domingo, 31 de marzo de 2013

Cenutrio I




            Yo estaba en la sala de ordenadores de la autoescuela, haciendo esos test imposibles de conseguir con los que se garantizan la exclusividad y el monopolio. Los estaba haciendo para matar el rato de la impuntualidad del profesor y para que mis compañeros de clase no verduleasen con idioteces. Uno ya había empezado a hacer la coña de que le estaba tirando todo el tejado a la secretaria que tenían en la entrada con la que, para matar idénticos ratos murtos los días anteriores, charlaba de gilipolleces. En honor a la verdad dos cositas. Uno, no eran raras las veces que ella sacaba la conversación y distraer así unos minutitos al papeleo o atender los teléfonos. Y dos, en efecto, la hubiese jodido contra uno de los tabiques del lavabo sin pestillo de la autoescuela hasta que se desconchase y cayese el yeso de las paredes, pero oso no signifique que, por hablar, la estuviera entrando ni ella a mi. Por rellenar un poco más el relato y que salgan un par de líneas más diré que era morena, pequeñita, rolliza, saludable; un aspecto franco que invitaba a una lujuria primitiva y recia. Con todo,, repito, no la estaba atacando. Copón lo que se aburre e inventa la gente. Bastante tenía con ir todo ese mes tarde tras tarde a clases estúpidas para que me diesen el certificado de curso superado que me permitiese acceder al examen que aseverase, mediante un carné, qued tenía la necesaria actitud profesional para transportar cosas. Pamplinas para ser camionero cargando mil permisos, licencias y papelotes en la cabina y que no te cruja la guardia.

            Y en eso estaba, resolviendo con la elección de la alternativa adecuada, paridas de cuestiones del tipo “¿Cuánto tiempo es necesario emplear en cada comida?” o “¿Cuántas piezas de fruta son recomendables diariamente?” (estaba en la parte de hábitos del conductor, ergonomía y su puta madre, al menos la sección de mecánica del grueso del manual tenía sentido comparándolo con esto). Así, disparando a ciegas en la mitad de las respuestas y dándome cuenta de que, según las reglas del examen y jugando a la italiana, no era nada complicado aprobar; entro un sujeto al local preguntando algo. Lo escuchaba a través del ventanuco de la sala de ordenadores. Por la voz, el acento, las formas etc, no era el más espabilado de su pueblo. Su pregunta toda una genialidad:  si se podía sacar el carnet de conducir de categoría b, el de los coches, el normal, teórico y practico, en doce días, que le hacía falta. Hombre, poder se puede aunque para ti, con tus luces, va a estar jodidete.

domingo, 24 de marzo de 2013

Estupro III



            Se conocieron y se liaron. Todo fue bastante bien durante un tiempo. El “viejo” ganaba en la relación el subidón de autoestima que da tener una aventura con un adolescente cuando comienzas a ser consciente del principio de tu propia decrepitud. El “joven” por su parte se beneficiaba de las ventajas económicas y logísticas de un novio mayor pagano (en su sentido de persona que apoquina, no que profesase devoción por Zeus, Thor o Baal). Sin ostentaciones ni lujazos le regalaba una y otra vez los clásicos del chaperillo: trapos, zapatos, alguna colonia, un reloj no demasiado llamativo y caro. Además, financiado por el primo, iban y venían, alternaban  y todo marchaba la mar de bien. el cómo se compensaban esos bienes y servicios lo omitiré por decoro y buen gusto. También porque eso siempre quedará para su intimidad y su parcelita privada por mucho que las maledicientes vecinas supongan, maquinen y fabulen con asco y depravación al respecto.

