domingo, 26 de mayo de 2013

Estivaladas I


           Como todos los putos años antes, la “fabulosa” temporada de cerezas estaba a las puertas. A las puertas significa que ya se habían cogido, y vendido (las primeras traídas para casa eran como tal solo un entretenimientos, no un trabajo), algunos kilos llevándolos al almacén desde donde viajarían a alguna frutería y al buche de algún manirroto tan imbécil de apoquinar el sobreprecio de un producto en un mercado de por sí saturado, tanto de competencia con la misma fruta de otros lugares como de la pléyade tropical que uno se encuentre normalmente más barata a comienzos de verano en el súper, sin tener en consideración la galopante devaluación del producto en unas semanas. Pero todas estas peculiaridades de la oferta y la demanda a él le traían por el culo. Un año más la “fabulosa temporada de cerezas estaba a las puertas y no había podido esquivarla, otra vez.

            Odiaba las cerezas desde lo más hondo de su alma negra. Eran un coñazo, un martirio anual del que no obtenía ni oficio ni beneficio pero si muchas molestias. Desde pequeño, que estuvo interno en un colegio, el principio de las vacaciones estivales era un suplicio cuando debiera ser todo lo contrario. Mientras para los demás suponía dejar de estudiar, levantarse tarde, enredar todo el santo día por ahí y disfrutar; para él era levantarse antes que el sol y cogerlas, una a una con la mano, hasta que el mismo sol se ponía. Así un mes entero, o dos, en los que echaba de menos el orden de un sistema académico con sus ratos de ocio establecidos. Desde entonces, hablamos de su adolescencia, las aborrecía. Era tal la repulsión que incluso no las comía teniendo, como es lógico en un sitio productor, al alcance lo mejor imaginable, fruta del máximo nivel. Toda esa antipatía se había comunicado al verano entero. Para él figuraba calor, bochorno, aburrimiento, trabajo, galbana. Ni punto de comparación con la placidez, la tranquilidad y el confort del otoño tan lánguido, tan interesante. Mientras alrededor el mundo entero explotaba de verde y de ida, él se consumía en impotencia y depresión.

            Cada año, por uno u otro motivo, no podía esquiar la estación y la cosecha: ser un adolescente, no encontrar trabajo, la misma falta de oportunidades en el páramo arrasado del pueblo. Únicamente un par de veces en toda su vida las había evitado, las putas cerezas. Y fue estando lejos, muy lejos, tan lejos que era el extranjero, ajeno a la pasión por la tierra como si de ésta emanase la vida en vez de esclavitud y miseria, de su familia. Pudiendo ser entonces él. Satisfecho.

            Pero ese año no era así. Hay que vivir donde se puede y hay refugio. Mientras el pueblo entero era un frenesí de tractores,  productos fitosanitarios, cajas de fruta, escaleras y primeros calores, él se lamentaba de su suerte negra al no tener cualquier cosa, su túnel debajo de la cárcel, en lo que pudiese ganar lo suficiente para poner un techo sobre la cabeza y algo de manduca dentro. Ganar con ello la libertad y, de paso, mandar a tomar por el saco las cerezas. No pedía lujos, solamente ir hacia adelante y ganar con las manos lo imprescindible en algún lugar, lo que queremos todos antes de morirnos. Parado como estaba, sin sensaciones de que pudiese cambiar la cosa, acogido en la casa parental, pasando cada día con más asco por la cercanía, la inmediatez de la campaña, no podía, otro año más, hacer otra cosa.

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