domingo, 23 de febrero de 2014

Perfeccción I




        El porqué la siesta era preceptiva y de obligado cumplimiento, en una casa dónde se levantaban pasadas las nueve de la mañana, constituía todo un misterio, y más cuando pasaba en invierno. Con mil excusas (aunque normalmente solo baste una para autojustificarse) se acodaban en el sofá cada día después de comer, mecidos y sedados por el telediario (que era otra parte de la letanía también imprescindible). Allí se descogotaban una hora, lo menos, hasta que un ruido, o la rigidez de planchar la oreja en vertical, co un cabezazo traicionero de los que estremece el cuello y levanta torticolis despertaba a uno de los dos. Uno que, con un infinito buen gusto y tacto, incordiaba al otro hasta traerlo de vuelta a la realidad consciente (una manera sutil de compartir desvelos, literalmente, y de practicar mítico “si  yo no puedo, entonces nadie”).

Entonces arrancaban pesados, embotados, abotargados. No volvían a ser personas, a estar útiles, productivos, alerta completamente, hasta pasado un buen rato. Se amodorraban en el asiento intentando conservar la ilusión de desconexión que el sueño brinda cuando la vida no es lo que se esperaba de ella. Estaban ese rato torpes, pastosos, incoherentes a veces, recayendo en una somnolencia a trompicones hasta que, con un esfuerzo de voluntad supino, se incorporaban y se tomaban un café soluble diluido en leche (el primero de una serie, a lo largo de toda la tarde, de meriendas, pre-meriendas y post-meriendas interminable), él normal y con sacarina; ella, descafeinado y con azúcar (no olvidemos que la individualidad del español se demuestra no en buscar cosas que marquen su personalidad esencial, se demuestra en que cada uno tiene que tomar el café de manera distinta al vecino: corto, largo, con leche, con hielo, con el coño de mi prima…). Se lo bebían viendo el deporte, apasionados por los dimes y diretes de la polémica baratera que tanto entusiasma en el medio, tomándose a la tremenda los lances y ofensas del dicotómico fútbol patrio, indignándose soberanamente por las gilipolleces balompédicas e ignorando la verdadera morralla (esa que habían escuchado hipnopédicamente en la sección nacional del noticiario pero que les traía, cuando no debiera, tanto por el culo. Resultaban, en el fondo, un magnfíco cliché.  Y así terminaban la siesta Era su manera de arrojar por el retrete un precioso tiempo en algo que no tenía razón de ser. Lo hacían cada día, sin falta.

domingo, 16 de febrero de 2014

El club de lectura III

 


A la paisana se le calentó la boca con la monserga. Vería lo que es un club de lectura en la tele, o dónde cojones fuera. Se pensó que reclutando a cuatro marujas y pidiendo un libro al trimestre en fondos bibliotecarios regionales o asimilados, se ramblaría actividades, excursiones, visitas de escritores de postín para alimentar su ego con debates chorras sobre el oficio, lo divino, lo humano y el coño moreno (¡Eso es ilusión, esperanza verde limón!). la idiota ni se planteó por un instante que lo imprescindible para un club de lectura (mucho antes que lleguen las pajas mentales de excursiones y saludar a premios Nobel, elementos accesorios que quizás aunque jodido, jodidete…) es reunir a un grupo se lea los putos libros, coño. Para eso me ha enganchado, como una buena jefa, para que monte el chiringuito y le dé pábulo a sus sinsentidos mientras le dure el arreón.

En una aldea de zoquetes (me incluyo en el lote, aun no soy tan snob de lo contrario), eso es como pedir montar un congreso de neurobiología o la presentación de un satélite de comunicaciones. Aquí ni dios lee nada y nada es ni, dependiendo del estereotipo de género, la prensa deportiva o del corazón (¿Para qué?, teniéndolo en la tele sin ningún esfuerzo intelectual de recepción…). Además de eso, hay que hacerlo cagando hostias. Cada tarde que viene, desde que elucubró la patochada, a revisarme el trabajo o mandarme algo, hay ración del club de lectura y su puta madre.

Como un buen currela, y alas marchas forzadas impuestas por la prisa de la novedad de la zopenca, he gestionado el número de usuario colectivo en una biblioteca con fondos ex profeso, impreso unos folletos explicando el tema y cómo apuntarse, lo he publicitado mediante el eterno y cateto pregón y, en definitiva (¡Joder que héroe!), he quedado todo listo a falta de “los once del partido”. Resultado: van pasando los meses y se han apuntado, literalmente, cuatro pedorras (dos de ellas por compromiso) y la presión popular para tan demandada actividad se ha deshinchado como el fuelle vaginal de una vieja.

No me quejo de las horas (al precio que las cotizo) tiradas a la basura en algo inútil, abortado desde el principio. Lo que me jode es que la gente tenga que darme por el culo a mí, precisamente con sus camballadas. Hoy, más por vergüenza torera que por otra cosa, subiré al ayuntamiento para un último pregón que intente reanimar al muerto. Conozco hasta las bolas que no cambiará nada. Sobre la concejala, se le ha olvidado ya el asunto, cosa también prevista. Ya no sueña con orgasmos editoriales. Se preocupa de modas más inmediatas pero igual de efímeras. Para eso tanta prisa y esfuerzo.