            Lamentablemente  tan fantástica historia de amor, como en los cuentos y las telenovelas, se fastidió (hubiese escrito “joder” en lugar de “fastidiar”, pero joder ya se había jodido mucho en esta historia y sería redundante) pronto. Sin madrastras, ni hadas madrinas (la guasa de las hadas en este contexto la pillarán mejor los que sepan algo de inglés); a la princesita interesada, por su aberración y el pecado ante los ojos de dios y del concejo, la encerraron en la torre tenebrosa de un castillo, esto es, se le prohibió ver a su amante, el viejuno príncipe. Los padres del golfo se habían enterado, por supuesto y como manda la tradición respecto a los principales afectados, los últimos. El escándalo ya llevaba un tiempo corriendo de oreja en oreja, cebándose y auto-exagerándose, en los susurros conspiranoides de las verduleras conversaciones de los lugareños. La liebre había saltado de manos de las amiguitas del puto (es curiosa la extraña simbiosis entre amanerados y lagartas) que no se pudieron contener la jugosa exclusiva ni un minuto, envidiosas de no encontrar ellas un benefactor tan rumboso y debiéndose conformar con criajos del instituto estúpidos y sus scooters. Ellas dieron el pistoletazo de salida para el malsano entretenimiento de las habladurías. A partir de ahí la liebre era capaz de correr solita y le sobraban patas, y huevos, para recorrer el pueblo entero. Finalmente un alma caritativa se lo dijo en petit comité a la mama de la criatura para que lo supiese y tomase cartas en el asunto. Siempre habrá alguien, bondad pura, que nos haga el favor de la verdad aunque con ello nos brinde solamente dolor. La mamá, por supuesto, tras el inicial desconcierto e incredulidad, montó la de san quintín. Por lo pronto y como medida preventiva, esa preciosa y entrañable relación estaba sentenciada y punto. 

            Cuando la parte contratante mayor de edad de la pareja supo lo que se había dispuesto para sus asuntos se resistió tenaz. Él estaba enamorado hasta las trancas y lo demostró yendo todas las tardeas a rondar en el pueblo de su gran amor con la esperanza de verle, hablarle y estar con él. Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe y, como la frontera entre la pasión absoluta y el acoso en muy tenue, terminaron el los tribunales. Le juez, para no complicarse demasiado, usó el comodín: “Orden de alejamiento, no volváis a molestarme y no me meto en berenjenales legales más complicados, pesados de los cojones”. Después de eso no se volvieron a ver más. Ambos aprendieron una valiosa lección. Uno, lo útil y productivo que puede ser no hacerse la remilgada. El otro, que el amor es cabrón, cruel y caro. Y colorín colorado.

domingo, 17 de marzo de 2013

Estupro II



        El amor había surgido, además un amor bizarro, esperpéntico, intergeneracional. Una soberana estampa, un “toli-toli” (para los no iniciados en la jerga del concejo, “toli-toli” significa escándalo mayúsculo, motivo de habladurías corriendo como regueros de pólvora prendida por las viperinas lenguas de las corrosivas señoras como murmullos cáusticos y sal de la vida en el colmado, la puerta de la iglesia etc…). el niño de los … había salido rana, y trucha también. Era algo que se conocía desde bien pequeño por su exagerado amaneramiento y porque en el pueblo ya habían pasado casos similares y se sabía de que iba el tema.  De hecho lo más significativo del mariposeo jacarandoso de la criatura era que lo hacía el niño de los … , los tipos más duros, más montaraces, más  machos, con más pelo en los cojones, más cazadores, más vociferantes tanto saludando como blasfemando. A los catetos de pro, de pedigrí, el nene les vino al mundo manflorito, ya ves tú lo que son los contrastes.

            Sin que una cosa tenga relación con la otra, el bujarrita era malo. Tenía un transfondo de alma cruel, malvada, interesada, mezquina y dañina que, como su revoloteo, quedaron patentes desde el principio. Mentía con soltura y desparpajo, maquinaba abominaciones de las que, cuando venteaba consecuencias, se escudaba tras la violencia furtiva de los suyos y el miedo cerval de los vecinos a que les arrasasen una plantación de frutales o le carbonizasen un corral. No había comentario que no dijese con doble sentido para conseguir el máximo oprobio, no había acción suya que no fuese calculada. Si hubiese torturado a perritos o gatos en su tiempo libre, hubiese sido la perfecta definición de manual de un psicópata. Sus papás, ciegos ante el detallito de la orientación sexual (nunca lo fue más que el que no quiere ver, resultaron los primeros sorprendidos cuando la tormenta descargó), estaban orgullosos de él por los talentos nefastos de su personalidad. “Y lo listo que era…”.

            El incauto que se comió la peor tajada era más pringado, más panoli y, aunque le doblase los años a su intermitente y costoso amante, la parte del binomio más infantil e inocente. Era del tipo pausado de personas, sosegado y bonachón. Se le categoriaza (campo en el que no eran necesarios muchos meritos para poder formar parte de él) de atontado, poco espabilado, en la frontera o limbo de entrar en la liga de las estrellas, las superestrellas, los tontos de pueblo. Había tenido varios trabajos y poco aprovechamiento académico. Era uno de la cuerda más discretito, tanto que para algunos fue una revelación el episodio por su parte, no por la otra que, como hemos dicho, bien clara estaba. El pobre desgraciado se enamoró y así le fue. Aprende la moraleja, no te enamores, no renta. Lo estafó como a un bendito y, si hubiese seguido aferrándose a la farsa que se había montado y en la que se refugiaba, le hubiese costado un disgusto. Unos de los serios, me refiero. Uno de los penados con unas vacaciones a costa de papá estada y rejas en las ventanas. Esos son los verdaderos disgustos. Comparado con eso el desamor es un disgustillo pequeño que se pasa con clavos, manchas de moras, unos traguitos y un par de meses.

