domingo, 25 de noviembre de 2012

Tardes de plan II



Podría hacerlo, pensar todo el tiempo en eso, en ti y en mi pegando un recorrido novelado y comentado por la intersección de áreas poligonales de vida que hemos tenido (y estamos teniendo todavía hoy, en esta terraza) en común. Para agarrarme al consuelo de que la idea que de ti tengo es mejor que tú misma. Eso o la peor idea de que esto se va a acabar y no hay posibilidad de éxito, no en nuestro tipo de velocidad vital. Es más fácil, mucho más ¡Donde va a parar! arrancarle las etiquetas al botellín, hacer pelotitas de papel con los pedazos y echarlos al cenicero. Desconecto diciéndome a mi mismo “eso es que no follas”. Te miro. No, no es eso, es un quehacer. Es bastante. Doy un trago.

Ahora te bebes lo que has pedido mezclando el uso de pajita y cucharilla de tallo largo. Muy empalagada y con mucho coco y mucha gula. Te digo cosas, entre viaje y viaje de lo mío. Cosas que no van a ningún lado, conversaciones de ascensor. Pero me pareces hermosa, y es bastante. Me reprimo de contártelo porque no está bien. También lo hago para que el día en que se acabe el habértelo dicho no sea una de las cosas que me duela. Porque sé que te diré que no puedo más, y sé que será definitivo porque me agarraré a una falsa sensación de orgullo hasta el final. Espero tener al menos un punto de liberación, de alivio. La mayoría de veces no pasa ni eso. Lo haces por salvarte, porque no te queda otro remedio, y encima te sientes como una mierda intentando dormitar en la oscuridad de la primera noche con el estómago revuelto, pidiendo a gritos alguien con quien hablar.

Me empiezo a aburrir: de estar aquí, de todo, de verte, de pelear sabiendo que voy a perder por los árbitros ¿Dónde puede quedar un refugio para héroes clásicos? ¿Dónde se puede meter Eneas cuando lo dejan en una gasolinera al principio de las vacaciones de verano? Un sitio románticamente duro, humanizado en lo bueno y en lo malo, donde poder estar solo. Lo tuyo, lo que andas bebiendo, va para rato porque no lo has bajado siquiera un par de centímetros y te vuelves a enredar con el móvil. Ha sonado polifónico (no sé muy bien si el palabro está en uso o no todavía) y, sin importante ni mucho ni poco que esté aquí, has contestado y te pones a hablar. Tampoco es que me importe. Me da un minutito de tregua en el que, por oficio, me miras de vez en cuando y me sonríes pidiendo perdón en mímica. Un perdón que no significa nada tampoco. Hoy nada significa nada. Tu conversación no es importante, aunque cuando acabes me la vistas de torero en la versión para idiotas que me harás entonces. Así pues, me relajo por primera vez. Embosco al camarero cuando pasa cerca y le pito otra. Mientras viene me desparramo en la silla metálica y pego un trescientos sesenta.

No hay nada especial en la calle, no hay nada especial en ningún sitio. El tiempo va pasando. Acabas de hablar con el móvil. Tal y como pensaba me lo cuentas y es una basura. Le arranco las etiquetas a la segunda cerveza lo mismo que a la primera. Tú sigues con lo tuyo y llega un momento en que te rindes y dejas algo menos de la mitad. Pido la cuenta que, también como me suponía, es escandalosa. La pago y cuando vuelven las vueltas no dejo propina (que no soy un saudí). Creo ver en tu perfección un qué de desprecio a mi tacañería, pero no me importa. Nos levantamos y echamos a andar. En un momento te cojo de la mano. Te beso. Me respondes lo suficiente. Aparto la cabeza y mirándote fijo sonrío ladeando el melón en algo que es franco, sincero y (aunque aquí suene como una mierda) puro.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Tardes de plan I



“La clave de mi felicidad está en dar un paseo, ir al bosque, comer un helado. Cosas que puedo hacer sin necesidad de nadie más. Así no dependo de otros para estar bien” ¡Claro que sí! Es una perla de filosofía de espalda de camiseta, preciosa, algo larga para una galleta de la suerte o un status de red social. Eso si, cuando el helado te abrace con toda el alma, te diga lo que quieres oír (o aquello que no quieres y te echa para arriba) o te sorprenda con algo estúpido y maravilloso después de otro día de mierda; por favor, me mandas un sms. Es muy bonito, y muy espiritual. Quizá debería pasarte el test de la petarda ¿Qué opinas de los Beatles y Cortazar?

