domingo, 21 de septiembre de 2014

Digamelón I



           El puto teléfono es un instrumento infernal, un coñazo, un horror, una mierda. Como electrodoméstico, no es que sea inútil simplemente, es que es dañino. Es un aparato que se esfuerza en joderte la vida, en molestar y dar por el culo. Su oficio, mantenerte comunicado. ¿Mantenerte comunicado? ¡Vaya puta mierda! ¿De que hostias sirve? ¿Cuánta de esa comunicación, porcentualmente, facilitada por el teléfono es, como mínimo, molesta, si no el canal por donde todas las malas noticias, los coñazos, los palos… te acaban por llegar? Todo a cambio de tener un grillete, un aparato que te mantiene localizado siempre (eso el móvil), sin la libertad del minuto solo, aislado. Y ya no digamos un fijo, agazapado perezoso en la entradita, emboscando la vida con su timbre estridente para pasarte ofertas de telemarketing o la basura familiar-laboral-social con la que tus contactos te integran en sus existencias. Lo dicho, un instrumento infernal, un coñazo, un horror, una mierda.

Por eso se le llega a coger pánico, fobia, odio visceral. Si de mi dependiese en casa no tendría ni uno (de puertas para dentro, no se da por saco) pero no puedo por la presión del entorno, la dependencia al cordón umbilical con la manada. Por experiencia lo tengo tal aborrecimiento que cada vez que pita (sobre todo el fijo, en el que no puedo saber quien molesta) me acojono vivo. Pienso “¿Por dónde hostias parirá el repertorio?” y me cago a la pata abajo. En muchas ocasiones paso de responder. Total, si es un desconocido ¿Porqué debo corresponder la conversación con el si es algo que en la calle, por ejemplo, cara a cara, no hago? Y si es un conocido, entonces que busque algún otro método que no sea tan invasivo, tan impertinente.

Esa estaba siendo una semana estupenda, rutinaria, tranquilita, encantadora. Lo estaba siendo hasta que, a mitad de la cena (veis lo molesto) el trasto se arrancó a luces y pitidos.

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