domingo, 2 de junio de 2013

Estivaladas II


           No señor no lo había esquivado. Ahora su alternativa era sencilla: o hacer de tripas corazón y echar una mano aguantando el tiempo que fuese con resignación y puteado; o hacerse el sueco, decidir que de la vergüenza torera se saca bien poco y hacer lo que quisiese viendo como los demás de su familia se agarraban a esa miseria que era, inevitablemente, la última de ellas pero también la que sostenía en lo que podía el chiringuito. Porque el debate de la tierra y su iniquidad se puede alargar, teóricamente, todo lo que a uno le salga de los cojones. La pega es cuando esa miseria es la que pone las patatas en el plato y paga la minuta de la luz, entre otras. Es el barco que habría que quemar con sangre fía y sin apego ninguno para medrar, el campo. Medrar, ese concepto tan denostado y tan mal visto entre los parias, criados con gilipolleces éticas impuestas por los que verdaderamente rinden culto al medrar. Aquellos a los que no les importa que te hundas pero que te dicen que pelear para que sea el vecino el que pringue en lugar tuyo es un comportamiento inhumano, perro y cabros. Lo que no cuentan el catecismo y las pajas mentales sobre el comportamiento del mingafría de Rousseau es que aquí, desde que naces, cada cual para sí y maricón el último. Si lo entiendes rapidito te comes el mundo. Si no, serás una maravillosa persona, un buen hombre, que coge cerezas honradamente por que otros se enriquezcan sin exponer nada. Y contento así porque irás al cielo y porque a los tipos malos la vida los pone en su lugar, el karma viola a sus hijos y en este planeta no rige la norma del “hay dos tipos de gente: tontos e hijos de puta. Los primeros alimentan a los segundos”. en fin, estas retóricas están requetebién, o no. Lo que no hacer es consolarte mucho cuando te despiertan antes del alba para ir a una finca a pasar el rato con grumos de cerezas a tres cuartas de la cara todo el santo día. En vez de eso, si tienes la lucidez de verla así y la falta de huevos o medos para cambiarte de bando, lo poco que obtienes de darle vueltas en la cabeza es consumirte ese alma que te engañas en suponer superior y pura por comparación a los demás. ¡Mierda! ¡Remierda! ¡Reputamierda!
            Toda esta morralla intelectual era de la que se servía el figura para sopesar las decisiones. Esta tan chiquitita, tan penosa y cutre, era su rebelión interior a ir a trabajar para la nada, para morirte igual de pobre que naciste, con una mano delante y otra detrás. En definitiva, para ir o no ir, porque ese es otro cantar. Estrictamente, nadie lo obligaba. Si ayudaba tenía de premio ni unas gracias, si no lo hacía desden frío y desprecio. Cada cual lleva a cabo sus terrorismos como buenamente puede o le dejan y a él se los hacían así. ¿Funcionaba? Pues depende. Terminaría yendo, como todos los años. Todo lo demás era marear la perdiz. Asco de vida sin cuajo ni oportunidades.

            El primer día de recogida de las putas frutitas en serio llegó. Llegó con la jodida trompeta que anunciaba otro verano rancio en el interior rural. La primera hora bregando se hizo fácil con la anestesia del sueño. Cuando el sol estaba camino de las once, yendo sudado, guarro, con la ropa de faena manchada, cansado, aburrido, saturado de mirar lo mismo y de la mecánica abotargada, meticulosa y exagerada de arrancar cereza por cereza con la mano, tirando de ella entre el pulgar y el índice, despellejándose las falanges, y arrojarlas en un cubo de plástico azul; entonces, y solo entonces, estuvo convencido de que lo mejor hubiese sido pasarse la mano por la cara y no haber ido. Tarde.

            Para rematar la jugada, uno de esos insectos inmundos que pueblan los cerezos por millos alargados y con una especie de tijerita en el extremo del abdomen (bichos a los que tenía un asco físico, atávico, quizás unido a su relación simbólica con las cerezas) se coló en un grumo de ellas en el que un par estaban podridas y soltaban un líquido de descomposición que aglomeraba a las demás y al insecto. De ahí pasó a su mano, al brazo. La sabandija se marcó un bureo por la piel hasta que, con el picorcillo, se lo sacudió al descubrir lo que era cagándose entonces en dios y en el mundo con la excusa del bicho y para maldecir las cerezas, las preciosas cerezas y el verano que venía con ellas. Ambas cosas inevitables, fijas, la  cruz y la maldición de cada cual.

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