domingo, 28 de septiembre de 2014

Digamelón II



Sin saber muy bien el qué y el por qué, a la familia entera se le cerró el ano. ¿Quién coño podría ser, a esas horas, y para qué? Durante un segundo se miraron unos a otros escurriendo el bulto y echándole el marrón de descolgar al de al lado. La maquina insistía, con esa sensación subjetiva apremiante según pasan los tonos. Es la urgencia por si el del otro lado de la línea se cansa y cuelga. Algo que se traduce en bajar escaleras a tropezones, correr pasillos como posesos y soltar el estereotípico “dígame” con un nudo en la garganta y respiración  de meta de maratón. Lo de la familia fue un momento solamente, uno de mirares de película del oeste. En vez de matojos rodantes, estos tenían el teléfono metiendo jaleo de fondo.

Uno de ellos fue el perdedor de la partida. Limpiándose de mala hostia el hocico con una servilleta llena de lámparas, y farfullando con la boca llena un “ya voy yo, cojones…” se levantó y tiró para el recibidor iluminado en azul aparato eléctrico por el display del teléfono. En el breve trayecto, los demás (libres de compromiso) se recrearon en la victoria apremiando al pringado. Interiormente seguían jiñados por lo que trajera la llamada.

No se equivocaban. El que descolgó atendió la llamada muy circunspecto, mala señal. Al terminar y poner al día se acabó el misterio de petete: unas desagradables cuestiones con el clan familiar (ese círculo más allá del entorno inmediato que solo sirve para tragar en las comuniones y molestar por teléfono) que no vienen al caso.

Esa noche tuvieron un pollo, a cuenta del contenido de la llamada, de padre y muy señor mío o tres pares de cojones (escoge la que se te ponga en la punta). Con lo sencillo que hubiera sido, pasar del puto aparato y que dios proveyera con la mierda, que para hacértela llegar ya le sobran medios y mañas (no hace falta dar facilidades a lo inevitable), como hubiese querido. Y al que se aburre llamando a casas ajenas y metiendo los perros en danza, a ese que le den por el culo.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Digamelón I



           El puto teléfono es un instrumento infernal, un coñazo, un horror, una mierda. Como electrodoméstico, no es que sea inútil simplemente, es que es dañino. Es un aparato que se esfuerza en joderte la vida, en molestar y dar por el culo. Su oficio, mantenerte comunicado. ¿Mantenerte comunicado? ¡Vaya puta mierda! ¿De que hostias sirve? ¿Cuánta de esa comunicación, porcentualmente, facilitada por el teléfono es, como mínimo, molesta, si no el canal por donde todas las malas noticias, los coñazos, los palos… te acaban por llegar? Todo a cambio de tener un grillete, un aparato que te mantiene localizado siempre (eso el móvil), sin la libertad del minuto solo, aislado. Y ya no digamos un fijo, agazapado perezoso en la entradita, emboscando la vida con su timbre estridente para pasarte ofertas de telemarketing o la basura familiar-laboral-social con la que tus contactos te integran en sus existencias. Lo dicho, un instrumento infernal, un coñazo, un horror, una mierda.

Por eso se le llega a coger pánico, fobia, odio visceral. Si de mi dependiese en casa no tendría ni uno (de puertas para dentro, no se da por saco) pero no puedo por la presión del entorno, la dependencia al cordón umbilical con la manada. Por experiencia lo tengo tal aborrecimiento que cada vez que pita (sobre todo el fijo, en el que no puedo saber quien molesta) me acojono vivo. Pienso “¿Por dónde hostias parirá el repertorio?” y me cago a la pata abajo. En muchas ocasiones paso de responder. Total, si es un desconocido ¿Porqué debo corresponder la conversación con el si es algo que en la calle, por ejemplo, cara a cara, no hago? Y si es un conocido, entonces que busque algún otro método que no sea tan invasivo, tan impertinente.

Esa estaba siendo una semana estupenda, rutinaria, tranquilita, encantadora. Lo estaba siendo hasta que, a mitad de la cena (veis lo molesto) el trasto se arrancó a luces y pitidos.

domingo, 14 de septiembre de 2014

El chico de los flyers II





            La noche concertada fue con sus diez minutitos de anticipación, muy formal y preparado para la faena. En la calle, a la puerta de la entrada del evento (una obra de teatro popular al aire libre que congregaba a la comarca entera entre participantes -disfrazados de raso cutre y plasticorro-  y allegados) se aculó contra una pared viendo pasar a los extras y las primeras personalidades. Así mató el rato sin soltar un solo flyer, porque no veía como colocárselos a los que se cruzaban por delante y le daban reparo el par de municipales que entorpecían el tráfico en la calle, frente a él. De repente aparecieron los que le habían “contratado”. Tenían otra cosa que hacer en el evento, también como freelance. Eso le obligó a ponerse las pilas. Tras saludar y hacerse el aparecido se plantó en todo el medio a hacer el chorras y ganarse el sueldo.

