domingo, 28 de diciembre de 2014

Mañanas Iggy Pop II



Si me diera por reconocer la verdad, tendría que admitir que las mañanas Iggy Pop eran solamente resacas espantosas de un tío que, con cada una de ellas, era un poco más viejo y más débil como para encajarlas con el cuajo y la vergüenza torera imprescindibles. Ahora, con el paso del tiempo y su ausencia, las extraño por el regusto a nostalgia, a libertad perdida y, en resumen a inmadurez que desprende su memoria (¡Coño! Qué pedante me ha salido esta última frase, maquillémosla en que es “lírica”). Las mañanas Iggy Pop eran lo salvaje, la vida casi. Su nombre lo condensa. Eran despertarte como se te hubiese digerido y cagado una bestia mitológica. Pero entre todo lo malo que venía con ellas (especialmente a nivel fisiológico-endocrino) se mezclaba un aire de pura vitalidad, un autoconcepto de ser flaco, sublime, etéreo y tener el alma lo más cerca que se puede de salirse por la piel, como la repugnante transpiración espesa de esas mañanas, sin diñarla previamente. De eso no te dabas cuenta en el momento porque la sintomatología del resacón lo anulaba a la percepción. Aunque era algo real, indiscutible, quizás el motor con que sobreponerte o la esencia de lo que te obligaba a mandar a tomar por el culo tus buenas intenciones para el viernes siguiente (o sábado, o lunes, el día es lo de menos) en el que te disparabas al centro de la medula un chupito de absenta que fuese el primer detonador de la próxima mañana Iggy Pop.

He mencionado algo de la iconografía del nombre. Su bautizo fue más sencillo. En plena nausea, con los escalofríos sacudiéndome el espinazo, le aseguré a un compañero de piso que estaba como Iggy Pop cualquiera de sus mañanas. El otro, que era lo bastante “cultivado” para comprender las alusiones drogadictas (aunque mis mañanas Iggy Pop se constriñesen a un incipiente y violento alcoholismo. Era –y lo sigo siendo. Demasiado pobre para permitirme barroquismos en mis estados alterados mediante prohibitivos e ilegales productos químicos) de la referencia. Y allí lo acuñamos. El término “mañana Iggy Pop” se afianzó como definición ejemplar de mucho significado para muy pocas palabras.

domingo, 21 de diciembre de 2014

Mañanas Iggy Pop I



            Era mucho más divertido cuando todavía teníamos mañanas Iggy Pop. Entonces te despertabas hecho una puta mierda, un sub-humano dolorido y desnudo, pero era mejor ¡Hostias, si que era mejor! Incluso con la peste en el cuarto, la ropa desparramada por el suelo, el malestar general (un dolor silencioso que te inundaba entero jodiéndote vivo), las arcadas con poso ácido a bilis, los consiguientes vómitos miserables de jugos estomacales diluyendo restos descompuestos de bebida, la fría y lúcida depresión, la tristeza de las promesas de mierda (y enmienda), la lacerante soledad (paradójicamente, , cuando una de las mañanas Iggy Pop, milagrosamente, venía con compañía, el asco se multiplicaba, estallaba encarnándose en conjeturas para pode restar solo y en paz, para cabecear sueños cortos y masturbarte compulsivamente arrebañando descargas sexuales de endorfinas que mitigasen el padecer)…

            He mencionado las pajas. Eso era lo primero de cada mañana Iggy Pop. Me sacudía frenéticamente la polla en un alucinado estado de conciencia en el que se mezclaban sueño, recuerdos mórbidos de la noche anterior, dolor, ansia y una progresiva consciencia hacia la penosa realidad. Y durante los mínimos segundos de la eyaculación todo volvía a su orden. Después, en todo el día, dormía intermitentemente, me la volvía a cascar unas cuantas veces, recogía la habitación con calma, prenda a prenda, y la ventilaba del tufo a muerto y etilo exudado, visitaba el váter a des-envenenarme de cualquiera de los modos posibles en un váter, me vestía de yonki (descalzo, con algún chándal, sin camiseta…), malcomía cualquier despojo que hubiese en la nevera (un puñado de espaguetis cocidos y aliñados con sal, aceite y la primera hierba de olor-sabor que trabase por la encimera eran todo un clásico en esas mañanas. La opulencia en esos momentos tiraba más por un arroz a la cubana con dos huevos fritos cuya grasa empapase a gusto mi ponzoña orgánica y un brick de zumo multifruta si reunía los cojones suficientes para ir al supermercado a por uno). Todos esos quehaceres domésticos se consumían el día entero mientras los compaginaba con respirar y meditar desde lo más hondo de las recurrentes jaquecas sobre lo divino, lo humano y la alienante información contenida en mi memoria a corto plazo respecto de la noche pasada.

Llegaba siempre el momento en el que, intentando que el cráneo no me reventase, me duchaba por fin. Lo hacía con agua fría, vigorizante, una puta tortura; para salir renacido, bautizado, tembloroso y límpio, con la auto-significación como ser humano recién recuperado.

Eso no terminaba con el dolor. Este seguía acompañándome hasta el final. Simplemente se atenuaba contentándose con el abotargamiento sensorial. La plena recuperación, la reconquista del bienestar físico elemental, llegaban la mañana siguiente, cuando abría los ojos legañosos y solo podía pensar en la cojonudas sensación de la anestesia. Pero entonces ya no eras como Iggy Pop en una de sus mañanas. Solo era otra mañana del montón, sin nombre ni apellidos.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Las meditaciones metafísicas del Señor Mono III



Llegó el invierno. Uno de ellos cogió un catarro. En comunión se lo trasmitió a todos sin excepción. Todos se curaron a los pocos días, menos el abuelo. Éste continuó exhibiendo síntomas y molestias, terribles según él mismo, durante los meses siguientes. ¿Por qué llamaba la atención con ellos si su actitud general era la de a quien le da lo mismo todo, estar aquí o allí, ser o no ser? La respuesta será siempre un enigma. El viejo tosía, escupía y le dolía el cuerpo entero hasta conseguir algo de caso. Quizás fuese eso…

            Un domingo, un aburrido (como los domingos suelen) domingo, la madre (única persona en el hogar con suficiente autoridad para adoptar ese tipo de decisiones unilateralmente) cedió al chantaje emocional del “¡Estoy mal! - ¿Qué le duele, padre? - ¡Todo!” y lo llevaron al centro de salud. En el centro de salud el doctor de guardia, teniendo un exótico comportamiento de dedicación que desmentía el contexto “de guardia” un domingo por la tarde (o quizás por eso mismo y pasarle así la pelota a otro) ordenó ingresarle en el hospital para una exhaustiva exploración. Se acababa de abrir el bote de la mierda. Bueno, digamos mejor que el bote de la mierda ya estaba abierto y que entonces, por primera vez, empezaron a entreoler su tufo.

