domingo, 23 de junio de 2013

Recuerdos y desesperanzas I


            Hay momentos mágicos, de belleza extrema, de infinita perfección. El problema es que la mayoría de esos mementos solamente son imaginarios. No existen, ni existirán, más allá de la mente y el deseo de quienes los piensen. Para él un momento mágico, de belleza extrema, de infinita perfección, hubiese sido beberse una cerveza helada en ese asco de tarde de verano, una de las primeras tardes de ese verano. Y es que hacía cosa de un puto millón de años que no se bebía una buena cerveza helada, deliciosa, con sed. De hecho, hacía ese puto millón de años que no se bebía cualquier cerveza, aunque fuera insípido y caliente orín de asno. Lo echaba de menos, que coño, más que a cualquier otro anhelo o aspiración de los considerados superiores, más humanos. Nada más que una cerveza en paz para matar el calor y la sed. Una de esas que saben a gloria y que liberan el alma. Las hay, él en persona había estado cuatro o cinco veces a punto de tener esa cerveza, pero algo fallaba siempre, una pequeña tontería que la dejaba a las puertas, rozándola con las yemas de los dedos. No había tirado la toalla, estaba convencido de que esa cerveza andaba por ahí esperándolo. Seguía buscando, persiguiendo el unicornio. Pro eso también las recordaba tanto. Y es que hacía mucho que no se bebía una, ya lo dijimos.

            Este era el razonamiento que tenía ocupada su mente mientras se evadía de la mecánica faena. Estaba hasta las pelotas y hacía calor, mucho. Los desgraciados están malditos a ganarse el pan con el sudor de su frente. Una cabronada de dios que a muchos de sus hijos, especialmente los más pecadores, los exima de esta ley y se ganen las habichuelas muy cumplidamente con trampas y la transpiración ajena de los justos (o los gilipollas). Puede que ya nos haya perdonado el rebote por lo de la manzanita. De hecho las mujeres, epidural mediante, su parte del castigo se la saltan a la torera y Él no da mucha muestra de encabronarse por ello. Ojo, hablo de oídas, que yo ni he parido, ni estoy para ello. Contaba que con la milonga de la cerveza mantenía entretenida la mollera mientras le daba al callo en una mierda de tarde bochornosa de verano, de las primeras de ese verano.

            Su última cerveza memorable (y a lo mejor también la última en el sentido más estricto) había sido también en una primavera tardía o un verano joven, con calorcito pero agradable, no este pegajoso horno, en la terraza de un chiringuito a la orilla de un lago. Una cerveza cojonuda, medio litro de barril dorado en un vaso de cristal. Había sido también, porque eso es importante en las cervezas aunque poco dependa de ellas, con buena compañía ¿Qué le falto para la perfección? A saber. Quizás la misma insatisfacción e inconformismo que hace a los hombre no valorar la tranquilidad de lo estable para embarcarse en disparatadas y ruinosas aventuras que los trituren. Desde entonces no había probado ninguna por unas cosas y otras. Había llovido desde entonces…


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