domingo, 28 de octubre de 2012

El ladrón de leche I




            ¡Joder si era manera de empezar una semana! En primer lugar la hora del papel, citación, estaba mal. El que la había entregado emplazaba para una hora antes. Eso significaba que, conociendo el percal, tendríamos que esperar por lo menos veinte minutos para hacer la pavada. De la pavada en sí no tenía experiencia previa. Podría ser una entrevista formal y corriente o una gillipollez de las de siempre en la que algún jeta, también de los de siempre, que sacase buena tajada del negocio, nos diera vaselina en el ojal antes de clavar. Por suerte ya no tenía ni esperanza, ni nada del estilo. Nec spe, nec metu. Así que ir o no, tenía que hacerlo para que no me quitasen la antigüedad como desempleado, me daba un poco lo mismo. Tampoco confiaba en que mi perfil educativo, laboral… me colocase como óptimo para el puesto de trabajo ofertado. Curre que no valía una mierda, por mucho que la vistiesen de lo que les saliese de ahí mismo. Solamente era una subvencionada y publica oferta de una media jornada, partida (o cómo hacer que con cuatro horas se joda un día entero) por trescientos al mes. Eso sí, tenía mucho nombre y poco lustre: “Monitor de gestión de eventos culturales…”. La realidad, más prosaica, pragmática y puta era “chico de los recados del ayuntamiento por la mañana y por la tarde bibliotecario de biblioteca rural”. Así invertía mi país en una gente y en un futuro que se marchaba a tomar por el culo, como a tomar por el culo se marchaba todo aquel que se podía ir fuera, quedándose, igual que en la nebulosa líquida interior de un condón usado, lo mejor, más granado y más florido del lugar. Eso justo en la temporada en que, vuelto de recorrer mundos, me pasaba el tiempo diciendo (ante cada estupidez, cara estupidez, pública que veía; o ante cada informativo televisivo largo, lleno de idioteces y España negra a los que en mi casa eran adictos porque hay que vivir informado aunque a ti de una guerra civil, allá donde el profeta perdió las chanclas, te toque en tu microeconomía y micro existir un cojón de mico) “¡Y así, amigos, es como el país murió de imbecilidad!”. Algo muy retrogrado, puede, pero es que la modernez no me llenaba el buche. Que coincidencias tiene el mundo, y que bien traído que está todo.

            En la puerta del salón de actos me estaba muriendo del asco. Nos estábamos juntando muchas personas entre los que iban para cada uno de los tres puestos (limpieza, factotum y bibliotecario) y los que iban a gestiones increíblemente interesantes como “¡Que no me pasan a recoger la basura y yo pago!” (que exigentes  y catetos nos ponemos cuando queremos, habría que predicar más la teoría del “no le toques los huevos al camarero, es el paisano que maneja tu comida”). Yo estaba hecho mierda, ya lo he dicho, como con resaca. Aun no había arrancado (me había levantado menos de una hora antes de la cama y de un sueño maravilloso dónde todo era analgésico, irreal y cárnico) y eso se me agarraba en los ojos, por los que seguía sin enfocar; y el estómago, revuelto como el infierno y sacando de lo más hondo un olor fétido a aliento de dragón que me salía como mal aliento. Los jerifaltes y alta cúpula distinguida de la política y administración local: alcaldesa, tenienta alcaldesa y una concejala (poder fáctico en la sombra, que maquiavélico y renacentista que, mediando incompetencias personales, queda esto). Esta última también venía para el mismo puesto que yo, se pone muy nepótico cuando quiere el servicio público de empleo.