            La semana que el viejo estuvo ingresado fue un infierno para todos. Mientras al anciano lo practicaban una batería de pruebas, la madre, en su abnegado rol de redentorista, se tiraba los días y las noches en el hospital. Para dramatizarlo más, apenas comió ni durmió nada en ese periodo. Con ello acentuaba la proyección al mundo de su preocupación absoluta. Fue una actitud sumamente inteligente en un momento en el que lo que se pedía era, al contrario de esas chorradas de salvapatria, utilidad y sentido práctico. El resto se apañó como pudo, aprendiendo un ejemplo más de que el egoísmo es el motor que mueve al que medra. El viejo mientras tanto estaba feliz siendo el centro, obligando a todo el colectivo, tiranizando a los demás en la línea editorial que ordenaba que sus síntomas de catarro estaban por encima del resto: puestos de trabajo, horario, vidas… Nadie se imaginaba que fuese algo grave, aunque la gravedad no era una coyuntura descabellada en el transcurso habitual de una vejez. Tantas veces había venido el lobo antes, y las motivaciones individuales de la madre y del anciano en el asunto eran tan intrínsecamente impostadas e individualistas (ambos satisfaciendo sus egos), que el resto se hubo de volver cínico en legitima defensa.

            Al final de esa semana les comunicaron los resultados. Era la receta definitiva. Al abuelo, según las previsiones del equipo médico, le quedaban unos dos meses. La “noticia” la supo todo el grupo familiar rápidamente, todos menos el afectado. ¿De qué hubiese servido contárselo? A él se le colocó una mentira (quizás la coletilla “piadosa” esté mejor puesta aquí que nunca) ambientada con sesiones en una maquina de oxigeno.

            En su regreso a casa lo instalaron en el comedor, feudo del Señor Mono. Aunque pudiera parecer que era una manera de arrinconarlo, de apartarlo en el trance para evitar la difícil conversación, y convivencia, con alguien que ya no es, que solo está difiriendo un instante (el último) ya concretado, no era así. No esquivaban la significación de la desesperanza. Al contrario, era un detalle, era incluirlo en el espacio más exclusivo y señalado del hogar. Allí trasladaron un butacón y una mesa camilla en la que el anciano apoyaba los codos sobre el hule floreado. Allí continuó como antes de la revelación de la verdad, haciendo una vida (o  anti-vida) más propia de un tiesto que de un humano. No era una novedad (aunque el diagnostico pretendiese matizar de eso algo ya establecido de antemano), solo la suave progresión de la desidia, de la decadencia, la derrota y el hundimiento.

De vez en cuando, cada día, se cruzaban la mirada vacía, casi bobina, del silencioso viejo con los ojillos de plástico vidriado del Señor Mono. No se decían nada porque, realmente, nada tenían que decirse. El Señor Mono, discreto como siempre, se guardaba mucho de dar su opinión. Tampoco es que nadie se la pidiera. Estaban todos muy ocupados con asuntos más apremiantes.

domingo, 7 de diciembre de 2014

Las meditaciones metafísicas del Señor Mono II



            Testigo de todo, cronista casi, ahora asistía al último cuadro costumbrista del hogar. Durante el último año la guadaña había pegado en la casa llevándose al otro barrio lo que iba tocando por lista. La abuela, en un proceso natural, inevitable, se consumió hasta morir, pacíficamente, cuando la fueron a acostar una noche. No había que tomárselo como algo traumático, como una tragedia, en base a la edad de la anciana y del proceso espaciado en meses enteros de deterioro y semanas agonizando, luchando literalmente por cada bocanada de aire con ruidos animales  y terrores nocturnos (a pesar de la senilidad, sabía lo que estaba llegando).

En contra de la fatalista lógica, a la madre le afectó este deceso como un golpe atroz e inesperado, como un estigma al alma que impidió un duelo normal, que abortó la transición del dolor a la rutina. Pero ese es otro tema. Algo que puede que tuviera relación con lo que pasó después. Lo más inmediato tras el entierro, el cambio más concreto y significativo, fue que el recién enviudado abuelo se mudó a la casa. Así se cuidaba de los viejos antes. Progresivamente se los encastraba en un hueco de la normalidad (manteniendo la debida reverencia sumisa a su senectud), se los encamaba, se los asía de la mano con toda la teatralidad cuando el momento concurría y se les velaba en casa para regocijo de vecinos, curiosos impertinentes y carroñeros. En el tiempo del que estamos narrando, cuando el viejo se trasladó con los demás (incluido el Señor Mono), los hospitales y las residencias geriátricas introducían factores determinantes en la ecuación. En esta familia, inducidos por la madre, obligados por sus escrúpulos morales, se optó por el modo tradicional. No valoraremos cual de las dos alternativas es más ética, o cual daña más la estructura de la ficción familiar. El abuelo vivía con ellos, ese es el hecho.

