domingo, 31 de agosto de 2014

La mortaja del abate Faria II



            Eso le daba bajón, un poco más recio según día que pasaba. La mezcla de impotencia, de inseguridad, de miedo (especialmente reparo en intentar otras cosas  por si terminaba, el todo o la nada, con la incómoda posición de tener que elegir y perderse el descarte), de estar estancado y preso, le recorrían el espinazo por un segundo. Después atendía el jornal y levantaba España un poquito (estaba en el tajo...). Escuchaba pacientemente a los clientes del lugar, hacía las cuatro paridas que éstos le pedían, adelantaba quehaceres para el día siguiente y miraba cada dos minutos el reloj esperando de una puta vez la hora de echar el cierre.

            Sin darse cuenta la desazón mierdera por el silencio se le iba dejando un poso de amargura biliosa que era imposible de separar del cinismo perro que le crecía al paisano en el alma (así se madura, queridos niños; volviéndote imperceptiblemente peor persona, echándote un/a novio/a infumable y firmando una hipoteca millonaria por un cuchitril). Después, a la hora determinada, despachaba a los remolones y los pelmas y plantaba los candados. ¡A tomar por culo! ¡Uno menos para cumplir contrato (o sentencia. Según se mire, caben las dos acepciones)!

            En casa se rascaba pensativo los huevos hasta la cena. Era un estupendo ejercicio de auto-coaching en el que se mentía como un bellaco pillando gasolina anímica para tirar al día siguiente y que el asco no lo empañase todo.

            Es jodido estar en la mortaja del abate Faria; esperando como un gilipollas que los carceleros vengan de una vez, no se empanen de que estás demasiado caliente y demasiado poco tieso para un muerto,  y te tiren por fin acantilado abajo..

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