            Mandaron llamar a las de la limpieza, todas mujeres, un dato que demuestra que los hombres vivimos del aire y no tenemos boca. Despacharon en cinco minutos. Llamaron a los factotum, esta vez más variado aunque, ojo que va spoiler, acabo yendo para otra mujer. En ese intervalo deduje sagaz de mí que no harían mucha entrevista, ni proceso selectivo, ni nada de nada, a esos ritmos. Tocó el turno y acabé sentado en primera fila, cosa que odio porque la vanguardia se lleva la hostia siempre. El mecanismo fue sencillo. Una de las dos dirigentas del villorrio dijo algo muy inconexo y primitivo sobre puesto y bibliotecario. La alcaldesa dijo condiciones salariales (medio salario mínimo interprofesional, y eso que pedían universitarios para el puesto ¡Yo de mayor quiero ser camarero en Dubai!). Y la encubierta, por lustrar el mondongo, se arrancó por formalidades de planes de empleo y coños morenos que no le fueron muy lejos porque todo el mundo la miró un poco mal. Que el personal podrá ser puto, pero no tonto. Siguieron para bingo: nombraron al primero de la lista (cuyo principal mérito deduzco que era un apellido que empezaba por B), este dijo que si y cada mochuelo a su olivo. Total unos cuantos minutos y una mañana, en la que de todas formas tampoco hubiese hecho nada especial de no haber tenido que ir a la monserga, por el váter abajo. Camino a casa me di cuenta que en todo el, poco, tiempo no había dicho ni una palabra. Mira, así solamente me tomarían por raro y tonto. Otra cosa más en la existencia que me la trae al fresco del alba y su lucero. En el hogar tenía la cama desecha. Aunque intenté aguantar despierto por mantener un último resquicio de dignidad y no acabar de convertirme en un animal,  me quité los pantalones y me metí dentro. Estaba fría y todo el REM del que disfruté entonces fue extraño, rápido, violento, paranoico. Los lunes y su promesa de futuro encubierto en una semana que empieza y que, como siempre, será para nada.

domingo, 21 de octubre de 2012

El rentable negocio de ser un bastardo III


            No sé muy bien porqué pero el jefe, puede que por el estrés de ser un incompetente al que todo le viene grande, puede que porque le estuviese por venir el periodo; esa semana estaba especialmente mezquino. Las cosas las iba a comprar a un supermercado veinticuatro horas que a partir de las diez ponía a precio de saldo todo aquello a lo que empezaba a pillar el toro del tiempo. Por lo que se hacía una economía. Una magnifica economía que podría llegar a suponer menos de cinco euros al día, pero en esas miserias andábamos. Y cada remesa de yogures, leche o fruta, andaba más al borde, por no decir que algunos de ellos lo habían pasado ya, que otra cosa. Pero a mi me daba lo mismo. No era para mí y lo que de todo eso me acercaba al hocico no me llegó a hacer nada a la canal maestra. En efecto, se me estaban contagiando mañas y los más y los menos días algún yogurcito me apañaba, que andaba bajo de calcio. Pero intentaba echar una mano, por compensar.  Bueno no, por compensar no, echaba una mano por hacer algo y porque a la que le había tocado la china de comerse los recreos-refrigerios era colega, y siempre fue de vestirse por los pies hacer un quite a tiempo. 

            A partir del tercer día, y puesto que todos en la empresa metían mano al descontrol de cantidades (a todo el mundo le venía bien un desayuno gratis o algo de fruta para los chiquillos en casa…) el mastuerzo empezó a preocuparse por las raciones. Y entonces se disparó la miseria, el asco y la indignidad. La directriz era sencilla, racanear al extremo. Los cestillos a la mitad y para el zumo y la leche. ¿Qué decir? El agua siempre fue más barata. Los zumos, y la leche, eran de oferta, de marca blanca y de todo lo posible para hacerlos baratos. Pues tuvimos que cristianar unos cuantos. Por supuesto el jefe quería todo esto en secreto, y que nadie viese el cuadro de Goya que es echarle agua a una leche cuyo porcentaje de nata es algo así como el uno y medio por ciento. Eso si, un detallito, el agua no podía ser del grifo, al menos la del zumo. Tenía que ser agüita con gas (en el terruño se consumía mucho) ¡Que manera más apañada de hacer refrescos artesanos!

