domingo, 26 de enero de 2014

Nec spe, nec metu II



Todo esto me impide aspirar muy alto de momento. Sería un perfecto patán si tuviese la certeza de que fuera me regalarán lo que no tengo en casa y me nombrarán ministro por mi cara bonita. Uy, cómo me he ido por las ramas. Es más sencillo. Yo, con los hándicaps de distancia y la imposibilidad de afrontar económicamente un viaje así para una incierta entrevista (como el apostar en un evento deportivo), había solicitado un puesto como limpiador en una pizzería en Inglaterra. ¿Y porqué en Inglaterra? Porque aquí, para lo mismo, nadie me quiere. Ya lo intenté. Un método quizás bastante iluso, pero ya no quedan casi clavos a los que agarrarse.

            Era un puesto fetén, a tiempo completo y seis libras y poco por hora. Con las cuentas sumadas y un alquiler baratito para mi solo, toda una ilusión, algo que levanta el ánimo y espanta los fantasmas. Pues bien, me enviaron un mail cosa de un miércoles para que el siguiente lunes anduviese pendiente del teléfono porque, internacionalmente a través de este medio, me harían la prueba. Primer miedo. A la entrevista y al fracaso de ésta, a cómo afrontarla, a cómo manejar los infinitos inconvenientes que uno mismo (después de un rosario de “ya te llamaremos” a las espaldas) se pone como palos en los radios de una rueda. También un alivio, un tener la oportunidad, una puerta cuyo picaporte a lo mejor cede, el pasaporte a ser una persona en lugar de un inútil. Esos días fueron un suplicio, una montaña rusa con el miedo presente en todo: a que mi inglés no fuese suficiente, a qué contarles, a cómo manejar una mudanza allá sin un céntimo. Era un miedo que se imponía sobre el espejismo. Aterrado de todo y todos, solamente veía y veía espectros, oscuridad, hombres del saco y cocos por todos los rincones. ¿Acaso nace el uno de la otra? ¿Sin ilusión, sin esperanza, no hay miedo? “Nec spe, nec metu” latino. Jo que listos eran los jodidos romanos. En algo que trae por saco no aparece canguelo.

            Sea como sea el lunes pactado llegó inevitablemente. Como os podéis imaginar mi mañana (la llamada era a las cuatro y media de la tarde) fue toledana y mi almuerzo espartano y frugal de nervios y de esófago cerrado. Cuando terminé de jalar y me conecté a Internet la entrevista de mis temores y deseos se había desarrollado sola, sin mí siquiera.

            Tenía un correo de la pizzería a las dos y diecisiete en el que posponían nuestra cita y que ya se concertaría una nueva, que estuviera al loro. A las dos y veintiuno, exactamente cuatro minutos después, otro mail de los mismos en el que, como no les había atendido, daban por sentado que no estaba interesado en limpiarles el garito y que se pasaban mi candidatura al puesto por el fandango. Evidentemente no me lo escribieron así, que los british son polite cuando tienen que serlo. Pero uno u otro modo no cambian una mierda el significado. A todo esto en el móvil ni un movimiento. En cinco minutos y sin contar conmigo habían decidido mi futuro, una parte de él. Entretanto yo, como canta la canción, delante de la pantalla del ordenador “como un gilipollas, madre; como un gilipo-o-o-llas (trompetilla de chirigota)”.

            Con ese cromo, al que aun no le he cogido la gracias, tengo un nuevo acojone. En realidad es el mismo de antes pero más fuerte, más hundido. Más ahogado. El de no valer para nada y el de no tener porvenir. Por eso me repatean los pazguatos a los que les da miedito que el planeta se achicharre de calentamiento o nos invadan los vándalos. Me digo: “Ay cabrón… No tendrás suficiente con lo tuyo…”.