            Se conocieron por la suerte de simpatía gremial y el radar gay. Los pormenores de quien los presentó o si se dieron la mano o dos besos los desconozco. Preguntadles a ellos, serán mucho más precisos respondiendo.

domingo, 10 de marzo de 2013

Estupro I


            En la aldea se estaban poniendo de moda las órdenes de alejamiento. El acceso fácil a la justicia y las comodidades para viajar a la ciudad a gestionarla o la nueva costumbre de llamar a la benemérita con cualquier chorrada que se le ocurriera al primer iluminado, habían disparado el consumo jurídico, el uso y abuso de la tuerta justicia. Puede que también la televisión influyera. Ese afán malsano por mostrar tíos gritándose que se verían las jetas frente a un juez. La gente, especialmente los menos espabilados (o los más de ellos), copian en seguidita los malos hábitos. El juez de paz de la localidad (primer peldaño del sistema y principal encargado tanto de que no llegase la sangre al río como de tamizar el caudal segregando las gilipolleces y los disparates) era un viejecito que llevaba en el cargo desde los romanos o antes y ni dios prestaba el menor caso. Claro es que tampoco el se preocupaba por cumplir a rajatabla las obligaciones del puesto ¿Para qué? Las marañas de amores y odios, enemigos y aliados, eran tan intricadas, complejas, arraigadas, enquistadas, fundamentales, totalitarias, etc. que era preferible no meterse en camisas de once varas y salpicarse con problemas y venganzas rurales repletas de brutalidad y violencia, el magistrado provincial no convive con los animales que se atacan mutuamente en una aldea, no los saluda por la calle ni se los cruza en la taberna. Por eso se permite licencias como sancionar a una de las partes litigantes, a las dos o a ninguna sin que le afecte y el/los perjudicados, la emprendan con él. Todo eso sin mencionar la diferencia pecuniaria entre jueces. Por eso el de paz, que podría haber sido budista dada su serenidad, no se tomaba el trabajo con fanatismo.

            Por todo se denunciaba. Tandas que se acentuaban por el aburrimiento de los periodos de inactividad. Esto es: durante la cosecha, o cuando parían las vacas, el personal se tranquilizaba. No es que se apaciguase totalmente, es simplemente que tenían otras cosas que hacer. Cuando disponían de tiempo libro, como el diablo matando moscas con el rabo, los vecinos se arrojaban a una orgía desenfrenada de “este me hizo” y “aquel me dijo” por los motivos más estúpidos y peregrinos. Es que es jodido ver a la misma gente un día tras otro, sin sitios a los que escapar ni actividades con las que entretenerse sin volverte como una chiva. Ya lo repetía el otro “all work and not play…”. La diversidad de las querellas transcendía los términos del límite municipal. Había encarnizadas guerras entre pueblos en las que se ponía en duda y juego el honor y la propia hombría de las comunidades. Tampoco se respetaba el mínimo debido al cuarto mandamiento: padres contra hijos, hermanos contra hermanos. Todo lo imaginable cabía en ese batiburrillo del que las autoridades estaban hasta el pepino. Cuántos mando intermedios de la Guardia Civil (los que acudían a los avisos) añoraban los años en que una bofetada templaba los ánimos de los revoltosos y el ahorro que suponían.

            El caso que nos ocupa se resolvió utilizando el comodín ciertamente impracticable en las limitaciones físicas de la aldea y la imposibilidad de forzar su cumplimiento, con una orden de alejamiento. Los detalles de metros de separación y el auto donde se refleja los desconozco por completo. En el batido se mezclaba de todo: un menor, homosexualidad, uno de otro pueblo, amor por vil interés, padres cerriles, un palomo…

domingo, 3 de marzo de 2013

El curso de limpieza (práctica) II



            Sudan. Los que están más gordos son más ostentosos. Hasta les corren goterones por la cara y los mofletes. Respiran fuerte y hablan por rachas. Comentos en los que arañan un minuto de pausa. Después siguen apretando en la lenta y ancha carrera de caracoles. Están repartidos por diferentes habitaciones, en grupos de cuatro o cinco. Así la profesora se evita la papeleta de quedarse en el mismo lugar y, o mandarles desde el pedestal impoluta, o empatizar con los desarrapados y tirarse a fregar su cachito de línea. Eso la haría más estimada, pero no todos son favorables a la doctrina Aníbal, que comía y sobaba con su tropa.

