Sin saber muy bien el qué y el por qué, a la familia entera se le cerró
el ano. ¿Quién coño podría ser, a esas horas, y para qué? Durante un segundo se
miraron unos a otros escurriendo el bulto y echándole el marrón de descolgar al
de al lado. La maquina insistía, con esa sensación subjetiva apremiante según
pasan los tonos. Es la urgencia por si el del otro lado de la línea se cansa y
cuelga. Algo que se traduce en bajar escaleras a tropezones, correr pasillos
como posesos y soltar el estereotípico “dígame” con un nudo en la garganta y
respiración de meta de maratón. Lo de la
familia fue un momento solamente, uno de mirares de película del oeste. En vez
de matojos rodantes, estos tenían el teléfono metiendo jaleo de fondo.
Uno de ellos fue el perdedor de la partida. Limpiándose de mala hostia el
hocico con una servilleta llena de lámparas, y farfullando con la boca llena un
“ya voy yo, cojones…” se levantó y tiró para el recibidor iluminado en azul
aparato eléctrico por el display del teléfono. En el breve trayecto, los demás
(libres de compromiso) se recrearon en la victoria apremiando al pringado.
Interiormente seguían jiñados por lo que trajera la llamada.
No se equivocaban. El que descolgó atendió la llamada muy circunspecto,
mala señal. Al terminar y poner al día se acabó el misterio de petete: unas
desagradables cuestiones con el clan familiar (ese círculo más allá del entorno
inmediato que solo sirve para tragar en las comuniones y molestar por teléfono)
que no vienen al caso.
Esa noche tuvieron un pollo, a cuenta del contenido de la llamada, de
padre y muy señor mío o tres pares de cojones (escoge la que se te ponga en la
punta). Con lo sencillo que hubiera sido, pasar del puto aparato y que dios
proveyera con la mierda, que para hacértela llegar ya le sobran medios y mañas
(no hace falta dar facilidades a lo inevitable), como hubiese querido. Y al que
se aburre llamando a casas ajenas y metiendo los perros en danza, a ese que le
den por el culo.