            Durante todo ese año la vida se adaptó al abuelo como prioridad. Todos condicionaron sus existencias a la integración del anciano y a la continua genuflexión que sus canas merecían. El viejo, si hubiese querido, hubiera alcanzado un transcurrir diario digno, con todo solucionado, con posibilidades de ocio, con todas las actividades al alcance de la mano listas para su disfrute. Pero no, él prefirió la desidia absoluta, gastar los minutos dormitando cabezadas en el sillón de la cocina y las noches en vela incordiando con ruiditos y visitas al excusado más artificiales que necesarias. Para cualquier cosa (como que saliese a la calle a dar un paseo, o que fuese al hogar del pensionista a tomar café y echar una partida por la tarde) había que insistir, arrastrarlo. Él no se agarraba a la vida y para los demás era cada vez más agotador cargar con lo suyo y lo de del abuelo. Quiero pensar que los luchadores, los tipos que no bajan las manos jamás aunque se sepan sometidos, son los últimos héroes que le quedan al mundo y por eso se los debería apreciar más. El viejo no era, para nada, uno de ellos. Él solamente esperaba el final mirando las paredes desde el sofá, negándose a todo, apático, deteriorándose físicamente a pasos agigantados por la pereza, muriéndose de incuria; eso con un enjambre familiar alrededor intentando tirar de él, enfrentarse con épica y auto-engaño, a las arrolladoras fuerzas de la naturaleza, el tiempo y la misma cobardía existencial del anciano.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Las meditaciones metafísicas del Señor Mono I



            El Señor Mono era un orangután de peluche. Había sido un regalo de cumpleaños para la madre, a quien siempre era difícil regalar porque no le gustaba casi nada en este mundo y lo recibía con desapego y frialdad. Por este motivo el Señor Mono fue un regalo de compromiso, de circunstancias, adquirido a un precio razonable en una franquicia de multi-regalos, todos muy modernos y asépticos en sus estantes, precisamente para eso: para cumplir el trámite. Y por ese motivo también, el del desapego de la madre, el Señor Mono había terminado en una esquina del comedor, sobre una mesa auxiliar, olvidado, cogiendo polvo, viendo pasar desde ahí la vida de la familia.

            En su posición privilegiada asistía a los eventos importantes, los días especiales, las comilonas, los cafés de las visitas… No importaba que estuviera en un rincón, en una mesa que no cuadraba con el mobiliario, apoyado en un cassete con la antena partida y algunos botones saltados. Bajo su trasero de pelo sintético se amontonaban papelotes viejos, cartas desfasadas del banco y fotocopias que amarilleaban aguardando una limpieza general y la basura. Ese era su trono. ¿Cutre? Evidentemente que lo era, pero no más que la chimenea con loza vieja en la repisa, las fotografías de primera comunión ampliadas de los críos (cuando lo fueron) impresas en imitación a lienzo dentro de barrocos marcos dorados, los tapetes de ganchillo blancos en mesas y sofás o el mueble-bar desvencijado e imitación ébano que guardaba vajillas cuberterías y copas del ajuar de bodas (menaje empleado en ese espacio concreto durante los acontecimientos de rancio, recalco el adjetivo, raigambre y protocolo; como las nochebuenas y sus langostinos cocidos con mahonesa). Era un escenario atestado de todos los clichés kitsch, pero también la habitación más importante de la casa, el templo de la familia. En ese templo ejercía de sumo sacerdote, con su carita naranja entre socarrona y tierna, el Señor Mono. Para dignificar ese cargo religioso, se cubría la cabeza con una mitra de papel de periódico echada sobre el cogote que alguien le construyera en papiroflexia (para volver así más salado al simio). Fue el mismo que lo bautizó como Señor Mono. Un nombre obvio, una ocurrencia sin gracia, que cuajó igualmente. Señor Mono se quedó el peluche para los restos.

domingo, 23 de noviembre de 2014

Nothing else matters III



            ¿Por qué me acordaré ahora del mendigo? ¡Ni zorra! Algo habrá que hacer. El reloj del principio del pasillo, además de “ocho grados” (deduzco que será la temperatura exterior, porque dentro estoy agobiado respirando un gas humano espeso como la niebla del Mar del Norte – incluye su ración de pedos, alguno mío también – y sudando un moco espesote que arraiga rápidamente en mi ropa), marca las veintitrés cuarenta y nueve. Casi media noche, hora de brujas, apariciones y el paranormal coño de su prima. No llegaré hasta las diez y cuarto de la mañana. Me espera una noche cojonuda, una perfecta noche de perdedor en el medio de transporte de los perdedores: un autocar de línea. Como colofón a la estampa, el autobusero escucha un programa de radio teóricamente gamberro, fresco y desenfadado en el que ahora mismo divulgan, verdad teológica, que un condón no se debe usar dos veces aunque en la primera no dispares. Los viejos alrededor mía no se escandalizan por ello entre sus babeantes cabezadas. Una pena, sería más divertido que lo hiciesen, mi vieja mejoraría un poco con es pizca de humor costumbrista.

            También sería mejor si yo mismo estuviese borracho. Así iría anestesiado, dormido o inconsciente. Desde el punto de vista más inmediato, sería absolutamente feliz (al menos momentáneamente). Pero ya no bebo. Lo dejé por pereza, porque sacaba a la luz mi mejor versión. Desde entonces mi vida es más sana, también más triste. Compenso su añoranza comiendo, abriendo otra chocolatina energética de cereales. Traigo un cargamento en la mochila. Alijo del que no habrá ni migas por la mañana, antes incluso, en un rato. Más adelante, de vuelta a la rutina, compensaré esta bulímica compensación con diario ejercicio físico carcelario y limitación estricta de ingestas. Mi vida, definitivamente, es más pobre desde la última cerveza. Los bordes saludables de los saludables granos de cereal de la saludable barrita me arañan por todo el paladar. Trago una y abro otra. Ya estoy lleno. No importa.

            Llegamos a una estación de servicio en medio de la nada. Hacemos una parada programada de veinte minutos. Las viejas salen en estampida a orinar peleándose por ser las primeras. Yo también voy al retrete, para no ser menos. En la explanada huele a una mezcla entre los cebaderos de animales alrededor y a lluvia recién caída. Estaría bien hacer el viaje con lluvia. Sería más soporífero, más narcótico, más llevadero.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Nothing else matters II



            Ha sido cuando volvía, en el metro, de cerrar la vuelta del billete de autobús. Él estaba en el pasillo del transbordo, más o menos por la mitad, mimetizado en el ajedrezado naranja y blanco (con pátina de roña a discreción y por doquier) de los baldosines del túnel. Al principio no lo vi, sólo escuchaba su guitarra acústica (era de la familia zoológica del mendigo con talento, del pobre artístico). Se guarecía bajo uno de los tramos de escaleras que ondulaban el interminable pasillo. Su trampa consistió en cambiar la canción y que la nueva parecía, sonaba, como el principio de “Nothing else matters”. Pensé, ¡Hostia, qué punto!

