendo pasar desde ahí la vida de la familia.

            En su posición privilegiada asistía a los eventos importantes, los días especiales, las comilonas, los cafés de las visitas… No importaba que estuviera en un rincón, en una mesa que no cuadraba con el mobiliario, apoyado en un cassete con la antena partida y algunos botones saltados. Bajo su trasero de pelo sintético se amontonaban papelotes viejos, cartas desfasadas del banco y fotocopias que amarilleaban aguardando una limpieza general y la basura. Ese era su trono. ¿Cutre? Evidentemente que lo era, pero no más que la chimenea con loza vieja en la repisa, las fotografías de primera comunión ampliadas de los críos (cuando lo fueron) impresas en imitación a lienzo dentro de barrocos marcos dorados, los tapetes de ganchillo blancos en mesas y sofás o el mueble-bar desvencijado e imitación ébano que guardaba vajillas cuberterías y copas del ajuar de bodas (menaje empleado en ese espacio concreto durante los acontecimientos de rancio, recalco el adjetivo, raigambre y protocolo; como las nochebuenas y sus langostinos cocidos con mahonesa). Era un escenario atestado de todos los clichés kitsch, pero también la habitación más importante de la casa, el templo de la familia. En ese templo ejercía de sumo sacerdote, con su carita naranja entre socarrona y tierna, el Señor Mono. Para dignificar ese cargo religioso, se cubría la cabeza con una mitra de papel de periódico echada sobre el cogote que alguien le construyera en papiroflexia (para volver así más salado al simio). Fue el mismo que lo bautizó como Señor Mono. Un nombre obvio, una ocurrencia sin gracia, que cuajó igualmente. Señor Mono se quedó el peluche para los restos.

domingo, 23 de noviembre de 2014

Nothing else matters III



            ¿Por qué me acordaré ahora del mendigo? ¡Ni zorra! Algo habrá que hacer. El reloj del principio del pasillo, además de “ocho grados” (deduzco que será la temperatura exterior, porque dentro estoy agobiado respirando un gas humano espeso como la niebla del Mar del Norte – incluye su ración de pedos, alguno mío también – y sudando un moco espesote que arraiga rápidamente en mi ropa), marca las veintitrés cuarenta y nueve. Casi media noche, hora de brujas, apariciones y el paranormal coño de su prima. No llegaré hasta las diez y cuarto de la mañana. Me espera una noche cojonuda, una perfecta noche de perdedor en el medio de transporte de los perdedores: un autocar de línea. Como colofón a la estampa, el autobusero escucha un programa de radio teóricamente gamberro, fresco y desenfadado en el que ahora mismo divulgan, verdad teológica, que un condón no se debe usar dos veces aunque en la primera no dispares. Los viejos alrededor mía no se escandalizan por ello entre sus babeantes cabezadas. Una pena, sería más divertido que lo hiciesen, mi vieja mejoraría un poco con es pizca de humor costumbrista.

            También sería mejor si yo mismo estuviese borracho. Así iría anestesiado, dormido o inconsciente. Desde el punto de vista más inmediato, sería absolutamente feliz (al menos momentáneamente). Pero ya no bebo. Lo dejé por pereza, porque sacaba a la luz mi mejor versión. Desde entonces mi vida es más sana, también más triste. Compenso su añoranza comiendo, abriendo otra chocolatina energética de cereales. Traigo un cargamento en la mochila. Alijo del que no habrá ni migas por la mañana, antes incluso, en un rato. Más adelante, de vuelta a la rutina, compensaré esta bulímica compensación con diario ejercicio físico carcelario y limitación estricta de ingestas. Mi vida, definitivamente, es más pobre desde la última cerveza. Los bordes saludables de los saludables granos de cereal de la saludable barrita me arañan por todo el paladar. Trago una y abro otra. Ya estoy lleno. No importa.

            Llegamos a una estación de servicio en medio de la nada. Hacemos una parada programada de veinte minutos. Las viejas salen en estampida a orinar peleándose por ser las primeras. Yo también voy al retrete, para no ser menos. En la explanada huele a una mezcla entre los cebaderos de animales alrededor y a lluvia recién caída. Estaría bien hacer el viaje con lluvia. Sería más soporífero, más narcótico, más llevadero.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Nothing else matters II



            Ha sido cuando volvía, en el metro, de cerrar la vuelta del billete de autobús. Él estaba en el pasillo del transbordo, más o menos por la mitad, mimetizado en el ajedrezado naranja y blanco (con pátina de roña a discreción y por doquier) de los baldosines del túnel. Al principio no lo vi, sólo escuchaba su guitarra acústica (era de la familia zoológica del mendigo con talento, del pobre artístico). Se guarecía bajo uno de los tramos de escaleras que ondulaban el interminable pasillo. Su trampa consistió en cambiar la canción y que la nueva parecía, sonaba, como el principio de “Nothing else matters”. Pensé, ¡Hostia, qué punto!

            Inmediatamente calculé si apretarle una de veinte céntimos (por casualidad, tenía chatarra en la cartera para financiar mi aventura filantrópica). Si hubiese sido “Nothing else matters” lo hubiera hecho. Y no me habría pesado en absoluto (al menos en caliente. En frío, el cabrón famélico de las buenas ideas que habita en una de las chabolas de mi alma suele aniquilar, fácilmente y sin compasión ninguna, los arrebatos sentimentales como éste). Conforme me aproximé (yo a él y la canción a algo más que la entradilla) se destapó que no era “Nothing else matters”. Solo era un punteo de guitarra mansito, uno normal y corriente, uno perfecto para ser interpretado, bajito, por el guitarrista del coro durante la consagración de la misa dominical en un internado (aforo completo de padres y farsa en modo on) ¡Joder colega, con lo que prometía! Te quedaste sin (mis) veinte céntimos ¡Menos mal!

