domingo, 26 de octubre de 2014

El cheque I



            Me llegó por correo y me alegró el día. Coño, no siempre le mandan a uno un cheque. Además, era por algo que le hace ilusión hasta al más desalmado: eran los primeros royalties que cobraba en mi vida. Tenía un par de mierdas subidas a una plataforma (allí se disimulaban como libros o algo parecido) y, muy de vez en cuando, algún primo compraba uno. Tenían unos precios miserables y los porcentajes eran todavía menores, pero la plataforma me permitía acceder a un grafico de ventas donde, cada muchísimo tiempo, un pico en rojo me cantaba un lector (en efecto, soy tan pedante…). Joder, el sistema estaba montado para vivir de la ilusión. Era gratis, te permitía publicar de una forma más o menos digna (aunque de la dignidad del contenido se ocupaba uno mismo), podías promocionarlo, el mercado era inmenso… Todo eran buenas esperanzas. Después venía la rutina, la verdad de la saturación y el anonimato de estar sepultado entre una oferta monstruosa. Eso era lo de menos. Vender uno, el piquito rojo, era una alegría. Una alegría que además sumaba unos céntimos a la cuenta. Hay muchas cosas que hacen más daño que eso.

            Pues bien, un buen día me llegó una carta (después de la hostia de tiempo desde mi primera “publicación”) en la que me liquidaban las ganancias hasta el momento mediante un cheque. Evidentemente, no llegaba ni a los mínimos en los que se manejaban según sus normas respecto a mandarte pasta. Era más un ajustar las cuentas tras mucho tiempo. ¿La cantidad? Cosa de cinco euros con setenta y tantos céntimos, el producto de un par de años enteros (se dice pronto) ¡Todo es dinero! (consuelo de los que creen que lo importante es participar). Pero qué mismo daba, fue una alegría, ya lo he dicho.

            La mañana siguiente, orgulloso como un mocoso estrenando algo, hasta me permití la gilipollez de endomingarme un poco para ir a ingresarlo a mi sucursal bancaria. Estaba radiante, resplandeciente, feliz. Aunque en el banco había una cola kilométrica de viejas (pre y post visita al centro de salud. Ocio de jubilado…) a actualizar la cartilla y pormenorizar los detalles, de otros clientes a menudear sus gestiones financieras de mierda (ingresos, transferencias…) como yo; aunque tenía para más de una hora hasta la ventanilla, no importaba. Yo iba a ingresar mi cheque, mis primeros royalties.

domingo, 19 de octubre de 2014

El pelotazo


 
            Desde que se le terminó el contrato, la verdad sea dicha, no salía mucho de casa. Mientras esperaba que el futuro trajese buenas cartas, prefería matar buenamente los días evadiéndose, entre la nausea y la desidia cada vez mayor, a través de la ventanita en pulgadas de Internet en la pantalla de su portátil. De cualquier manera en el exterior, más allá de la ventana (real) del cuarto, tampoco había mucho que moviese a salir, a convivir, a mezclarse con lo humano. En el trabajo ya lo había hecho bastante y, además, bien, dignamente, pensaba. Entonces había reprimido satisfactoriamente (para el desempeño, no para él como persona, que tanto como eso le traía por el culo) la necesidad de soledad, la satisfacción como individuo, que era el contexto en el que mejor se desenvolvía y en el que más a gusto se sentía. Además, ¿Para qué salir?  El pueblo, su gente, su miseria y esa capacidad corrosiva para el espíritu forzaban a guarecerse de él, más que el mal tiempo, encerrándose en casa.

            Por eso le pilló en bragas la noticia, el rumor. Fue un sábado por la mañana. Recién levantado, con el desayuno. Su madre le contó lo que a ella le había transmitido un vecino al ir a por el pan. Resultaba que toda la aldea estaba ardiendo con el cotilleo. Sin saber muy bien ni cómo, ni dónde, ni cuando, alguien había propagado que él había pegado un pelotazo: le había caído una primitiva de (variando las estimaciones del vulgo) tres a nueve millones de euros. ¡Hostias! ¡Qué alegrón! Y, a todo esto, él sin enterarse. Por esas cantidades, de haber sido cierto, se hubiese permitido atragantarse con el café y las galletas. Como solamente eran imaginarias, simplemente se descojono. La parida le puso de buen humor, a saber por qué.