            La de turno y yo estábamos preparando el de las tres de la tarde: calentando el agua, mediando los cestillos y cogiendo algo para casa. Llegó el turno del bautizo. El plan era que yo diese el agua (sentido vigilar que nadie viese el cromo) y la otra la ponía. Bien, en ese momento, cosas de que la gente bebe mucho, no había más en la cocina porque otra de las medidas era tener en custodia los consumibles en la oficina, dónde había más control y se choraba menos, teóricamente. Fui a por las botellas y cuando abrí la puerta me llevé un susto cojonudo. Allí. Todo lo largo que era, tirado en un sofá, estaba el jefe durmiendo, echado la siesta, tan tranquilo, con la puerta abierta. El tío ni se inmutó, pasé, cogí las botellas.

            El cuadro era vergonzoso y vergonzante. Era como un vagabundo tendido, con su ropa cutre, su sobrepeso, resoplando, en el sofá viejo y rajado. Además saberle rico, con su casa, con miles de sitios y posibilidades para dormir, lo hacía más suculento. Era  un flash surrealista para todo el que entrase, algo que lo retrataba como el animal que era. Lo miré un segundo antes de salir. Lo peor de todo era que emanaba un tipo de paz, de satisfacción, incluso de felicidad. Me dio, una ver más, otro día más, asco. También, por primera vez, envidia. Alguien tan miserable de echarle agua al zumo de oferta del súper para ahorrar ¿Cuánto? Medio euro al día, era un tío realizado, era un hijo de puta feliz. Como cantaba mi abuela “¡Como está el mundo que barbaridad!...”.

domingo, 14 de octubre de 2012

El rentable negocio de ser un bastardo II




            Conviví con semejante esperpento todo un año. Convivir es una manera de decirlo. Yo trabajaba, o algo por el estilo, para él. En su país todavía estaban en ese feliz periodo en el que la Unión Europea manda dinero a mansalva y no pregunta mucho. El se agarraba a todo. Yo era parte de una subvención que le salía muy, pero que muy, bien. Al amigo de los niños se le regalaba, por un lado, un currela, un factotum que, aunque no entendiese mucho del idioma, podía poner a trabajar en cualquier despropósito; por el otro se le daba un dinero para mantenerlo, alojarlo… del que se cogía un pellizquín en, por ejemplo, alquilarnos una casa que era suya o cuadrando los números a final de mes un poco imaginativamente. Le llegamos a hacer cuentas de por cuanto salíamos, que éramos una media docena larga. Ahora no me acuerdo bien de la cifra exacta pero era rentable ¡Y tanto que si! Por eso, lo de aguantarlo todo un año me refiero, lo llegué a conocer tan bien, a sufrir tan bien. Lo peor, que me regalaba el derecho a la vida cada momento, como jefe omnipotente. Pero es que se creía un padre con nosotros. Le interesaba bastante tener ese cuento para sacarnos la piel a tiras y entrometerse hasta en como debíamos vivir fuera del trabajo, sin intimidad, sin derechos, sin nada de nada. Él era así.

            Ese día, y toda esa semana, teníamos un evento especial. En el hostal mochilero que entre otros negocietes regentaba, había una suerte de curso de verano para geólogos. Dormían en las barracas, digo habitaciones, y tenían clases súper entretenidas sobre piedras y otros coñazos. En el durante, los teníamos que poner de desayunar, un tentempié en los recreos y, los que de nosotros vivían en el chiringuito, soportarles los pedetes de por las noches y el jolgorio geólogo, que puede ser mejorable (también, por definición, empeorable). Ese lunes el fulano había hecho partición de trabajos y, como no llegaba a saber nunca dónde tenía la mano derecha, había puesto a las tías a los quehaceres domésticos y a los tíos a matarlas por ahí (luego dicen de Irán… cuanta feminista disfrutaría un huevo de Centroeuropa, allí dónde el telón de acero pasa, o pasaba, de la cara a la cruz).

