domingo, 10 de agosto de 2014

Cultura veraneante I



            El acto era cutre, ramplón, nada del otro jueves. Las carencias del presupuesto sumadas a la estancada imaginación del personal (muy poco propenso a la innovación o a aflojar guita para financiar cosas mejores) obligaban a la caspa. Para la entrada que se les cobraba, demasiado se les ofrecía. Por otra parte, ninguno de ellos era consciente del trabajo, poco o mucho, que había detrás de cada evento; de que para poder lograr el apaño alguien debía meter horas como un cabrón previamente; de que ese alguien no tenía ni medios, ni conocimientos ni estímulos para aviar nada mejor y aun así (por delirios mentales como la vergüenza torera y el amor por el jornal rácano que ganaba) procuraba sacar adelante algo presentable dentro de las limitaciones. No merecía la pena, en absoluto.

            Para esa noche estaba programada una proyección fotográfica de instantáneas del terruño, recopiladas aquí y allá, en los momentos especiales/espaciales del pueblo. En esencia, con toda la prosopopeya que se le añada, solamente eran unos videos de diez minutos más o menos con las fotografías en batería, una música de fondo (desde versiones suaves de clásicos del rock a jotas regionales con toque fusión) y un par de créditos (el de entrada titulando en tipografía chillona y el final con su redundante rótulo “FIN” en idénticas tipografías colores y cortinillas que el primero). Con eso se mataba la actividad principal del miércoles de esa semana cultural. Ah, sí. Tras eso había bingo. Una pequeña lotería miserable en la que optar a premios de menos de treinta euros, la auténtica atracción de la noche. En torno a ella se agolpaban los piojosos de la parroquia como una legión de moscas verdes sobre el cadáver de un sapo recién espachurrado en la carretera. Lo de las fotos, en realidad, era la excusa, el matiz “cultural” para la justificación.

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