El puto teléfono es un instrumento
infernal, un coñazo, un horror, una mierda. Como electrodoméstico, no es que
sea inútil simplemente, es que es dañino. Es un aparato que se esfuerza en
joderte la vida, en molestar y dar por el culo. Su oficio, mantenerte
comunicado. ¿Mantenerte comunicado? ¡Vaya puta mierda! ¿De que hostias sirve?
¿Cuánta de esa comunicación, porcentualmente, facilitada por el teléfono es,
como mínimo, molesta, si no el canal por donde todas las malas noticias, los
coñazos, los palos… te acaban por llegar? Todo a cambio de tener un grillete,
un aparato que te mantiene localizado siempre (eso el móvil), sin la libertad
del minuto solo, aislado. Y ya no digamos un fijo, agazapado perezoso en la
entradita, emboscando la vida con su timbre estridente para pasarte ofertas de
telemarketing o la basura familiar-laboral-social con la que tus contactos te
integran en sus existencias. Lo dicho, un instrumento infernal, un coñazo, un
horror, una mierda.
Por eso se le llega a coger pánico, fobia, odio visceral. Si de mi
dependiese en casa no tendría ni uno (de puertas para dentro, no se da por
saco) pero no puedo por la presión del entorno, la dependencia al cordón
umbilical con la manada. Por experiencia lo tengo tal aborrecimiento que cada
vez que pita (sobre todo el fijo, en el que no puedo saber quien molesta) me
acojono vivo. Pienso “¿Por dónde hostias parirá el repertorio?” y me cago a la
pata abajo. En muchas ocasiones paso de responder. Total, si es un desconocido
¿Porqué debo corresponder la conversación con el si es algo que en la calle,
por ejemplo, cara a cara, no hago? Y si es un conocido, entonces que busque
algún otro método que no sea tan invasivo, tan impertinente.
Esa estaba siendo una semana estupenda, rutinaria, tranquilita,
encantadora. Lo estaba siendo hasta que, a mitad de la cena (veis lo molesto)
el trasto se arrancó a luces y pitidos.
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