            Las primeras personas que abordó le rechazaron de plano. Algunas viejas veraneantes le preguntaros muy preguntado el qué regalaba. Los unos por los otros, todos tenían una razón para no coger la cartulina de los huevos: la oferta en sí, que era para un negocio del pueblo de al lado, noes directos y secos… De todo había, y con cada desprecio él se venía un poco más abajo. Cierto es que debía haber despersonalizado, comprender que la oferta era una mierda para el público al que debía presentársela (un cochino descuento en un spa piojoso a catetos que se hubiesen interesado mucho más -¡Donde va a parar!- con algo gratis que echar al gañote, aunque hubiese sido un plato de heces). En uno de los “no” secos, directos como una hostia, lleno de desprecio, se hartó. ¡A tomar por el culo bicicleta! Los “jefes” ya le habían visto. Ahora solo sería cuestión de comentarles las negativas de la gente y que endosó los que pudo. Total, nadie lo estaba vigilando (se aseguró de ello). Arrancó calle arriba sin ofrecer uno más, hasta las pelotas, buscando el coche para sentarse en él y esperar. En algunas esquinas y rincones, disimulada y menos disimuladamente, tiró algunos descuentos por el suelo. Con suerte el aire y el trasiego de personal los esparciría sentando coartada. Fue un exceso, un gesto a la galería. Nadie se preocuparía nunca de la eficacia de la campaña y su desempeño.

            En el coche estuvo una hora mirando pasar la gente por los retrovisores. Cuando la modorra y el aburrimiento le pidieron largarse de una puta vez para casa, aun tuvo la “profesionalidad” de darse un bureo a la obrilla de teatro. La gente ya estaba dentro y, aunque los buscó, no olió rastro de los patrones. Así pues fichó la salida, que ya tocaba. Antes de acostarse mandó un sms dando un parte completamente inventado. La noche siguiente fue peor, si siquiera se sacó el taco de flyers del bolsillo (aunque tuvo la decencia de ir y darse otra aburrida vuelta). A mediados de la semana siguiente se pasó a cobrar (como el primero) y nadie dijo nada de nada y aquí paz, y después gloria. Ese día, como todos los de cobro, fue uno de los buenos.
 


domingo, 7 de septiembre de 2014

El chico de los flyers I



            Era el primer curre decente que tenía en la puta vida. Bueno, el curre era ramplón y miserable, lo que era decente era el salario: por dos noches repartiendo unos vales de descuento, le pagarían sesenta euros. Diez mil de las antiguas por ir al pueblo de al lado a echar un rato a la puerta de un evento y repartir los papelotes. El oficio no le convencía del todo, cierto era. Recordaba la ingratitud del pobre desgraciado que, en las zonas de bares, se pasaba la noche entera con la cantinela “dos copas, cinco euros” ante la indiferencia de los mamados. Hasta los que cogían los papelitos de colores lo hacían como si se los diese algo invisible, como si se los encontrasen flotando en la nada. Un coñazo, una putada, una actividad en la que desarrollar amor altruista por una humanidad que te ignora glacialmente. Como contrapartida, sesenta euros, a treinta la hora. Eso convence a cualquiera a tragarse las teorías y los sentimientos. Las primeras veces de las putas deben ser así. Aunque no lo puedo asegurar, de momento no he sido puta.

            El negociete tenía su truco. A él lo habían avisado unos conocidos (que le llevaban la publicidad a la empresa de los vales de descuento) porque ellos no se podían ocupar. Debía pasarse por su casa y recoger los vales; las noches correspondientes repartirlos en determinado acontecimiento y la semana siguiente le pagarían. Por supuesto nada de alta en ningún lado, ni nómina, ni pollas romeras. A la antigua usanza, billetitos crujientes y sin declarar. No hacía falta ser un jodido lógico matemático para empanarse que la subcontratación rondaba y que él, aunque beneficiado, era el que menos de la cuadrilla. Los otros, rascasen lo que rascasen, lo tendrían limpio solo por mover materiales y pagos. Ser intermediario, esa si que es una lucrativa vocación que no se les muestra a los niños (ni bombero, ni futbolista, ni hostias…). Eran pecadillos del sistema capitalista que, al menos para este trato, se la traían bastante al fresco. Por una vez le dejaban mojar su pan en unas sobras con sustancia y no abriría la boca para joderse solito la marrana. Es más, por primera vez en el agradecimiento por la miseria, ese “y da gracias…” por los cutres golpes de suerte (empleos precarios, explotación, anomia…) en el universo de la nada, había una razón que lo justificase: sesenta euros por dos horas.

            Se pasó a recoger los flyers el día antes de repartirlos. Lo que más le llamó la atención, con diferencia, fue el enorme volumen del taco a distribuir. Iba a estar muy jodido endilgarlos todos. Especialmente teniendo en cuenta evento, personal y la propia naturaleza del vale. Sin soltar ni pío de su opinión, cogió la caja y se la llevó a casa, donde dividió el taco en porciones más manejables. Estaba listo para “el mejor trabajo de su vida hasta el momento” (al menos, el mejor pagado).