domingo, 30 de junio de 2013

Recuerdos y desesperanzas II



            Una cerveza grande con un chupito de whisky dentro, fría, exquisita. Pero no podía ser. Ese asqueroso verano tórrido e insoportable había que trabajar, el eterno castigo de dios por su rebote con la manzana. Y como buen castigo, no era sencillo, cómodo, agradable. No, en lugar de eso era un puto trabajo físico bajo los centenares de grados de temperatura en ese infierno. Rebozado en pegajoso y maloliente sudor, no le quedaba más remedio que apretar el culo y seguir para ganar el jornal. Le empezó a doler la cabeza. Entre el sol y el recalentamiento interior pensando tonterías se habían ablandado las entendederas. Medio mareado seguía dale que te pego con las cervezas una tarde más de una vida que se perdía en la derrota general. Recordaba tiempos mejores. Más divertidos.

            Y hasta quí llega el relato. No soy capaz de tirar más allá de describir más o menos esa tarde mientras tecleo a la máquina (si, soy tan pedante y tan soplapollas que escribo, como los modernos y las petardas, con una máquina vieja. Este último párrafo es la última mierda que se me ocurre para terminar este bodrio. No, no discutiré con mi personaje sobre su ser, o mi ser, y otra gilipollada parecida. Si has tenido la mala pata de comerte el texto entero, pues lo siento. No quise timar a nadie. Es que estoy, como el protagonista, flojo y pensando en cervezas. Haz algo por tu vida y bébete una cillándote en mis muertos. Para la semana que viene espero estar mejor y que esto mejore, pero no prometo nada.

domingo, 23 de junio de 2013

Recuerdos y desesperanzas I


            Hay momentos mágicos, de belleza extrema, de infinita perfección. El problema es que la mayoría de esos mementos solamente son imaginarios. No existen, ni existirán, más allá de la mente y el deseo de quienes los piensen. Para él un momento mágico, de belleza extrema, de infinita perfección, hubiese sido beberse una cerveza helada en ese asco de tarde de verano, una de las primeras tardes de ese verano. Y es que hacía cosa de un puto millón de años que no se bebía una buena cerveza helada, deliciosa, con sed. De hecho, hacía ese puto millón de años que no se bebía cualquier cerveza, aunque fuera insípido y caliente orín de asno. Lo echaba de menos, que coño, más que a cualquier otro anhelo o aspiración de los considerados superiores, más humanos. Nada más que una cerveza en paz para matar el calor y la sed. Una de esas que saben a gloria y que liberan el alma. Las hay, él en persona había estado cuatro o cinco veces a punto de tener esa cerveza, pero algo fallaba siempre, una pequeña tontería que la dejaba a las puertas, rozándola con las yemas de los dedos. No había tirado la toalla, estaba convencido de que esa cerveza andaba por ahí esperándolo. Seguía buscando, persiguiendo el unicornio. Pro eso también las recordaba tanto. Y es que hacía mucho que no se bebía una, ya lo dijimos.

            Este era el razonamiento que tenía ocupada su mente mientras se evadía de la mecánica faena. Estaba hasta las pelotas y hacía calor, mucho. Los desgraciados están malditos a ganarse el pan con el sudor de su frente. Una cabronada de dios que a muchos de sus hijos, especialmente los más pecadores, los exima de esta ley y se ganen las habichuelas muy cumplidamente con trampas y la transpiración ajena de los justos (o los gilipollas). Puede que ya nos haya perdonado el rebote por lo de la manzanita. De hecho las mujeres, epidural mediante, su parte del castigo se la saltan a la torera y Él no da mucha muestra de encabronarse por ello. Ojo, hablo de oídas, que yo ni he parido, ni estoy para ello. Contaba que con la milonga de la cerveza mantenía entretenida la mollera mientras le daba al callo en una mierda de tarde bochornosa de verano, de las primeras de ese verano.

            Su última cerveza memorable (y a lo mejor también la última en el sentido más estricto) había sido también en una primavera tardía o un verano joven, con calorcito pero agradable, no este pegajoso horno, en la terraza de un chiringuito a la orilla de un lago. Una cerveza cojonuda, medio litro de barril dorado en un vaso de cristal. Había sido también, porque eso es importante en las cervezas aunque poco dependa de ellas, con buena compañía ¿Qué le falto para la perfección? A saber. Quizás la misma insatisfacción e inconformismo que hace a los hombre no valorar la tranquilidad de lo estable para embarcarse en disparatadas y ruinosas aventuras que los trituren. Desde entonces no había probado ninguna por unas cosas y otras. Había llovido desde entonces…


domingo, 16 de junio de 2013

Y otros se las follan II



            Cuando llegó, después de descalzarse y cambiarse para entrenar, vio en el móvil unas llamadas perdidas y un mensaje de texto en el que un colega le decía que una que conocían estaba de visita en el pueblo y por si quedaban para verse. Bueno, eso quizás estuviera muy bien, pero la “amiga” al él no le había mencionado nada y no le sustituiría en su necesario y adictivo (es lo que mandan nuestros tiempos respecto a la apariencia física y su influencia en lo que se le arranca a la vida) entrenamiento diario. Tampoco ella (porque era de ese género, no por una cuestión de que ese género deba o no cocinar como debate teórico en abstracto) le cocinaría la cena ni el almuerzo de mañana para llevar en un Tupper. Por todo eso, antes dios que todos los santos. Que se esperasen. Mientras se enredó en la segunda tanda de flexiones el teléfono volvió a sonar. Los de antes con el mismo cuento. Que llamasen.