            Inmediatamente calculé si apretarle una de veinte céntimos (por casualidad, tenía chatarra en la cartera para financiar mi aventura filantrópica). Si hubiese sido “Nothing else matters” lo hubiera hecho. Y no me habría pesado en absoluto (al menos en caliente. En frío, el cabrón famélico de las buenas ideas que habita en una de las chabolas de mi alma suele aniquilar, fácilmente y sin compasión ninguna, los arrebatos sentimentales como éste). Conforme me aproximé (yo a él y la canción a algo más que la entradilla) se destapó que no era “Nothing else matters”. Solo era un punteo de guitarra mansito, uno normal y corriente, uno perfecto para ser interpretado, bajito, por el guitarrista del coro durante la consagración de la misa dominical en un internado (aforo completo de padres y farsa en modo on) ¡Joder colega, con lo que prometía! Te quedaste sin (mis) veinte céntimos ¡Menos mal!

            Continúe en el suburbano hasta mi parada. Allí, como había un supermercado cerca y estaba sufriendo un brutal ataque de gula, me gaste la moneda (con otras tantas) en bollería industrial; la más insana, dulce, coloreada y (resumiendo) guarra de toda la sección de desayuno. Me zampé ansioso los pastelillos, por la calle, lamiendo el envoltorio, mientras subía a casa.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Nothing else matters I



            Hoy ha sido la primera vez en mi vida que he estado a punto de darle una moneda a un mendigo. Normalmente creo demasiado en el dinero, lo valoro tanto, tengo tan poco y me han adiestrado tan concienzudamente en el vínculo sagrado que se crea entre ambos (la pasta y servidor) al tener que arrancarle al mundo cada poco de él que consigo; que, directamente, paso. Paso de ellos como de la mierda y como de una mierda (matices semánticos). Ahora sé, por haber expresado en público este sentimiento, que caigo mal y que la ética de manada me repudia como malvado. ¡Anda y a tomar por el culo! Como que todos aquellos que salvan las ballenitas (y demás causas perdidas) no esquivan/ignoran a los pordioseros, con la mirada impersonalmente perdida en el infinito, cuando se los topan. ¡No cuela! Que la calderilla menor (o, magnánimamente, alguna moneda de las más pequeñas entre las de color dorado) acabe en una palma mugrienta para transconsustanciarse en vino de tetrabrik – piedra base, o caiga en un vaso de plástico y financie palacios gitanos en una república excomunista ahora también parte de la Unión Europea, o decida cara o cruz en el forro aterciopelado rojo del estuche de un instrumento musical para ser un honrado salario sin cotización social…  bueno, por todo esto no unge automáticamente al samaritano como “¡BUENO!” (léase esta palabra en monumentales letras de neón celeste sobre el inabarcable firmamento), por mucho que lo adobe con retórica domando y solidaridad papier maché.

            Yo lo reconozco, primer paso del vicioso compulsivo a la hora de superar su mal, prefiero guardarme mi pasta y pulírmela en cosas para mi. No tengo nada en contra de los mendigos, sean del tipo que sean, como tampoco tengo nada contra las garrapatas, los lémures de Madagascar o las estrellas de mar amputadas en proceso de autoregeneración. Por la pervivencia de ninguno de ellos contribuyo. Entonces ¿Porqué expresarlo respecto a los primeros (recordemos, nuestros amados pedigüeños) es diferente a hacerlo de los demás? A quien no le gueste, fien sencillo, que no mire, ponga mi parte para la utopía social que estoy abortando con mi egoísmo monetario, o lo que le salga de los huevos. ¡Me la pela! No creo en la mendicidad como labor, ni como recurso, y nunca les he dado (daré) una puta perra. Aunque hoy casi pasa.

domingo, 2 de noviembre de 2014

El cheque II



            Cuando me tocó, no podía ser de otra forma, me tocaron los huevos. El de ventanilla se hizo el sueco al son de que venía de no sé donde y que, por eso mismo, si lo quería cobrar me tendrían que meter una comisión de tres veces el valor del cheque. ¡Coño, que alegría! Para intentar un remedio, me derivó al director de la sucursal. Allí, otra vez, cayó guardar turno como un pringado. La diferencia estaba en que me estaba oliendo la tostada y que me iba a quedar sin ese dinero. Que todo es pasta, y no se cría en los árboles.

            El director miró el cheque con asco (sería por lo pequeño) y, con la pachorra de aquel al que el organismo le pide gritando el cafelito de media mañana, me sugirió que lo dejase en la sucursal mientras escribía a la central para que me perdonasen la comisión. Fue, lo vería más tarde, una forma como otra cualquiera de despacharme. Durante las siguientes semanas me pasé por ahí lo menos media docena de veces por ver qué era de la respuesta. No me alargo en detallarlas, ya se ha escrito sobre el tema (y bastante mejor que esto): vuelva usted mañana, etc. Una forma encantadora de comunicarte que han pasado como de la puta mierda de tu asunto.

            Finalmente, un día el de ventanilla me volvió a derivar al director pero confirmándome que habíamos respuesta. Al otro lo encontré peor que el primer día. Tendría sueño, el pobrecillo. Entre bostezos disimuló cambiar de página en el ordenador (minimizar, ampliar y demás) y me juró que estaba, pero que no la encontraba. Para mayor afirmación de su desidia, marcó un número de teléfono (apostaría que inventado) que sonó y sonó. El resumen, de nuevo, vuelva usted mañana.