domingo, 19 de enero de 2014

Nec spe, nec metu I



            El miedo, bueno, solo algunas clases de miedo, el miedo a las arañas, por ejemplo, no cuenta aquí a menos que seas un malo de Spiderman; el miedo, repito, suele ir relacionado con la derrota. Y no con las derrotas repentinas, las honestas que vienen de frente, aquellas en las que te puedes acular contra la pared y tirar tajos como un descosido o rendirte sin más, pero conociendo a las claras lo que hay en el partida. Hablo de la derrota traidora, aquella en la que poquito a poquito estás peor, que te carcome por dentro como una enfermedad y te deja impotente, triste, vencido. Yo no le tengo miedo a los lobos, a la guerra nuclear, a que me atraque un rumano en el metro (un rumano es lo mismo de atracador que un guineano o uno de Palencia, pero según los telediarios más espeluznante que éstos por pasaporte), a ser pobre (entre otras porque ya lo soy), a los políticos chungos o al monstruo de las galletas. Yo a lo que le tengo miedo es a los veintimuchos años que calzo, a la estúpida e inútil carrera universitaria que estudié, a que nunca he tenido un trabajo formal de cotización a la seguridad social, a vivir en una aldea de doscientas almas con los infinitos recursos (ironía) que me brinda su encantador aislamiento (ironía también), a que todo mi dinero esté en una cartera negra de cuero dentro de un cajón de mi mesita de noche y, sobre todo lo que he enumerado, al futuro.

            Valiente cantamañanas, ¿Verdad? Otro llorica que en vez de echarle un par de huevos al asunto se queja, se compadece de sí mismo y culpa a otros. Pues no señores míos. Lo último si que no. Como parte de la autocompasión reconozco mi responsabilidad en la situación que me da miedo. Hube de atenazar por el pescuezo las oportunidades cuando vinieron. Lamentarse ahora es el modo cómodo y fácil. Pero lo que es verdad es que llorando como una magdalena o apretando el culo hoy por hoy se saca lo mismo: miedo a un mañana que será peor y para el que estaré más cansado, con menos esperanza y más cobarde.

            Un supuesto de cómo asustar a un tipo, de cómo acojonarlo la ración diaria prescrita, lo tengo, sin irse más lejos, la semana pasada. Degenerando, como el banderillero de Belmonte que llegó a gobernador civil, he dejado lentamente de aspirar laboralmente a lo que mi formación, conocimientos y habilidades me habían mentido de joven, cuando era un tío de fe en la justicia. Con determinación y discriminando que para tirar adelante con un plato y un techo no se necesita más, bajé y bajé el listón hasta el suelo, hasta lo más básico, a la plebe del mercado de trabajo. Y no pasa nada, no se me cae un miembro por bregar duro e ingrato. En resumen, aunque me crea un gran señor hindú o un potentado (nada más lejos), estoy y llevo ya tiempo mandando mi currículum, sin éxito y más acobardado con cada no, a lo elemental, a dónde no debiera haber mucha exigencia. También, por desesperación, rezo por ser una de las ratas que salte por la borda antes de que el barco se acabe de ir a pique y emigrar del país.

domingo, 12 de enero de 2014

Los geranios



            La hilera de geranios, en tiestos sobre el alfeizar de las ventanas del piso de enfrente, le apestaba toda la casa. No entendía muy bien la afición de la gente por esta planta. Muy fácil de cuidar por lo visto, pero para él de un color mohoso y desteñido, por no mencionar su olor parecido al tufo químico que sueltan algunos tipos de insectos cuando se los revienta bajo el zapato. El vecino, o la vecina, los tenía mimados y las florecillas de las narices lo agradecían creciendo lozanas, prepotentes, sin miedo y apestando de una forma que atravesaba la estrecha calle y se colaba en las viviendas de los demás en un radio bastante amplio, alcanzando hasta las azoteas, cuando abrían para ventilar los hogares de humanidad y cerrado. Para él eran una molestia a tomar en cuenta que no se podía obviar así como así. Si el del balcón de al lado hubiese criado jilgueros y los pajarillos diesen por saco con sus trinos y demás gaitas, siempre sería más fácil apartar ese estímulo (por ejemplo subiendo el volumen del televisor o concentrándose en una emisora de radio) que sustraerse a un olor, de ataque más sibilino, persistente y complicado de esquivar.

            Por eso los geranios de el de en frente ya lo tenían más que harto, porque no podía ni entreabrir unos centímetros para que pasase el fresco sin que se colase la fragancia. Además los veía, coloridos y presuntuosos, siempre que se asomaba fuera, allí puestos, frondosos y riéndose de él. Como una obsesión malsana le fue brotando la necesidad de deshacerse de ellos, de cometer un pequeño o gran acto de terrorismo doméstico y eliminar las macetas de la faz de la tierra. Echaba de menos respirar el humo de la ciudad sin cortapisas y, por lo que más fuera, lo conseguiría de una forma u otra.