            Al terminar se duchó y cenó. Entonces, que las necesidades de las que solamente se preocupaba él estuvieron satisfechas, entonces y solo entonces, fue cuando salió a buscarlos, a corresponder como anfitrión. Al encontrarse finalmente, no llevaban ni veinte palabras cruzadas cuando surgió el quid de la cuestión: si tenía hueco en su casa para que la paisana pasase la noche. Mira, una oportunidad como otra cualquiera de clavarla o intentarlo.

            Finalmente todos pararon en un ver en el que matar la velada. Allí charlaron y charlaron. La otra calentó al personal, y a él que se emocionó escuchándola, insinuando cochinadas lésbicas al respecto de la aniñada camarera del garito. Unos chupitos más tarde llegó la retirada. Ella fue a por su mochila y el la acompañó a casa. Una vez en el cuarto, con el pijama, el pobre gilipollas insinuó un poquito de sexo febril regado por los chupitos. Ella contraatacó con una pareja real o imaginaria a la que guardar la ausencia. Nuestro antihéroe se la zurró furtivamente mientras ella resoplaba en el otro catre del cuarto. ¡Que remedio! Buscaba la posada, no el servicio de habitaciones. Una aprovechada más, tonteando (porque tontear fue lo del bar y el hortigueo de la noche, auque la pasión calenturienta del miserable lo magnificase) hasta llegar a la hora del turrón y rajarse.

            Por la mañana la acompañó a la estación de buses a que se largara. Regreso puteado y triste como un pringado y un pagafantas. De eso bien que os aprovecháis, lagartas, de la desesperación de los jodidos y las perrerías del instinto. El había hecho el favor, la soportó y la cobijó. Otros se la follaría más tarde. ¿Tanto cuesta? Hasta ls monas pagan así posición en la manada y ayuditas. Por lo menos la fue a ver cenado ya. Si no, ni eso. Ingrata.

domingo, 9 de junio de 2013

Y otros se las follan I



            Había sido otro día en el trabajo sin pena ni glorioa. A su hora, después de todo el día vendiéndoles souvenirs a los domingueros de una atracción turística (los  gilipollas lo denominaban complejo monumental porque hasta el más tonto se piensa que tiene las pirámides de los cojones en el jardín de su casa) que andaba restaurando su empresa, recogió y chapó el chiringuito. un curre como otro cualquiera. Bueno, como otro cualquiera no. En la categoría cualquiera no es igual palear un montón de arena a una hormigonera que servir cañas de cerveza, que gestionar una empresa de ventanas de aluminio o que ser funcionario público. ¿Cuál es la mejor de todas las de antes, trabajos cualquiera? Pues estadística y democráticamente aquella en la que más gente querría estar colocado. Puede que si le preguntas al vecindario la de funcionario gane por una cabeza de distancia al segundo caballo de la carrera. Por lo que apostaría un pico de mi pasta es que la de la pala no tendrá muchos adeptos la pobrecita, tan incomprendida.

            Había hecho una razonable buena caja colocando los folletos, los libros, las postales y las camisetas. No facturaban como un hipermercado pero con los beneficios de ese día, si alguien los ganase de una manera regular a lo largo de la semana, se podría vivir muy bien y hasta regalarse caprichos en fechas señaladas como el cumpleaños. Él veía bien poco de ese monto, y menos con sus condiciones laborales. Mañana tendría que llevárselo al jefe con la ficha de visitantes y ventas (no estaba informatizado el “monumento”) y éste guardaría ese dinerito sin declarar y opaco a saber dónde.

            También había estado aislado del mundanal ruido. Se había dejado el teléfono móvil en casa. Mejor así. De esta forma no estaba encadenado a la posibilidad de que el que lo buscase pudiera dar con él. Ahora regresaba a casa cansado y aburrido de estar horas y horas como un pasmarote tratando con idiotas en la peor condición que transmuta al humano, en modo turista:; con las cámaras fotográficas, las pintas saludables de senderistas equipados (era una atracción turística en un pueblo dejado de la mano del señor. Los turistas se creían allí cruzando el Himalaya por haber conseguido un conjuntito en una tienda de deportes especializada) y las estúpidas preguntas que justificasen la importancia de la visita a un lugar tan aparentemente (y realmente) poca cosa.