Es que en este país, en el que no hace falta ser listo teniendo refranes, decimos lo de la miel y la boca del asno. El problema es que hoy por hoy, cuanto más rucio, más “sibarita” ¡Así nos va!

Los tristes folletos informativos, en blanco y negro, seguirán para siempre en la mesa del bibliotecario, sobreviviéndome en el cargo, cogiendo polvo, poniéndose amarillos, esperando la nada por la tontería, siendo una metáfora de algo.

domingo, 9 de febrero de 2014

El club de lectura II



Pues bien, la colega es uno de esos ejemplares genuinos de mujer rustica hoy en día; un paradigma de ese genotipo que, en las aldeas: se asocia, hace manualidades, teatro, se reafirma (a si misma y a su autoestima) por lo menos una docena de veces al día, todo lo intenta y (lo que ya es la polla en bote) todo lo consigue. En resumen, es una cantamañanas con bula políticamente correcta que solamente busca llamar la atención cada cinco segundos y mendigar su dosis de aprobación social al respetable (que está hasta los cojones de ella/s y su supremacía inevitable).

No sé porqué (intuyo que por aburrimiento) pero las señoras con este perfil han proliferado, como champiñones en montón de mierda, en el agro de un tiempo a esta parte. Las mismas que, escasas décadas atrás, se conformaban con misa, vermut, paella para comer y paseo a media tarde los domingos; ahora precisan de un montón de recursos y actividades para conservar su correcta salud moral y realizarse. Son aquellas que, sin haber dado un palo al agua en su puta vida, celebran ostentosamente (amparadas en las pingües sangrías financieras, a manos del feminazismo institucional, que sufragan estos saraos; pasta que, entre otros, sale de los bolsillos e impuestos de aquellas que debieran, porque trabajan de verdad y en silencio como todo honesto hijo de vecino, celebrarlo…) el súper día de la mujer trabajadora con banquetes pantagruélicos, actos politizados (de tufillo fascista-rosa) y (metafóricos) concurso de medírsela demostrando (la que canta porque canta, la que baila porque baila y la que actúa porque actúa) que se es la más guay del Paraguay.

Ella, la concejala, era todo un icono de estas mujeres: se apuntaba a todo (incluso a actividades simultaneas o contradictorias), todo lo sabía, todo debía pasar por sus “imprescindibles manos, nada terminaba y todo lo tramitaba a bombo y platillo. La penúltima fue matricularse, a los cincuenta años, en unos estudios universitarios a distancia que no alcanzaron ni el segundo curso (no pitaba, la pobrecita, allí tanto como hubiese deseado). La última, su carrera política a nivel local y su cargo: concejala de cultura, una excusa perfecta para mangonear, presumir y dar la nota.

La jerarquía y los programas de empleo oficiales hacen que ahora entre yo, por fin, en el relato. Bajo el mando de tan sublime beneficio para la humanidad estoy contratado, por todo un año, con el pomposo oficio de “promotor cultural” en el ayuntamiento. No entraré en la lógica de aquellos que aborrecen y combaten la precariedad laboral del ciudadano desde sus cargos públicos de perfil alto ofreciendo al personal medias jornadas al mínimo interprofesional (menos de dos euros la hora de jornal ¡Qué derroche!). Ese es otro debate más relacionado con los tiempos que nos cayeron en gracia… 

Pues eso, que ahora mismo, en este puesto (que se traduce por auxiliar del auxiliar administrativo, bibliotecario de una bibliotecario de una biblioteca donde nadie lee salvo best sellers – consoladores para menopáusicas, chico para todo y puta del barrio) debo trabajar, coincidir y obedecer con las ideas de la señora concejala cuando esta sufre sus episodios de iluminación o se aburre de dar vueltas al pueblo/ruedo toreándose de actitud. De esta manera, una buena mañana se le ocurrió  lo del club de lectura. Y en ello andamos, haciendo el gilipollas.