            Y fui mañana, y al siguiente. Ni la contestación aparecía, ni nadie respondía a ningún teléfono (¿Se habría extinto el mundo alrededor del banco? ¿Habrían quebrado y ellos eran la banda del Titanic?...). Desencantado, realista, cínico; recogí el cheque y terminé de molestarles. Dinero que nunca estuvo, un papel de recuerdo, un brindis al sol. A los pobres nos duelen esas cantidades, es lo que tiene.

domingo, 26 de octubre de 2014

El cheque I



            Me llegó por correo y me alegró el día. Coño, no siempre le mandan a uno un cheque. Además, era por algo que le hace ilusión hasta al más desalmado: eran los primeros royalties que cobraba en mi vida. Tenía un par de mierdas subidas a una plataforma (allí se disimulaban como libros o algo parecido) y, muy de vez en cuando, algún primo compraba uno. Tenían unos precios miserables y los porcentajes eran todavía menores, pero la plataforma me permitía acceder a un grafico de ventas donde, cada muchísimo tiempo, un pico en rojo me cantaba un lector (en efecto, soy tan pedante…). Joder, el sistema estaba montado para vivir de la ilusión. Era gratis, te permitía publicar de una forma más o menos digna (aunque de la dignidad del contenido se ocupaba uno mismo), podías promocionarlo, el mercado era inmenso… Todo eran buenas esperanzas. Después venía la rutina, la verdad de la saturación y el anonimato de estar sepultado entre una oferta monstruosa. Eso era lo de menos. Vender uno, el piquito rojo, era una alegría. Una alegría que además sumaba unos céntimos a la cuenta. Hay muchas cosas que hacen más daño que eso.

            Pues bien, un buen día me llegó una carta (después de la hostia de tiempo desde mi primera “publicación”) en la que me liquidaban las ganancias hasta el momento mediante un cheque. Evidentemente, no llegaba ni a los mínimos en los que se manejaban según sus normas respecto a mandarte pasta. Era más un ajustar las cuentas tras mucho tiempo. ¿La cantidad? Cosa de cinco euros con setenta y tantos céntimos, el producto de un par de años enteros (se dice pronto) ¡Todo es dinero! (consuelo de los que creen que lo importante es participar). Pero qué mismo daba, fue una alegría, ya lo he dicho.

            La mañana siguiente, orgulloso como un mocoso estrenando algo, hasta me permití la gilipollez de endomingarme un poco para ir a ingresarlo a mi sucursal bancaria. Estaba radiante, resplandeciente, feliz. Aunque en el banco había una cola kilométrica de viejas (pre y post visita al centro de salud. Ocio de jubilado…) a actualizar la cartilla y pormenorizar los detalles, de otros clientes a menudear sus gestiones financieras de mierda (ingresos, transferencias…) como yo; aunque tenía para más de una hora hasta la ventanilla, no importaba. Yo iba a ingresar mi cheque, mis primeros royalties.

domingo, 19 de octubre de 2014

El pelotazo


 
            Desde que se le terminó el contrato, la verdad sea dicha, no salía mucho de casa. Mientras esperaba que el futuro trajese buenas cartas, prefería matar buenamente los días evadiéndose, entre la nausea y la desidia cada vez mayor, a través de la ventanita en pulgadas de Internet en la pantalla de su portátil. De cualquier manera en el exterior, más allá de la ventana (real) del cuarto, tampoco había mucho que moviese a salir, a convivir, a mezclarse con lo humano. En el trabajo ya lo había hecho bastante y, además, bien, dignamente, pensaba. Entonces había reprimido satisfactoriamente (para el desempeño, no para él como persona, que tanto como eso le traía por el culo) la necesidad de soledad, la satisfacción como individuo, que era el contexto en el que mejor se desenvolvía y en el que más a gusto se sentía. Además, ¿Para qué salir?  El pueblo, su gente, su miseria y esa capacidad corrosiva para el espíritu forzaban a guarecerse de él, más que el mal tiempo, encerrándose en casa.

            Por eso le pilló en bragas la noticia, el rumor. Fue un sábado por la mañana. Recién levantado, con el desayuno. Su madre le contó lo que a ella le había transmitido un vecino al ir a por el pan. Resultaba que toda la aldea estaba ardiendo con el cotilleo. Sin saber muy bien ni cómo, ni dónde, ni cuando, alguien había propagado que él había pegado un pelotazo: le había caído una primitiva de (variando las estimaciones del vulgo) tres a nueve millones de euros. ¡Hostias! ¡Qué alegrón! Y, a todo esto, él sin enterarse. Por esas cantidades, de haber sido cierto, se hubiese permitido atragantarse con el café y las galletas. Como solamente eran imaginarias, simplemente se descojono. La parida le puso de buen humor, a saber por qué.

            La capacidad deductiva del pueblo era, como mínimo, alucinante. Le adjudicaban a un tío un pelotazo de miles de millones de las antiguas pesetas en base a la nada. Sin gastos de esos que generan sospecha y suspicacia (un coche, algún inmueble, viajes…), sin siquiera ver y tratar al interesado, le habían calzado una leyenda fabulosa. Movía a lo cómico, por eso se pasó todo el día soltando chorradas sobre su fortuna imaginada. Por la tarde, ya cansado, con la resaca de lo que ha perdido la gracia por agotamiento, se puso la ropa de faena (unos pantalones viejos y una chaqueta con agujeros en las costuras) y fue a echarle de comer al perro. Como ya era de noche no se cruzó con nadie. Lo último que pensó del tema fue que debía comprarle al chucho un collar cantoso y brillante ahora que le sobraba el efectivo. Lo hizo mientras le llenaba el comedero con un pienso desmenuzado, casi polvo, que parecía tierra y lo llenaba el cuenco del agua. Joder, no eran labores para un millonario, y menos mal que el perro no se había cagado y no hubo que recoger nada.

domingo, 12 de octubre de 2014

¡Y que vivan los novios, carajo! II



            Del Seat desembarcaron novio y madrina. Ella venía, orgullosísima, encorsetada como una morcilla en trapajos color crema y haciendo aspavientos con la cabeza por que el floripondio con gasas (¡De nada!) de la cabeza le despertaba el instinto animal de espantarse moscas. Los amigos cacarearon admiraciones y parabienes. Hasta la originalidad de la tartana costrosa como coche nupcial fue celebrada a bombo y platillo. El novio, muy pendiente de todo, como debe ser, preguntó por el personal. Mientras los amigos telefoneaban aquí y allá congregando al rebaño descarriado, emplazándolo a su sitio y cortejo, el pobre chivo sacramental continuó con las obligaciones. En este caso, departir con los tunos. Las cosas claras, ante todo, y el chocolate espeso (joder, que frase más de solterona).