            Caminaba haciendo un inventario de lo que le faltaba de tarde. Lo primero, según llegase a casa, entrenar, que luego le entraba pereza y no había forma. Después la cena y la comida del día siguiente, para quearla hecha. Terminaría zanganeando un rato con el ordenador y a dormir, que al día siguiente sería día de escuela (es una expresión, ya estaba demasiado viejo para educarlo en nada). Un día ni fu, ni fa, ni china, ni limoná.

domingo, 2 de junio de 2013

Estivaladas II


           No señor no lo había esquivado. Ahora su alternativa era sencilla: o hacer de tripas corazón y echar una mano aguantando el tiempo que fuese con resignación y puteado; o hacerse el sueco, decidir que de la vergüenza torera se saca bien poco y hacer lo que quisiese viendo como los demás de su familia se agarraban a esa miseria que era, inevitablemente, la última de ellas pero también la que sostenía en lo que podía el chiringuito. Porque el debate de la tierra y su iniquidad se puede alargar, teóricamente, todo lo que a uno le salga de los cojones. La pega es cuando esa miseria es la que pone las patatas en el plato y paga la minuta de la luz, entre otras. Es el barco que habría que quemar con sangre fía y sin apego ninguno para medrar, el campo. Medrar, ese concepto tan denostado y tan mal visto entre los parias, criados con gilipolleces éticas impuestas por los que verdaderamente rinden culto al medrar. Aquellos a los que no les importa que te hundas pero que te dicen que pelear para que sea el vecino el que pringue en lugar tuyo es un comportamiento inhumano, perro y cabros. Lo que no cuentan el catecismo y las pajas mentales sobre el comportamiento del mingafría de Rousseau es que aquí, desde que naces, cada cual para sí y maricón el último. Si lo entiendes rapidito te comes el mundo. Si no, serás una maravillosa persona, un buen hombre, que coge cerezas honradamente por que otros se enriquezcan sin exponer nada. Y contento así porque irás al cielo y porque a los tipos malos la vida los pone en su lugar, el karma viola a sus hijos y en este planeta no rige la norma del “hay dos tipos de gente: tontos e hijos de puta. Los primeros alimentan a los segundos”. en fin, estas retóricas están requetebién, o no. Lo que no hacer es consolarte mucho cuando te despiertan antes del alba para ir a una finca a pasar el rato con grumos de cerezas a tres cuartas de la cara todo el santo día. En vez de eso, si tienes la lucidez de verla así y la falta de huevos o medos para cambiarte de bando, lo poco que obtienes de darle vueltas en la cabeza es consumirte ese alma que te engañas en suponer superior y pura por comparación a los demás. ¡Mierda! ¡Remierda! ¡Reputamierda!
            Toda esta morralla intelectual era de la que se servía el figura para sopesar las decisiones. Esta tan chiquitita, tan penosa y cutre, era su rebelión interior a ir a trabajar para la nada, para morirte igual de pobre que naciste, con una mano delante y otra detrás. En definitiva, para ir o no ir, porque ese es otro cantar. Estrictamente, nadie lo obligaba. Si ayudaba tenía de premio ni unas gracias, si no lo hacía desden frío y desprecio. Cada cual lleva a cabo sus terrorismos como buenamente puede o le dejan y a él se los hacían así. ¿Funcionaba? Pues depende. Terminaría yendo, como todos los años. Todo lo demás era marear la perdiz. Asco de vida sin cuajo ni oportunidades.

            El primer día de recogida de las putas frutitas en serio llegó. Llegó con la jodida trompeta que anunciaba otro verano rancio en el interior rural. La primera hora bregando se hizo fácil con la anestesia del sueño. Cuando el sol estaba camino de las once, yendo sudado, guarro, con la ropa de faena manchada, cansado, aburrido, saturado de mirar lo mismo y de la mecánica abotargada, meticulosa y exagerada de arrancar cereza por cereza con la mano, tirando de ella entre el pulgar y el índice, despellejándose las falanges, y arrojarlas en un cubo de plástico azul; entonces, y solo entonces, estuvo convencido de que lo mejor hubiese sido pasarse la mano por la cara y no haber ido. Tarde.

            Para rematar la jugada, uno de esos insectos inmundos que pueblan los cerezos por millos alargados y con una especie de tijerita en el extremo del abdomen (bichos a los que tenía un asco físico, atávico, quizás unido a su relación simbólica con las cerezas) se coló en un grumo de ellas en el que un par estaban podridas y soltaban un líquido de descomposición que aglomeraba a las demás y al insecto. De ahí pasó a su mano, al brazo. La sabandija se marcó un bureo por la piel hasta que, con el picorcillo, se lo sacudió al descubrir lo que era cagándose entonces en dios y en el mundo con la excusa del bicho y para maldecir las cerezas, las preciosas cerezas y el verano que venía con ellas. Ambas cosas inevitables, fijas, la  cruz y la maldición de cada cual.