domingo, 19 de enero de 2014

Nec spe, nec metu I



            El miedo, bueno, solo algunas clases de miedo, el miedo a las arañas, por ejemplo, no cuenta aquí a menos que seas un malo de Spiderman; el miedo, repito, suele ir relacionado con la derrota. Y no con las derrotas repentinas, las honestas que vienen de frente, aquellas en las que te puedes acular contra la pared y tirar tajos como un descosido o rendirte sin más, pero conociendo a las claras lo que hay en el partida. Hablo de la derrota traidora, aquella en la que poquito a poquito estás peor, que te carcome por dentro como una enfermedad y te deja impotente, triste, vencido. Yo no le tengo miedo a los lobos, a la guerra nuclear, a que me atraque un rumano en el metro (un rumano es lo mismo de atracador que un guineano o uno de Palencia, pero según los telediarios más espeluznante que éstos por pasaporte), a ser pobre (entre otras porque ya lo soy), a los políticos chungos o al monstruo de las galletas. Yo a lo que le tengo miedo es a los veintimuchos años que calzo, a la estúpida e inútil carrera universitaria que estudié, a que nunca he tenido un trabajo formal de cotización a la seguridad social, a vivir en una aldea de doscientas almas con los infinitos recursos (ironía) que me brinda su encantador aislamiento (ironía también), a que todo mi dinero esté en una cartera negra de cuero dentro de un cajón de mi mesita de noche y, sobre todo lo que he enumerado, al futuro.

            Valiente cantamañanas, ¿Verdad? Otro llorica que en vez de echarle un par de huevos al asunto se queja, se compadece de sí mismo y culpa a otros. Pues no señores míos. Lo último si que no. Como parte de la autocompasión reconozco mi responsabilidad en la situación que me da miedo. Hube de atenazar por el pescuezo las oportunidades cuando vinieron. Lamentarse ahora es el modo cómodo y fácil. Pero lo que es verdad es que llorando como una magdalena o apretando el culo hoy por hoy se saca lo mismo: miedo a un mañana que será peor y para el que estaré más cansado, con menos esperanza y más cobarde.

            Un supuesto de cómo asustar a un tipo, de cómo acojonarlo la ración diaria prescrita, lo tengo, sin irse más lejos, la semana pasada. Degenerando, como el banderillero de Belmonte que llegó a gobernador civil, he dejado lentamente de aspirar laboralmente a lo que mi formación, conocimientos y habilidades me habían mentido de joven, cuando era un tío de fe en la justicia. Con determinación y discriminando que para tirar adelante con un plato y un techo no se necesita más, bajé y bajé el listón hasta el suelo, hasta lo más básico, a la plebe del mercado de trabajo. Y no pasa nada, no se me cae un miembro por bregar duro e ingrato. En resumen, aunque me crea un gran señor hindú o un potentado (nada más lejos), estoy y llevo ya tiempo mandando mi currículum, sin éxito y más acobardado con cada no, a lo elemental, a dónde no debiera haber mucha exigencia. También, por desesperación, rezo por ser una de las ratas que salte por la borda antes de que el barco se acabe de ir a pique y emigrar del país.

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