            Con exquisito gusto, el pardillo había elegido (o le habían elegido. En estas cosas, y aunque principal afectado, el novio tiene poca mano) un frac clásico: faldones largos, pantalón gris… Viéndolo aproximarse a los tunos irradiaba una idea de hambre, de miseria, de relumbrón postizo que encubre la más abyecta de las miserias. Por compararlo con algo, te lo imaginabas perfectamente como el violinista famélico de un café cantante en posguerra. Bajito, flaco, cetrino, tirillas, con una barba moderna que no hace tanto tiempo hubiese pasado por sucia y perezosa, y a zancadas  bajo la levita, no cabía otra comparación. Sumado al trío de tunos, la melancolía apolillada campaba en su conversación, entre palmadas en el hombro (se conocería con los tunos…) y otro pitillo.

            La endomingada gente apareció por fin y el novio acudió a atenderlos. Los tunos rasgaron sus bandurrias y a tan alegre tonada militar el contingente formó listo para revista, estado de policía y lo que terciase. Al novio se le colgó la madrina del brazo haciendo cocos de mal torero por la emoción y todas las lagrimitas furtivas del universo amenazando con mandar a tomar por el culo la sesión de maquillaje. En la comitiva un gilipollas, por destacarse, se lió a tirar petardos. Uno no elige a su familia… Allá marcharon, a uno de los acontecimientos (teóricamente) más importantes de la vida del novio. Aunque por su aspecto, más parecía que iba a desempeñar algo del monte de piedad tras un duro día en su trabajo como cochero funerario.

domingo, 5 de octubre de 2014

¡Y que vivan los novios, carajo! I



            El trío de tunos fumando apoyados en la barandilla del puente daba pie al tono de toda la escena. Con los trajecillos desabrochados de cualquier manera, las bandurrias en el suelo y esa edad indefinida de todos los tunos de España que transmite de todo menos sensación de juventud, echaban el alma a los pies del más pintado. Tenían el fatalismo bilioso marcado en la cara, como una terna de toreros fracasados matando el rato antes del paseillo en las entrañas de una plaza móvil en cualquier pueblo de cualquiera de las submesetas, planeando el capotazo, capotazo, pescuecera y a otra cosa mariposa de más tarde. Los tres tunos, solamente tres, estaban igual. Podrían haber sido el perdedor grupo salvaje de un western crepuscular creando clima para el duelo final, ese en el que morirían los tres de una manera aceptablemente épica (cosas así son las que hacen grande a un género). Pero no, solamente eran tres cochinos tunos (sin el amparo miserable del número y la cantidad siquiera) que debían acompañar a un novio y su cortejo hasta la iglesia cantando “clavelitos” ¡Con dos cojones! En la entrada del pueblo, donde el trío calavera bostezaba y fumaba, no había nadie más. Los invitados del novio habían llegado antes en el autobús y se habían desperdigado por las calles sin tener ni puta idea de dónde congregarse. Solamente una media docena de amigos  marcaba la distancia con los tunos comentándose los unos a los otros lo estupendos que estaban, de traje y corbata ellos y de vestido y taconazo ellas. Pero era otra mentira. A ellos no les borraba el pelo de la dehesa ni la americana, ni las blancas camisas ya sudadas, ni las satinadas corbatas multicolores a la altura de los huevos. Ellas, con delirios fantásticos en colores, brillos y gasas, no les mejoraba la estampa. Una, con una pamela roja recta, muy de los noventa, y otra con las manos metidas en los bolsillos de una falda de vuelo que le resaltaba el culo gordo, eran muestra evidente. Eso que estaban paradas, los andares de ñandú al borde del esguince grado tres en los tobillos que exhibían en movimiento (los tacones son el corsé de este siglo. Bendita tortura estética) hubieran rematado la zona temática kitch (los tunos ya ponían la polilla). Las parejas de amigos parloteaban admirandose las virtudes y atesorando los defectos para después criticarse a gusto en la intimidad. En esto las campanadas llamando a la iglesia dieron el primer toque y, un minuto después, el novio irrumpió en escena. Venía en un Seat 127 rojo que él, y sus amigos subrayaron, creían todo un clásico de la automoción. Se anunció atronando una bocina a la que le fallaba el fuelle. Los tunos se incorporaron, apuraron el último tiro a la colilla y plantaron el instrumental en tercien. Lo mejor de todo es que cobraban por la faena (faltaría más, aquí ni dios brega gratis) que se disponían a perpetrar de acompañamiento e interpretación.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Digamelón II



Sin saber muy bien el qué y el por qué, a la familia entera se le cerró el ano. ¿Quién coño podría ser, a esas horas, y para qué? Durante un segundo se miraron unos a otros escurriendo el bulto y echándole el marrón de descolgar al de al lado. La maquina insistía, con esa sensación subjetiva apremiante según pasan los tonos. Es la urgencia por si el del otro lado de la línea se cansa y cuelga. Algo que se traduce en bajar escaleras a tropezones, correr pasillos como posesos y soltar el estereotípico “dígame” con un nudo en la garganta y respiración  de meta de maratón. Lo de la familia fue un momento solamente, uno de mirares de película del oeste. En vez de matojos rodantes, estos tenían el teléfono metiendo jaleo de fondo.

Uno de ellos fue el perdedor de la partida. Limpiándose de mala hostia el hocico con una servilleta llena de lámparas, y farfullando con la boca llena un “ya voy yo, cojones…” se levantó y tiró para el recibidor iluminado en azul aparato eléctrico por el display del teléfono. En el breve trayecto, los demás (libres de compromiso) se recrearon en la victoria apremiando al pringado. Interiormente seguían jiñados por lo que trajera la llamada.