No se puede luchar contra años de educación no académica, de adiestramiento y de corrección política. A los dos nos contaron que éramos especiales (tú más, por eso de tu género), que todo iría bien y los dibujos animados a mi me pintaban bastos en que mi redención vendría sacrificándome devoto y fiel por alguna como tú. Después los animalitos parlantes y graciosos (para mi tienen más chispa los graciosos de Lope) se cantan la última muy romántica y sentimental y fundido a negro. Tú solo tenías que esperar haciendo lo que te diera la gana mientras me cargo al dragón y las paso putas de todos los colores porque mereces la pena, eres la princesa encantada. Yo puedo quedarme en sapo después del primer beso y, en ese caso, con tirarme otra vez a la charca tienes bastante.

Es que somos de nihilistas. Está de moda, creo, porque nos hemos existencializado y porque ese consumo, que adoramos lascivos en secreto (por fuera somos de despellejarlo porque no llega a los pobrecitos de las selvas), nos ha producido una anomia de tres pares ¿Y es que qué podías hacer si has nacido para triunfar, para el si siempre y eres perfecta, nadie te puede decir nada y el egoísmo más anti-empático es el valor humano más importante que se espera de ti y se te aplaude? Eres, mirando la pantalla del móvil tres veces por minuto, muy así y muy Carpe Diem. Nada te perturba y nada te importa. Solo el disfrute de tu persona como centro. Por eso estoy hasta los cojones. Por eso aguanto como puedo. Porque me da miedo las consecuencias del adiós, el cicatrizar, principalmente. Porque pavlovianamente también creo que eres una princesa y que no puedo hacer nada que te siente mal. Sería, en mis posteriores procesos de evaluación y examen de conciencia, peor que perpetrar el exterminio salvaje de un poblado de famélicos negritos allí donde el Sahara pierde su nombre.

El camarero trae las cosas: mi tercio y ¿Lo tuyo? Es como un batido, o chocolate, o algo así. Con chorretón de nata encima, barquillo clavado en ésta, dos pajitas, copa de cristal con ondas y volutas ¡No le falta complemento! Y podría decirse que es uno más de los tuyos tan conjuntada intentando no parecerlo. El precio será escandaloso y lo disfrutaré cuando se te pase la liberalización y yo apoquine, porque soy así de tolai, honestamente contento. Los coches pasan muy cerca, huele mal a calle calurosa, con el ruido no te oigo un carajo (no habrá mucho que oír, ni contestar, tampoco; no te apures), y la acera está atestada de gente que pasa estropeando el espacio de confort. Un mendigo da por el culo, en orden, a todas las mesas hasta llegar a nosotros “Soy serotoxicoblablabla…” ¡Enhorabuena! Yo quiero (eso parece) a esta tía. Cada cual tiene sus desgracias. Ni le miras porque sigues con el móvil. Yo tampoco digo nada, como si nuestro silencio, rigidez y ausencia de contacto ocular nos escondiese de él. El encanto de las terrazas. No me gustan. Me siento como desnudo en un interrogatorio, con todo expuesto a una calle hostil que sigue oliendo mal. Pero a ti te apasionan porque te empapas de humanidad y realismo. Yo no, puede que sea una mala persona y por eso me pase.