            La consigna del servicio doméstico estaba más o menos clara. La de lo mío también y por eso lo despachaba cada día bastante rápido. Después no me importaba echar una mano a las tareas de los demás. Eso incluía las de las tías y, que yo sepa y contradiciendo las creencias populares del lugar, no se me cayó nada por fregar y poner cacharros. En el recreo de las diez de la mañana, también en el de las tres de la tarde, había que llenar una mesa con algo de fruta, un cestillo con galletas y cosas dulces, otro con snacks salados, dos jarras de diferentes zumos, una de leche, unas cinco metálicas con agua caliente, varios tipos de te, un bote de café instantáneo y todo el atrezzo de vasos, tazas, platos, cucharillas etc… Eso se dejaba expuesto una media hora en la que los geólogos le arreaban a discreción. Una vez vueltos a clase, se recogía, se fregaban los cacharros, se secaban y se ordenaban para la vez siguiente. Bastante sencillo.

domingo, 7 de octubre de 2012

El rentable negocio de ser un bastardo I




           Debería dar las gracias a la moral americana nutrida de la ultra ortodoxia cristiana. También debería dar las gracias al dominio que su industria cinematográfica ejerce sobre el mundo entero. Por ultimo acordarme también de mis padres, que tuvieron la delicadeza de amaestrarme para el ser y estar de aquella manera. Fueron muchos años de todo eso, metiendo en mi cabecita que el bien triunfa siempre, que el mal tiene su castigo y que no se puede (nadie se molestó en explicarme tampoco que poder, lo que no se puede, es volar por uno mismo o respirar debajo del agua de manera autónoma; el resto de cosas que no son como esas, se pueden ¡Vaya que si!) ser sino honesto, honrado, recto. Y tiene guasa, porque no funciona. Para cuando te das de morros con la vida, la parte cruda, es tarde y cuesta un Potosí primero entenderlo y, después, cambiar.

            Él era una mala persona, una de las peores que he llegado a conocer en mi vida. He conocido gente estúpida, gente malvada, gente mezquina, gente mentirosa, gente cobarde, gente infame, gente maleducada, gente orgullosa de ser inculta… el problema del colega es que lo tenía todo. Era un cúmulo, un crisol donde se habían fundido todas las malas características que denigran el autorretrato favorecido que el ser humano se lleva haciendo desde que pintó una estampa al primer héroe clásico. No me extenderé en ejemplos, mejor reflejo de lo que el alma de uno lleva puesto, porque daría para un novelón, una saga (que están de moda, aunque no sea de vampiros ni heroínas del estrógeno) y no procede. Es lo dicho, era la peor persona que había conocido, un desgraciado, un mierda.  Si lo hubiese encontrado en un arrollo, en un albañal, en la más profunda derrota, pagando por existir… no hubiese habido ningún problema, pero es que yo me lo encontré petándolo. Vareaba plata, tenía varías empresas, trincaba (con su genotipo no podía ser de otro modo) a espuertas y se paseaba por la vida y la calle en sus coches (que no cuidaba para nada y estaban de desguace), con su uniforme  pantalón corto, camiseta apañada de la empresa y gorra de mendigo. Era napoleón revisando tropas, era satisfacción, presunción, era éxito. Los yuppies de cuando yo era un chiquillo gastaban gomina y trajes a medida, ya no hacía falta ni eso. Ultimo dato, creía en dios, lo que ya es creer en algo, y por eso se suponía (mucho suponer) mejor persona. No se daba cuenta de que si el rol master realmente seguía las reglas que nos decían que había decretado para la partida, a él le iba a ir muy mala. Pero es una pavada, es el consuelo de justicia del que no se atreve a hacerla por si mismo, la justicia o la injusticia. El se atrevía a lo segundo y, siendo lo peor que se puede ser, le funcionaba a las mil maravillas.