Algunos han evitado el suelo y están con las cristaleras y una vara larga acoplada con el escurridor en una punta. Aunque  trabajen de pie no es mejor cometido que el otro. Las ventanas no salen a la primera y, tras tres o cuatro pasadas, cuándo cualquier pequeño fallo resplandece en la transparencia del vidrio, éste los delata y deben comenzar otra vez desde el principio. Si estar de rodillas jode las mismas, mover la “garrocha” deja la espalda lista de papeles. Otros mudan los  muebles y apartan los trastos para la estancia siguiente. Eso le ofrece coartada a la profesora. Muy cuca mariposea de uno a otro piquete. Se muestra puntillosa aquí, allá, y con el relajado paseíto se le hacen los días. Siempre hubo clases. La llaman por teléfono. Es otra de las excusas que inventa para no hacer. Llamadas de las que es tanto agente activo como pasivo. A la calle con ellas. Cuarto de hora de una, diez minutos de otra. ¡Que sobrevalorada está la coordinación. Para algo tan simple como adecentar esto, se podrían haber organizado perfectamente entre los alumnos solos, el resultado hubiese sido primo hermano, se ahorrarían un mando intermedio que mata las horas cascando por el móvil y, total, nadie va a evaluar el resultado final.

Eso es lo que pasa. A la niña que, es la primera vez que Horrora Butrón se fija en ese detalle, no tiene un solo lamparón en el uniforme (en contraste con los subordinados que los tienen para el arrastre); le canta un hit veraniego en en uno de los bolsillos. Corre hacia afuera disculpándose (es muy educado hacerlo y no cuesta nada aunque no tenga por qué, por mucho que pida perdón mantiene el comportamiento que dio pie a la disculpa, en este caso salir a hablar) y adiós. Resabiados los alumnos, la tienen tomada la medida. Si ella no currela y se marcha de palique, que es la que más gana, pues los demás también. Uno se asoma a la puerta para dar el agua cuando cuelga y los demás se relajan sentándose en el mismo suelo.

Entonces el arrabal desenfunda las lenguas viperinas y desuellan a la maestras. Con muchos “la tía guarra” y “mira la puta” se desplayan a gusto contra ella. Es su manera de pelear, de convencer a lo poco que mantienen de conciencia de que todavía se revelan. Descargan toda la bilis así. También algún compañero, indiscriminadamente, se lleva un rapapolvo por la razón que sea cuando no pone orejas. La inquina del pobre es lo que tiene, que es muy solidaria, no discrimina. Ahí hay para todos por igual.  La felicidad de la molicie es breve, la maestra retorna. Para refirmar su autoridad ordena alguna cosa a unos y a otros venga o no a cuento. Es por si se les ha templado el espíritu del esfuerzo en su ausencia. Los postrados avanzan penosamente, cada vez más rotos, cansados y dolientes.

El más adelantado toca por fin la pared opuesta. Como, pese a todo, no son gente malvada, se gira hasta dónde está el más atrasado y comparte la tares. Tiene una vertiente pragmática su altruismo. Siempre será menos ayudar a rematar lo de otro que comenzar una nueva tarea tú solo. Todos concluyen escalonadamente. La profesora pretende que salten al siguiente suelo pero no hija, no. Es tarde y por hoy han bregado bastante. Sin decirle una palabra, con remoloneo y resistencia pasiva, la hacen entender que por cinco duros no da más la máquina. Gandhi estaría orgulloso del sosiego con el que han triunfado este minúsculo motín cotidiano. Se ponen en pie formando un círculo y quejándose de malestares. Aurelio Memelo presume de los suyos como uno más. ¿No sería lo lógico que con la costumbre fuesen disminuyendo? Por lo visto (o por lo sentido) no es así. Si que exige el diplomita de las narices. Consuélate corazón, eres diez euros más rica que cuando te levantaste por la mañana. Para asegurarse el cobro de estos y que no se los descuenten de la liquidación final, firma el parte de asistencia, papel que oficializa la perrería y el dolor de rodillas.