Ahora podría alargarme en como nos conocimos. En si tuvo algo de película, o no, o las dos cosas. En si llovía, había estrellas o pasaba el camión de la basura estrambótico y pegando pitidos con cada maniobra. En el paso a paso. En cómo me di cuenta de que podías darme un segundito de ti ese día. En cómo te diste cuenta de que yo no era, ni soy, para nada importante, puede que ese día también. En que te da lo mismo todo y a mi cada vez menos. En el declive de tu interés (pasada la moda). En el sacrificio cada vez mayor que debo hacer para mantener tu atención, como un chiquillo malcriado que se aburre a los dos minutos y para el que cada vez el juguete tiene que ser más caro. En los cada vez más frecuentes malos momentos que me ponen un poquito más cerca del adiós definitivo, cuando me decida a dar el salto y a ti te dure la pena unos quince segundos hasta que la alegría por desprenderte de mi, trasto al contenedor, eclosione sin que te importe nada más que el hedonismo inmediato; sin que te dejes tocar por cualquier sentimiento de reflexión o nostalgia. Eso no es para ti. No hay un mañana, no hay un ayer y el ahora no significa realmente nada. La posteridad y el karma son inventos para los pobres y los feos. Realmente no significa nada, repito, dentro de veinte millones de años los segundos seguirán pasando y nosotros no seremos. Por lo que puede que sea lo mejor lo que tú haces. Me estoy poniendo filósofo de baratillo y rebajas ¿pongo cara de estar oliendo un pedo anónimo para parecer más profundo o sería rizar el rizo?

domingo, 11 de noviembre de 2012

El ladrón de leche III



            Y como no tenía que hacer (mis multiamigos de las redes sociales me gustaban porque estaban callados y como ausentes ¡Qué poético!) me dediqué al sano oficio de cultivar mi conocimiento friki con cosas inútiles. Por eso me puse a la biografía wikipédica de uno de esos escritores que me gustaría (dando el cojón derecho  por ello y todas las cosas requeridas) ser alguna vez y que solo pasará en alguna dimensión paralela o mundo de yupi. Del colega me sé toda su vida ya, pero engancho en enlaces azules a más saber. Otros estilos, más escritores, incluso editores a los que se le apareció la virgen y lo petaron porque consiguieron para su cuadra un campeón. Con todo eso acabo parando en John Fante y me llama la atención. De ahí pasé, una vez que había visto que tenía que leer de ese tío, a buscar algo que descargar suyo. Por supuesto era “Pregúntale al polvo”, que es bastante más fácil encontrar lo más conocido de uno que versiones y rarezas. El precio en librerías, al menos en librerías en la red y descontando gastos de envío, eran unos doce. Estaba bien, asequible, y me importaría una mierda dedicar ese porcentaje de mis bienes a conseguirme uno. Pero es lo que comentaba de los pueblos, siempre una pregunta, esta vez dónde. Por suerte lo encontré en un pdf y se vino a mi escritorio. Lo empecé y con el ansia del principio le metí un buen arreón. Llegó la hora en que tenía que vestirme para ir a la autoescuela. Como siempre puse todas las cosas a llevar en orden encima de la cama, muy obsesivo compulsivo. Después me las puse, me eche de la colonia barata (días de diario) y a esperar a que alguien viniese y me llevase. Es malo hacer representaciones mentales de lo que te puede pasar en una hipotética situación futura. Especialmente si te pones en todo lo malo, que por otro lado suele ser lo que acaba pasando. Por eso, y porque soy un cobarde al que le amedrenta todo lo que no sale bien y genera algún tipo de conflicto o enfrentamiento, para cuando salí para allá estaba completamente acojonado, puesto en lo peor, triste, desmotivado.

            Allí fue la primera vez que todo tuvo cierto orden. Por lo menos la de la oficina estaba, y por estar hasta estaba con mis papeles. Pregunté que si era posible examinarme el miércoles y fue que no, pero la solución era posponerlo un par de semanas. Bueno, tanto daba. Por lo menos firmé algunas cosas y pagué, que me han enseñado a ser buen pagador en un mundo lleno de hijos de puta (¡Toma carencia educativa!). Y con el consuelo del que saca perder por puntos en un combate en el que le tendrían que haber volado la puta cabeza al cuarto asalto, me volví para casa. Al llegar revisé el recibo de la autoescuela, no fuera a ser. Puede que fuese todo lo útil (¿?) que hice.

