domingo, 28 de julio de 2013

Hornillo II



            En un primer momento el artilugio pegó un llamadazo de la hostia que envolvió las latas en fuego. Un instante después, de alguno de los agujeros salían lenguas como las de un soplete. Coño. Si que era chungo y peligroso (o, más bien, exagerado).. la moneda repiqueteaba aceleradamente sobre los rotos de llenado y sonaba como una amenazadora cafetera filtrando el agua hirviendo. Era tan aparatoso que me jiñé por si pasaba algo. Pero el alcohol de alrededor se consumió, las cocas como lanzallamas y todas las de alrededor se moderaron y encendieron en una combustión controlada, azul, constante. Cinco minutos más tarde, con el cachivache sin apagarse y su coronita tremolando, lo había conseguido. Furrulaba como un tiro. Ya tenía un hornillo de mendigo.

            Como un buen empirista, el siguiente paso que se me ocurrió con el nuevo juguete fue medirle el consumo. Busque una medida de capacidad fija, un baso de chupito. Lo llené y, menos lo que se derramó alrededor y por toda mi mano, vertí el combustible dentro. Repetí los pasos de la ignición pero, satisfecho y confiado por mis dotes constructoras, no me sequé las manos de lo que me había salpicado. Consecuencia, a la primera chispa de la piedra del mechero tanto el hornillo como su creador echamos a arder.

            Por supuesto ya no me preocupé más del bote. Bastante tenía con mis manos en llamas doliendo como nadie se puede imaginar, oliendo a carne quemada, pasando la lumbre a la ropa. A manotazos, voces y con un grifo cercano, las sofoqué en seguida. Mi familia acudió al jaleo y arrancamos lo antes posible a por atención sanitaria. No me había carbonizado las zarpas, pero estaban rojas por completo y, en algunas zonas, empezaban a salir algunas ampollas. Imprescindible ir a urgencias. Con el trajín, nadie se acordó del hornillo para nada. Este siguió quemando, una vez normalizado su funcionamiento, por un rato largo. Lo hizo hasta que la llama decayó poco a poco y se extinguió agujero por agujero en un suspiro. Cuando volvimos del hospital allí estaba. Frío, consumido, inocente. Alguien, con mucho cariño por mi seguridad y mi salud, se deshizo de él no sin antes aplastarlo de un pisotón. Desde entonces prácticamente no me dejan enredar con según y qué cosas, en recuerdo del incidente. Una lástima, porque sigo teniendo grandes ideas y, las que no tengo yo, me las provee Internet.

domingo, 21 de julio de 2013

Hornillo I



            Son artes de mendigo, o de preso, o de boy scout. El invento es primitivo pero hay que verlo funcionar para darse cuenta de que carbura, y tanto. En este caso el venazo que me ha dado es el de hacer un hornillo con el culo de dos latas de refresco. No es difícil, sólo es necesario un poco de maña y cuidado de no cortarse. Quizás por eso sea artesanía de sin techo, porque por muy jodido que esté, con cuatro cosas haces uno con unas mínimas condiciones de funcionamiento. ¿Y porque lo hago? Pues por lo de siempre, el diablo cuando no tiene que hacer, con el rabo mata moscas. Además, algunos somos ingenieros frustrados desde que de pequeños nos prohibían jugar con las herramientas ante el más que posible peligro de herirnos o mutilarnos.

            Para documentarme, como todo en esta vida, en Internet. Ahí había modelos para todos los gustos y colores: con más o menos fuegos, con la llama pequeña pegada al agujero, con el tiro alejado y colorido como una fuente, pulidos y profesionales, arrastrados y cutres que iban de milagro. Yo me quedé con una cosa intermedia. Uno que lleva una moneda de céntimos para tapar los rotos de alimentación y que marcha, a tenor de los vídeos, muy eficientemente y con poco carburante, un dedalito de alcohol. Para mi experimento, de sobra. Así pues conseguí las dos latas. Las corté probando los trucos recomendados de los expertos y las encajé mal sin poner atención en que la parte inferior debía solapar la superior para rematarla con los rotitos. Bien, el bicho no quemaba ni a la de tres. Aunque en realidad si que ardía, pero como el gas se escapaba por todas las uniones, lo hacía por todas partes menos por donde debiera. Cuando lo quise reparar desmontándolo (cortando), el empalme fue un churro y la chapuza tenía una doblez en un costado por la que se iba toda la fuerza como un lanzallamas, resultado que convenció a mi familia que con el coño del hornillo terminaríamos llamando a los bomberos. Un churro superlativo. Una mierda como una catedral. A la basura. Puteado, me tuve que esperar unos días a conseguir otras dos latas (principalmente porque buscar algo que necesitas o quieres en uno de los máximos exponentes de la Ley de Murphy.

            Cuando finalmente las pillé, fui a tiro hecho. Las corte, ensamble correctamente, taladré, calcé una doblez que tenía en la junta, llené por el embudo natural cóncavo el depósito, le rocíe un chorrito de alcohol alrededor y le metí mechero.

domingo, 14 de julio de 2013

El forastero II



            El desgraciado tiene dieciséis años y es más hormona  que hombre. Ha venido desde la capital con sus padres al pueblo mierdero y aburrido de su abuelo, como todos los veranos (que es mucho más barato que una semana en la playa. Antes, cuando era pequeño, todo lo del campo le emocionaba: un gato que pasase, un vecino que lo subiera a un caballo, estar todo el santo día corriendo y ensuciándose las rodillas con una roña que no salía ni a la de tres. Pero eso era antes, ahora da alguna vuelta con una bicicleta de montaña de algún primo mayor, se baña por las tardes un rato y el resto del tiempo se aburre como no se puede describir. El calor lo dispone a una especie de flojedad salida que para qué.