No se equivocaban. El que descolgó atendió la llamada muy circunspecto, mala señal. Al terminar y poner al día se acabó el misterio de petete: unas desagradables cuestiones con el clan familiar (ese círculo más allá del entorno inmediato que solo sirve para tragar en las comuniones y molestar por teléfono) que no vienen al caso.

Esa noche tuvieron un pollo, a cuenta del contenido de la llamada, de padre y muy señor mío o tres pares de cojones (escoge la que se te ponga en la punta). Con lo sencillo que hubiera sido, pasar del puto aparato y que dios proveyera con la mierda, que para hacértela llegar ya le sobran medios y mañas (no hace falta dar facilidades a lo inevitable), como hubiese querido. Y al que se aburre llamando a casas ajenas y metiendo los perros en danza, a ese que le den por el culo.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Digamelón I



           El puto teléfono es un instrumento infernal, un coñazo, un horror, una mierda. Como electrodoméstico, no es que sea inútil simplemente, es que es dañino. Es un aparato que se esfuerza en joderte la vida, en molestar y dar por el culo. Su oficio, mantenerte comunicado. ¿Mantenerte comunicado? ¡Vaya puta mierda! ¿De que hostias sirve? ¿Cuánta de esa comunicación, porcentualmente, facilitada por el teléfono es, como mínimo, molesta, si no el canal por donde todas las malas noticias, los coñazos, los palos… te acaban por llegar? Todo a cambio de tener un grillete, un aparato que te mantiene localizado siempre (eso el móvil), sin la libertad del minuto solo, aislado. Y ya no digamos un fijo, agazapado perezoso en la entradita, emboscando la vida con su timbre estridente para pasarte ofertas de telemarketing o la basura familiar-laboral-social con la que tus contactos te integran en sus existencias. Lo dicho, un instrumento infernal, un coñazo, un horror, una mierda.

Por eso se le llega a coger pánico, fobia, odio visceral. Si de mi dependiese en casa no tendría ni uno (de puertas para dentro, no se da por saco) pero no puedo por la presión del entorno, la dependencia al cordón umbilical con la manada. Por experiencia lo tengo tal aborrecimiento que cada vez que pita (sobre todo el fijo, en el que no puedo saber quien molesta) me acojono vivo. Pienso “¿Por dónde hostias parirá el repertorio?” y me cago a la pata abajo. En muchas ocasiones paso de responder. Total, si es un desconocido ¿Porqué debo corresponder la conversación con el si es algo que en la calle, por ejemplo, cara a cara, no hago? Y si es un conocido, entonces que busque algún otro método que no sea tan invasivo, tan impertinente.

Esa estaba siendo una semana estupenda, rutinaria, tranquilita, encantadora. Lo estaba siendo hasta que, a mitad de la cena (veis lo molesto) el trasto se arrancó a luces y pitidos.

domingo, 14 de septiembre de 2014

El chico de los flyers II





            La noche concertada fue con sus diez minutitos de anticipación, muy formal y preparado para la faena. En la calle, a la puerta de la entrada del evento (una obra de teatro popular al aire libre que congregaba a la comarca entera entre participantes -disfrazados de raso cutre y plasticorro-  y allegados) se aculó contra una pared viendo pasar a los extras y las primeras personalidades. Así mató el rato sin soltar un solo flyer, porque no veía como colocárselos a los que se cruzaban por delante y le daban reparo el par de municipales que entorpecían el tráfico en la calle, frente a él. De repente aparecieron los que le habían “contratado”. Tenían otra cosa que hacer en el evento, también como freelance. Eso le obligó a ponerse las pilas. Tras saludar y hacerse el aparecido se plantó en todo el medio a hacer el chorras y ganarse el sueldo.

            Las primeras personas que abordó le rechazaron de plano. Algunas viejas veraneantes le preguntaros muy preguntado el qué regalaba. Los unos por los otros, todos tenían una razón para no coger la cartulina de los huevos: la oferta en sí, que era para un negocio del pueblo de al lado, noes directos y secos… De todo había, y con cada desprecio él se venía un poco más abajo. Cierto es que debía haber despersonalizado, comprender que la oferta era una mierda para el público al que debía presentársela (un cochino descuento en un spa piojoso a catetos que se hubiesen interesado mucho más -¡Donde va a parar!- con algo gratis que echar al gañote, aunque hubiese sido un plato de heces). En uno de los “no” secos, directos como una hostia, lleno de desprecio, se hartó. ¡A tomar por el culo bicicleta! Los “jefes” ya le habían visto. Ahora solo sería cuestión de comentarles las negativas de la gente y que endosó los que pudo. Total, nadie lo estaba vigilando (se aseguró de ello). Arrancó calle arriba sin ofrecer uno más, hasta las pelotas, buscando el coche para sentarse en él y esperar. En algunas esquinas y rincones, disimulada y menos disimuladamente, tiró algunos descuentos por el suelo. Con suerte el aire y el trasiego de personal los esparciría sentando coartada. Fue un exceso, un gesto a la galería. Nadie se preocuparía nunca de la eficacia de la campaña y su desempeño.

            En el coche estuvo una hora mirando pasar la gente por los retrovisores. Cuando la modorra y el aburrimiento le pidieron largarse de una puta vez para casa, aun tuvo la “profesionalidad” de darse un bureo a la obrilla de teatro. La gente ya estaba dentro y, aunque los buscó, no olió rastro de los patrones. Así pues fichó la salida, que ya tocaba. Antes de acostarse mandó un sms dando un parte completamente inventado. La noche siguiente fue peor, si siquiera se sacó el taco de flyers del bolsillo (aunque tuvo la decencia de ir y darse otra aburrida vuelta). A mediados de la semana siguiente se pasó a cobrar (como el primero) y nadie dijo nada de nada y aquí paz, y después gloria. Ese día, como todos los de cobro, fue uno de los buenos.
 


domingo, 7 de septiembre de 2014

El chico de los flyers I



            Era el primer curre decente que tenía en la puta vida. Bueno, el curre era ramplón y miserable, lo que era decente era el salario: por dos noches repartiendo unos vales de descuento, le pagarían sesenta euros. Diez mil de las antiguas por ir al pueblo de al lado a echar un rato a la puerta de un evento y repartir los papelotes. El oficio no le convencía del todo, cierto era. Recordaba la ingratitud del pobre desgraciado que, en las zonas de bares, se pasaba la noche entera con la cantinela “dos copas, cinco euros” ante la indiferencia de los mamados. Hasta los que cogían los papelitos de colores lo hacían como si se los diese algo invisible, como si se los encontrasen flotando en la nada. Un coñazo, una putada, una actividad en la que desarrollar amor altruista por una humanidad que te ignora glacialmente. Como contrapartida, sesenta euros, a treinta la hora. Eso convence a cualquiera a tragarse las teorías y los sentimientos. Las primeras veces de las putas deben ser así. Aunque no lo puedo asegurar, de momento no he sido puta.