            Después seguí leyendo hasta la hora de cenar, y haciendo el imbécil en Internet. Nada, lo de siempre, tiempo que se pierde, relleno de una vida, anomia. Una vez cenado vi la tele, por eso de que hay que sostener el prime time de las cadenas con gratitud en forma de audiencia. Era una serie histórica con mucho cliché que, si no la viese por la tele, ni me molestaría ni en descargar. Otra cosa más para matar una hora y pico. Aburrido apagué y me fui a la cama, o a la habitación. Me volví a poner a leer. El libro me gustaba, aunque con el puntito de que podía llegar a algo más.  Como si lo hubiese escrito un criajo que, con más vida y más mierda de vida, pudiese ser cojonudo. Arturo Bandini... Le pagan ciento y pico por un relato (que es una carta reciclada con mucho delirio) y se pone a escribir uno que se llama el ladrón de leche sobre el drama moral de robar un par de litros al lechero (suena porno). No lo entiendo, puede que porque la ética se me perdiese hace mucho en medio de la miseria. Yo vendería todo lo que he escrito por la puta mitad de eso. De todo ello se me puso el cuerpo de escribir, así que tiré dos párrafos penosos y me metí en el catre. Otro lunes, la gestación de las grandes epopeyas. Mierda, solo eso, mierda.

domingo, 4 de noviembre de 2012

El ladrón de leche II



           Después de eso me levanté para comer. Ya mejor, más sereno, tomándomelo con una calma negra que no servía. Como no había otra cosa que hacer me conecté. En Internet lo de todos los días, pasar el tiempo, leer tonterías, deprimirme mirando por la ventana en otro rato que se marchaba inútil mientras se va poniendo oscuro. Como inútil se me ponía la puta vida allí, último sitio de refugio, tumba casi. Otra tarde más criando la sensación estomacal de depresión y asco, ese pensamiento recurrente de incompetencia, de falta de oportunidad y de incapacidad para hacer nada remunerado y categorizado. ¿Dónde pedir un trabajo? ¿Dónde romper la cadena de “no lo tienes porque no tienes experiencia y no la consigues porque no encuentras uno”? Plantéate qué sabes hacer verdaderamente útil, para qué poder servir, dónde encontrar el derecho a sostenerte un mes tras otro. Pero en los pueblos no hay de eso, no hay ocasiones, no hay donde buscar, no hay nada, es vacío. En una ciudad se pueden buscar empresas, cursos para hacer, cosas que intentar; al menos mirar por la ventana y ver vida. En doscientos habitantes hay lo que hay. Vivir en un puto desierto donde, para aquello más tonto, se tienen que recorrer kilómetros en coches que nunca tendré. Y una vez recorridos, acceder a servicios de baja, pésima calidad. Un ejemplo, lo que tendría que hacer esa tarde: ir a reclamar a una autoescuela, en el pueblo de al lado, la única cerca (muy monopólica y con una profesionalidad muy a lo cuerno de África) si me tenían preparados los papeles para poder examinarme del examen teórico de la licencia de camión. Había ido unas seis veces. De ellas hasta la tercera no me dijeron el precio, otro par de ellas no tenían abierto el local siquiera, en todas no estaba el que solía llevar la oficina y en las primeras me mintieron un poco por medio de su jodida boca sobre cosas que se podían hacer, plazos... Así, me había preparado el examen a baquetazos, yo solito en casa (que los pagabas trescientos para que te presentasen nada más, no vallamos a pensar); había obtenido el permiso psicofísico para ser evaluado (pagando también ese examen exhaustivo y completo con preguntas sobre mi vida y milagros “¿Bebes? Claro que sí, señora, todos los días como un cosaco, apúntelo usted en el informe por favor” bien contrastados) y lo había dejado en la oficina a alguien que no tenía puta idea de nada el día preciso para poder hacerlo ese miércoles, último día oficial de examen del mes. Todo ello para abrir una puerta, otro título, habilitación, licencia… Un par de líneas en el currículum que, como todas las demás, nadie se leería nunca. Pero me decía, por no dejarme caer hasta el fondo “levántate y pelea”. Que días más preciosos para perder una vez más. Se me va el cuento, vuelvo a centrarme en la autoescuela. Debía ir a preguntar como estaba lo mío, si tenía o no examen o, siquiera, si les habían entregado el papel con el reconocimiento médico. Pero eso viene más tarde, por el momento me estaba, otra vez, amargando y deprimiendo delante de la pantalla con cara de perro apaleado y hambre de ansiedad.