            En una de esas vueltas ciclistas a la entrada del pueblo, bajo la sombra de un edificio municipal, se encuentra con una recua de muchachillos que van desde los ocho años en adelante hasta una de dieciocho más o menos. ¿Porqué esa mezcla exótica de edades? Dos motivos, es el único modo de hacer manada donde no hay gente y los grupos allí discriminan más por edad mental que por la temporal estrictamente. La de dieciocho años, de la que el cándido no sabe nada, lo atrae como una vela a una polilla rastrera. Es cárnica, montaraz y a esas edades no se pone demasiado punto en las luces y sombras de las entendederas de cada uno. Como conoce de otros veranos a algunos de la manada pueril, se arrima e, involuntariamente, más por instinto que por otra razón, empieza a tontear con ella.

            Días más tardes, armándose de valor, la aparta una noche del grupo a una zona oscura y la besa. Sigue sin saber que si ella se va con todos los niños en lugar de con los de su edad es por el más que evidente retraso mental y su categoría borderline. Pero es que polla dura no cree en dios. A la tonta le gusta eso de tener un novio de ciudad (así lo ve ella) más que comer con los dedos. Por eso se deja y porque también, inconscientemente, le pica el asunto. Así una noche, una de esas en un apartado rincón de las traseras del pueblo, con torpeza, insatisfacción y rapidez, pierden la virginidad experimentando. Como ninguno de los dos tiene ni idea de lo que hacen, es sin chubasquero.

            Al mes y medio, cuando las cuentas de la marea roja se han ido a tomar por el culo y el otoño llega, a la tonta le da por contarles a sus padres el affair. En pos de conseguir un medio de comunicación con los responsables del semental, se lo dicen a los abuelos del muchacho y de paso a quien quiera poner orejas. Tras eso la decisión se torna complicada ¿Qué hacer? ¿Aborto? ¿Adopción? ¿Quedárselo? Sea como fuere al calentorro le han salido bien caras las vacaciones, los calores y las costumbres estivales del pueblo con su idiosincrasia tramposa. No se le olvidarán jamás.

domingo, 7 de julio de 2013

El forastero I


              Su puta madre que calor hace. Se funden las paredes, se respira brea y uno se pasa el día entero chorreando sudor como un marrano sin importar lo que ande haciendo: estar delante del ordenador, dormir entre sábanas que parecen mantas polares o tirarse en el sillón viendo la tele como un perro en un sombrajo. De cualquiera de las maneras las pasas putas y un barniz pegajoso, húmedo y caliente te brilla por la piel condensándose en gotas. El verano en el sur interior no hace gracia. La gente se apaña como buenamente puede, bebiendo gaseosa con hielo y una rodaja de limón, bañándose en estanques y piscinas naturales en cada riachuelo o dándose aire con un paipai. Por eso no es físicamente posible lo de esa vieja. Con dos cojones está sentada en una silla plegable de camping, orientada al sudoeste en el tendido de sol, enlutada, a las seis de la tarde y su única protección es una mano haciendo de visera sobre los ojos y un cartón recortado de un pack de bricks de leche como abanico. Eso es tenerlos bien puesto, si señor. Cuando por la plaza no pasan ni las golondrinas no sea que se incendien espontáneamente por el roce con la inflamable atmósfera, ochenta y tantos o noventa años de vieja se comen la canícula sin pestañear siquiera. Quizás hace esto porque está chocha, quizás con lucida fe en el refranero y los dichos populares fía en lo de que los niños se mueren en agosto y los viejos en enero (para sobrevivir a los eneros esconde bajo la manga un comodín infalible, su brasero de picón asfixiante en la pesa camilla). Sea como sea ella es el único rasgo de vida en todo el pueblo, encerrado hasta que al dios sol se le quite la mala hostia.

            En cambio durante las noches la situación cambia por completo. Como insectos nocturnos que vivan bajo las piedras, todas las almas del pueblo, al caer la tarde y comenzar a oscurecer, se echan a la calle ansiosos. Los adultos despellejan a los vecinos en corrillos, los críos corren chillones y los adolescentes, esa tribu, se disimulan por las afueras para pelar la pava y tontear. Parece poca cosa (lo es) pero los recursos no dan para más incluso con la irrupción de la telefonía móvil y las redes wifi. Los veraneantes van a los pueblos y confunden eso con el calor humano y la cercanía que falta en las ciudades. Se equivocan. Hay esto porque no quedan más pelotas. Cuantos pueblerinos si se les diera a elegir, no cambiarían su situación por anonimato, bares, cines y el precioso sonido de las máquinas que riegan las calles de madrugada. Pero a los forasteros esto les mola, porque lo viven poco rato y se lanzan a los usos de aldea como lobos. Eso le pasó al pobrecillo de nuestro protagonista, que con las normas de la ciudad, se la dan con queso.