            Casi por casualidad en la sección de pesca de un almacén de artículos deportivos encontró el arma para el crimen: un potente y majestuosos tirachinas. Ofuscado de deber cívico y ajeno a que si la fallaba a las plantas le daría, haciéndolos añicos, a los vidrios tras ellas se lo compró más ancho que largo. La munición se la vencieron en un bazar, dos bolsitas de canicas. Ensayó un poco de puntería, inconscientemente, dentro de casa disparando a los cojines y aguardó el momento oportuno. No era un plan elaborado, ni maquiavélico, y estaba plagado de lagunas en las que no puso punto y podrían terminar delante de un juez. Pero lo que si se le puede conceder es que era una solución tajante y definitiva.

            La noche de autos el hogar víctima estaba vacío por motivos futbolísticos. Era una familia, amén de muy jardinera, muy merengue. Como tal había ido a disfrutar de un partido de este equipo a un bar, dónde mejor sabe el deporte, el auténtico templo de esta liturgia. Pero de esto el del tirachinas no tenía ni idea. Él solamente se fijó en que ya era tarde y que en toda la casa no brillaba una luz. Con cuidado y una precisión inaudita, fue fusilando uno por uno los recipientes de barro. Tras el destrozo, se acostó y durmió con la serenidad de un bendito. En lo que no había reparado para su travesura es que la mañana siguiente, moribundos y agarrados a los restos de tierra derramada entre los cascotes de la matanza, los geranios seguían oliendo quizás por última vez pero indomables en el fondo. Además, un ataque tan concreto, tan rectilíneo y con una trayectoria balística tan limitada, cerraba el cerco de sospechosos sobre el él. Había comenzado una brutal guerra entre vecinos, de esas más encarnizadas, ensañadas y destructivas que las que son entre dos ejércitos. Y todo por unos geranios.

domingo, 5 de enero de 2014

La extremaunción



En los pueblos existe, enquistado dentro de su esencia atávica, un culto por la muerte marcado, exagerado, que roza lo morboso. Yo, que me crié en una aldea de doscientas almas, bien pronto comprendí hasta que punto llega ese fanatismo y sus rituales. Andaría por los ocho o nueve años y era monaguillo. Esa noche acompañé al cura a administrar una extremaunción. La impresión de la agonía hizo que se me grabase en la memoria con detalles muy nítidos, como el del mechero de yesca que en las escaleras de la casa colgaba de una pared. Por lo demás no lo comprendí. Solamente que la anciana estaba en las últimas, arañándole momentos a la vida.

Fue una en una noche de invierno, fría y ventosa para mayor efecto teatral. El pueblo sabía que ella estaba en el umbral. Cuando llamaron al sacerdote mi madre me ordenó que lo acompañase en la administración del sacramento. El párroco no avisó de lo que habría. Preparo el botecito metálico con el óleo, una hostia consagrada, se vistió y lo seguimos, estábamos dos auxiliares, asustados y silenciosos pegados a sus faldas.

Era un hogar pobre y viejo, con adornos y utensilios que no se habían renovado en cincuenta años. A la moribunda la tenían encamada en una minúscula alcoba (cortina por puerta). Sobre el cabecero de aluminio la velaban unos angelotes pintados en una estampa y un siniestro crucifijo de escayola. Estaba muriéndose, peleando por cada bocanada de aire, ausente. El cura, ajeno a todo, trazó la cruz grasienta en su frente recitando para sí, mecánicamente, la desganada fórmula. Ella protestó berreando como un animal cuando la forzaron a comulgar. Y terminamos. Para mí fue terrorífico por lo incomprensible, pero para los demás: el cura, la familia, etc. de una naturalidad rutinaria. Fue mi primer contacto serio, intuyéndole el rostro, con la muerte. Al día siguiente cayó. El funeral, en el que también fui monaguillo, no me impresionó tanto. Desde entonces, cada vez que lo rememoro se me pone mal cuerpo. Pienso que algún día me lo harán a mí y acojonaré al inocente monaguillo para siempre