            El negociete tenía su truco. A él lo habían avisado unos conocidos (que le llevaban la publicidad a la empresa de los vales de descuento) porque ellos no se podían ocupar. Debía pasarse por su casa y recoger los vales; las noches correspondientes repartirlos en determinado acontecimiento y la semana siguiente le pagarían. Por supuesto nada de alta en ningún lado, ni nómina, ni pollas romeras. A la antigua usanza, billetitos crujientes y sin declarar. No hacía falta ser un jodido lógico matemático para empanarse que la subcontratación rondaba y que él, aunque beneficiado, era el que menos de la cuadrilla. Los otros, rascasen lo que rascasen, lo tendrían limpio solo por mover materiales y pagos. Ser intermediario, esa si que es una lucrativa vocación que no se les muestra a los niños (ni bombero, ni futbolista, ni hostias…). Eran pecadillos del sistema capitalista que, al menos para este trato, se la traían bastante al fresco. Por una vez le dejaban mojar su pan en unas sobras con sustancia y no abriría la boca para joderse solito la marrana. Es más, por primera vez en el agradecimiento por la miseria, ese “y da gracias…” por los cutres golpes de suerte (empleos precarios, explotación, anomia…) en el universo de la nada, había una razón que lo justificase: sesenta euros por dos horas.

            Se pasó a recoger los flyers el día antes de repartirlos. Lo que más le llamó la atención, con diferencia, fue el enorme volumen del taco a distribuir. Iba a estar muy jodido endilgarlos todos. Especialmente teniendo en cuenta evento, personal y la propia naturaleza del vale. Sin soltar ni pío de su opinión, cogió la caja y se la llevó a casa, donde dividió el taco en porciones más manejables. Estaba listo para “el mejor trabajo de su vida hasta el momento” (al menos, el mejor pagado).

domingo, 31 de agosto de 2014

La mortaja del abate Faria II



            Eso le daba bajón, un poco más recio según día que pasaba. La mezcla de impotencia, de inseguridad, de miedo (especialmente reparo en intentar otras cosas  por si terminaba, el todo o la nada, con la incómoda posición de tener que elegir y perderse el descarte), de estar estancado y preso, le recorrían el espinazo por un segundo. Después atendía el jornal y levantaba España un poquito (estaba en el tajo...). Escuchaba pacientemente a los clientes del lugar, hacía las cuatro paridas que éstos le pedían, adelantaba quehaceres para el día siguiente y miraba cada dos minutos el reloj esperando de una puta vez la hora de echar el cierre.

            Sin darse cuenta la desazón mierdera por el silencio se le iba dejando un poso de amargura biliosa que era imposible de separar del cinismo perro que le crecía al paisano en el alma (así se madura, queridos niños; volviéndote imperceptiblemente peor persona, echándote un/a novio/a infumable y firmando una hipoteca millonaria por un cuchitril). Después, a la hora determinada, despachaba a los remolones y los pelmas y plantaba los candados. ¡A tomar por culo! ¡Uno menos para cumplir contrato (o sentencia. Según se mire, caben las dos acepciones)!

            En casa se rascaba pensativo los huevos hasta la cena. Era un estupendo ejercicio de auto-coaching en el que se mentía como un bellaco pillando gasolina anímica para tirar al día siguiente y que el asco no lo empañase todo.

            Es jodido estar en la mortaja del abate Faria; esperando como un gilipollas que los carceleros vengan de una vez, no se empanen de que estás demasiado caliente y demasiado poco tieso para un muerto,  y te tiren por fin acantilado abajo..

domingo, 24 de agosto de 2014

La mortaja del abate Faria I



            Cada tarde, a eso de las tres y media, más o menos, le entraba el gusanillo nervioso. Era el momento en que se consentía la dosis de ilusión (de sombra, de ficción…), en el que, sin represiones del ego supersticioso y fatalista, pensaba “hoy será”. Eso lo espabilaba de la rutinaria cabezada, babeante y desnucada, que se plantaba entre pecho y espalda nada más terminar de comer (digiriendo, que es gerundio). También por eso iba de otro animo al tajo, con algo parecido a ganas y abriendo diez minutos antes de la hora. Todo para montar lo antes posible el portátil en el escritorio. Encendía el aparato impaciente, expectante. El bicho, que ya estaba para el arrastre y cascado como la puta que lo parió, indefectiblemente ratebaba. Remoloneaba un buen par de minutos cargando las mierdas escondidas en el disco duro, conectándose a la red wifi, actualizando sus pequeños componentes… Era como un viejo desperezándose torpe. Entretanto, y por no estampar la máquina contra un tabique, él colocaba los útiles de su oficio: documentos, bolígrafos y demás utilería de papelería. Simultáneamente abría sus páginas omnipresentes, la del perfil social donde nunca sucedía nada y la del correo electrónico. De esta última dependían los trajines de esperanza que el pobre pringado se traía cada tarde. Debían contestarle (si es que terminaban por hacerlo) sobre una solicitud que había mandado. Era una respuesta que encauzaría su futuro al máximo plazo que era capaz de concebir, seis meses (como está la cosa, no es moco de pavo eso de planear a seis meses vista…). Por eso seguía pautas infantiles de “quiero verlo pero no quiero” hasta hacer click en la pestaña y comprobar que, una tarde más, solamente tenía algún puto spam de mierda en la cuenta, y nada más. ¡Pobre panoli!