            Continúe en el suburbano hasta mi parada. Allí, como había un supermercado cerca y estaba sufriendo un brutal ataque de gula, me gaste la moneda (con otras tantas) en bollería industrial; la más insana, dulce, coloreada y (resumiendo) guarra de toda la sección de desayuno. Me zampé ansioso los pastelillos, por la calle, lamiendo el envoltorio, mientras subía a casa.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Nothing else matters I



            Hoy ha sido la primera vez en mi vida que he estado a punto de darle una moneda a un mendigo. Normalmente creo demasiado en el dinero, lo valoro tanto, tengo tan poco y me han adiestrado tan concienzudamente en el vínculo sagrado que se crea entre ambos (la pasta y servidor) al tener que arrancarle al mundo cada poco de él que consigo; que, directamente, paso. Paso de ellos como de la mierda y como de una mierda (matices semánticos). Ahora sé, por haber expresado en público este sentimiento, que caigo mal y que la ética de manada me repudia como malvado. ¡Anda y a tomar por el culo! Como que todos aquellos que salvan las ballenitas (y demás causas perdidas) no esquivan/ignoran a los pordioseros, con la mirada impersonalmente perdida en el infinito, cuando se los topan. ¡No cuela! Que la calderilla menor (o, magnánimamente, alguna moneda de las más pequeñas entre las de color dorado) acabe en una palma mugrienta para transconsustanciarse en vino de tetrabrik – piedra base, o caiga en un vaso de plástico y financie palacios gitanos en una república excomunista ahora también parte de la Unión Europea, o decida cara o cruz en el forro aterciopelado rojo del estuche de un instrumento musical para ser un honrado salario sin cotización social…  bueno, por todo esto no unge automáticamente al samaritano como “¡BUENO!” (léase esta palabra en monumentales letras de neón celeste sobre el inabarcable firmamento), por mucho que lo adobe con retórica domando y solidaridad papier maché.

            Yo lo reconozco, primer paso del vicioso compulsivo a la hora de superar su mal, prefiero guardarme mi pasta y pulírmela en cosas para mi. No tengo nada en contra de los mendigos, sean del tipo que sean, como tampoco tengo nada contra las garrapatas, los lémures de Madagascar o las estrellas de mar amputadas en proceso de autoregeneración. Por la pervivencia de ninguno de ellos contribuyo. Entonces ¿Porqué expresarlo respecto a los primeros (recordemos, nuestros amados pedigüeños) es diferente a hacerlo de los demás? A quien no le gueste, fien sencillo, que no mire, ponga mi parte para la utopía social que estoy abortando con mi egoísmo monetario, o lo que le salga de los huevos. ¡Me la pela! No creo en la mendicidad como labor, ni como recurso, y nunca les he dado (daré) una puta perra. Aunque hoy casi pasa.

domingo, 2 de noviembre de 2014

El cheque II



            Cuando me tocó, no podía ser de otra forma, me tocaron los huevos. El de ventanilla se hizo el sueco al son de que venía de no sé donde y que, por eso mismo, si lo quería cobrar me tendrían que meter una comisión de tres veces el valor del cheque. ¡Coño, que alegría! Para intentar un remedio, me derivó al director de la sucursal. Allí, otra vez, cayó guardar turno como un pringado. La diferencia estaba en que me estaba oliendo la tostada y que me iba a quedar sin ese dinero. Que todo es pasta, y no se cría en los árboles.

            El director miró el cheque con asco (sería por lo pequeño) y, con la pachorra de aquel al que el organismo le pide gritando el cafelito de media mañana, me sugirió que lo dejase en la sucursal mientras escribía a la central para que me perdonasen la comisión. Fue, lo vería más tarde, una forma como otra cualquiera de despacharme. Durante las siguientes semanas me pasé por ahí lo menos media docena de veces por ver qué era de la respuesta. No me alargo en detallarlas, ya se ha escrito sobre el tema (y bastante mejor que esto): vuelva usted mañana, etc. Una forma encantadora de comunicarte que han pasado como de la puta mierda de tu asunto.

            Finalmente, un día el de ventanilla me volvió a derivar al director pero confirmándome que habíamos respuesta. Al otro lo encontré peor que el primer día. Tendría sueño, el pobrecillo. Entre bostezos disimuló cambiar de página en el ordenador (minimizar, ampliar y demás) y me juró que estaba, pero que no la encontraba. Para mayor afirmación de su desidia, marcó un número de teléfono (apostaría que inventado) que sonó y sonó. El resumen, de nuevo, vuelva usted mañana.

            Y fui mañana, y al siguiente. Ni la contestación aparecía, ni nadie respondía a ningún teléfono (¿Se habría extinto el mundo alrededor del banco? ¿Habrían quebrado y ellos eran la banda del Titanic?...). Desencantado, realista, cínico; recogí el cheque y terminé de molestarles. Dinero que nunca estuvo, un papel de recuerdo, un brindis al sol. A los pobres nos duelen esas cantidades, es lo que tiene.