domingo, 2 de febrero de 2014

Perfección II



Cuando se les recriminaba sí tan imprescindible les resultaba la cabezada, y más considerando los horarios de sueño y demás, o el porqué malgastaban un tiempo precioso en, simplemente, dormir sin necesidad, replicaban de todo. Desde que solamente se transponían unos minutos (mentira comprobada día tras día, en los que la siesta no bajaba de los tres cuartos de hora, y eso cuando caía, que no era lo habitual ni mucho menos) de nada, hasta que era una tradición con una increíble epistemología apócrifa detrás avalando sus beneficios  (bueno, en la mayoría del mundo civilizado no lo es y a nadie se le cae ningún miembro por no holgazanear y dormir después de comer, es más, y aunque pueda que sea por otras muchas cosas más allá de la siesta, ), o que les sabía demasiado rico para dejarlo (¡Cojonudo! La más elemental fuerza de voluntad vencida y pisoteada por la desidia, por la claudicación. Era inútil intentar razonar con ellos, con su convencimiento, su obcecación y su cerrazón. No servía explicarles que solo conseguían romperse el ritmo, que, entre lo que dormían y lo que tardaban en volver a estar operativos, se les marchaba media tarde (no, no eran de ese tipo de personas que se levantan completamente alerta) y que con la tontería solo alcanzaban un descontrol de sueño y pereza que los tenía, más tarde, pasando la noche a tirones febriles y sueños agitados. No, no veían nada de eso y no los hubiese convencido de lo contrario el jodido Dios berreándoselo en una aparición con luces, efectos de pirotecnia y demás.

Por eso, cada tarde, desde una silla, contemplaba en panorámica y palco el penoso espectáculo de su desidia. Sobados, molestos si algún ruido los despertaba momentáneamente, eran un esperpéntico y zafio cuadro costumbrista del que intentaba sustraerme haciendo cualquier cosa: leyendo, limpiándome las botas, haciendo zapping. Puede que mis actividades entonces no fuesen un éxito objetivo, pero al menos eran algo, no el símbolo de la decadencia, del esperar de cualquier manera (sobre todo, lo más anestesiado posible) una muerte vacía tras un largo proceso de la nada. Era mi pequeña manera de revelarme, de reivindicar (en oposición a ellos) la minúscula dignidad de la lucha. Pero el caso era ese, si me movía un poco, o algo en la televisión emitía algún ruido descordado, “amanecían” cabreados como monos. Daba igual, los malos éramos siempre los demás.

Todas las tardes, además y apostrofando la visión de deterioro humano, ella (mujer perfecta, como todas, y que como todas era quien debía llevar y llevaba el timón del hogar, pese a la infinidad de carencias y la irracionalidad de poner al cargo al menos apto solo porque si) desarrollaba una letanía singular. Desde que abría los ojos, comenzaba a enunciar intenciones (precedidas por la inevitable coletilla “voy a…”), tirándolas por ráfagas, que se apagaban como destellos nada más salir por su boca. “Voy a fregar, voy al servicio, voy a barrer la cocina, voy a sacar para esta noche cenar…” para morirse todas las intenciones en la gasterópoda ingesta del café. Después se embobaba con la televisión, creyéndose más espiritualmente superior por zamparse el docushow del telediario. Incluso entonces, seguía con su serie de “voy a…” sin objetivo, sin consecución. Creería que así nos engañaba, que pensaríamos que, con todo lo que anunciaba hacer, no paraba un segundo y le debíamos mucho. Pero yo ya no era un niño y no se me engatusaba con esas pamplinas. El conjunto era una lección maravillosa de lo que la perfección, sobre todo la que se da por sentada, debe ser.

El club de lectura I



            La culpa la tiene quien la tiene, que no se puede estar quiete y piensa que los pájaros maman. Toda la puta vida en el pueblo, tratando a sus gentes (o bestias, léase como se quiera), respirando su aire corrompido y ruin, inmiscuyéndose en algunos de sus tejemanejes incluso, y la muy gilipollas aun no se ha empanado de cómo son los engranajes de la máquina o lo que se puede esperar honestamente de la caterva de animales, esos sub-humanos, que conforman el censo de habitantes (empadronados y toda la pesca…). Ahora qué…, hay algo que delata la fragilidad psicosomática y la iluminación mística de la responsable: era una concejala del ayuntamiento, la de cultura (¡Nada menos!). No hace falta explicar mucho más…

            Pero soslayemos lo procedente (o improcedente) de que una aldea de mierda con doscientas almas (muchas de ellas negras como la pez) necesiten de los servicios y gestión de un político vocacional para administrar su “inmenso patrimonio cultural”, o si es viable alguien en un cargo tan pomposo y rimbombante para gestionar los tres días de fiesta mayor (misa, procesión, charanga y verbena. Sin vaquilla, porque eso ya sería un abuso del gasto), una “semana cultural” más enfocada a la satisfacción gastronomita de los emigrados de veraneo que a lo espiritual, y cuatro o cinco patochadas más al año de esas con miles de fotos para las memorias de actividades y justificantes de subvención. No, ese no es el debate aquí, aunque tenga que ver. Ese es otro cantar más entroncado en la carcoma de gilipollez que nos rodea.

Ahora mejor, para poner en antecedentes, describamos brevemente a tan excelsa personalidad de la administración local, la responsable de la idea (de esa y de otras muchas de parecido calibre); y las formas de contratación del precario personal (el empleo en lo público no tiene término medio: o más privilegios que un conde medieval (los que seáis funcionarios, y asimilados, sabéis  a lo que me refiero), o condiciones de factoría textil en Bangladesh). Son referencias útiles para la historia y así le embuto al cuento su ración de paja y mondongo imprescindibles.