            La capacidad deductiva del pueblo era, como mínimo, alucinante. Le adjudicaban a un tío un pelotazo de miles de millones de las antiguas pesetas en base a la nada. Sin gastos de esos que generan sospecha y suspicacia (un coche, algún inmueble, viajes…), sin siquiera ver y tratar al interesado, le habían calzado una leyenda fabulosa. Movía a lo cómico, por eso se pasó todo el día soltando chorradas sobre su fortuna imaginada. Por la tarde, ya cansado, con la resaca de lo que ha perdido la gracia por agotamiento, se puso la ropa de faena (unos pantalones viejos y una chaqueta con agujeros en las costuras) y fue a echarle de comer al perro. Como ya era de noche no se cruzó con nadie. Lo último que pensó del tema fue que debía comprarle al chucho un collar cantoso y brillante ahora que le sobraba el efectivo. Lo hizo mientras le llenaba el comedero con un pienso desmenuzado, casi polvo, que parecía tierra y lo llenaba el cuenco del agua. Joder, no eran labores para un millonario, y menos mal que el perro no se había cagado y no hubo que recoger nada.

domingo, 12 de octubre de 2014

¡Y que vivan los novios, carajo! II



            Del Seat desembarcaron novio y madrina. Ella venía, orgullosísima, encorsetada como una morcilla en trapajos color crema y haciendo aspavientos con la cabeza por que el floripondio con gasas (¡De nada!) de la cabeza le despertaba el instinto animal de espantarse moscas. Los amigos cacarearon admiraciones y parabienes. Hasta la originalidad de la tartana costrosa como coche nupcial fue celebrada a bombo y platillo. El novio, muy pendiente de todo, como debe ser, preguntó por el personal. Mientras los amigos telefoneaban aquí y allá congregando al rebaño descarriado, emplazándolo a su sitio y cortejo, el pobre chivo sacramental continuó con las obligaciones. En este caso, departir con los tunos. Las cosas claras, ante todo, y el chocolate espeso (joder, que frase más de solterona).

            Con exquisito gusto, el pardillo había elegido (o le habían elegido. En estas cosas, y aunque principal afectado, el novio tiene poca mano) un frac clásico: faldones largos, pantalón gris… Viéndolo aproximarse a los tunos irradiaba una idea de hambre, de miseria, de relumbrón postizo que encubre la más abyecta de las miserias. Por compararlo con algo, te lo imaginabas perfectamente como el violinista famélico de un café cantante en posguerra. Bajito, flaco, cetrino, tirillas, con una barba moderna que no hace tanto tiempo hubiese pasado por sucia y perezosa, y a zancadas  bajo la levita, no cabía otra comparación. Sumado al trío de tunos, la melancolía apolillada campaba en su conversación, entre palmadas en el hombro (se conocería con los tunos…) y otro pitillo.

            La endomingada gente apareció por fin y el novio acudió a atenderlos. Los tunos rasgaron sus bandurrias y a tan alegre tonada militar el contingente formó listo para revista, estado de policía y lo que terciase. Al novio se le colgó la madrina del brazo haciendo cocos de mal torero por la emoción y todas las lagrimitas furtivas del universo amenazando con mandar a tomar por el culo la sesión de maquillaje. En la comitiva un gilipollas, por destacarse, se lió a tirar petardos. Uno no elige a su familia… Allá marcharon, a uno de los acontecimientos (teóricamente) más importantes de la vida del novio. Aunque por su aspecto, más parecía que iba a desempeñar algo del monte de piedad tras un duro día en su trabajo como cochero funerario.

domingo, 5 de octubre de 2014

¡Y que vivan los novios, carajo! I



            El trío de tunos fumando apoyados en la barandilla del puente daba pie al tono de toda la escena. Con los trajecillos desabrochados de cualquier manera, las bandurrias en el suelo y esa edad indefinida de todos los tunos de España que transmite de todo menos sensación de juventud, echaban el alma a los pies del más pintado. Tenían el fatalismo bilioso marcado en la cara, como una terna de toreros fracasados matando el rato antes del paseillo en las entrañas de una plaza móvil en cualquier pueblo de cualquiera de las submesetas, planeando el capotazo, capotazo, pescuecera y a otra cosa mariposa de más tarde. Los tres tunos, solamente tres, estaban igual. Podrían haber sido el perdedor grupo salvaje de un western crepuscular creando clima para el duelo final, ese en el que morirían los tres de una manera aceptablemente épica (cosas así son las que hacen grande a un género). Pero no, solamente eran tres cochinos tunos (sin el amparo miserable del número y la cantidad siquiera) que debían acompañar a un novio y su cortejo hasta la iglesia cantando “clavelitos” ¡Con dos cojones! En la entrada del pueblo, donde el trío calavera bostezaba y fumaba, no había nadie más. Los invitados del novio habían llegado antes en el autobús y se habían desperdigado por las calles sin tener ni puta idea de dónde congregarse. Solamente una media docena de amigos  marcaba la distancia con los tunos comentándose los unos a los otros lo estupendos que estaban, de traje y corbata ellos y de vestido y taconazo ellas. Pero era otra mentira. A ellos no les borraba el pelo de la dehesa ni la americana, ni las blancas camisas ya sudadas, ni las satinadas corbatas multicolores a la altura de los huevos. Ellas, con delirios fantásticos en colores, brillos y gasas, no les mejoraba la estampa. Una, con una pamela roja recta, muy de los noventa, y otra con las manos metidas en los bolsillos de una falda de vuelo que le resaltaba el culo gordo, eran muestra evidente. Eso que estaban paradas, los andares de ñandú al borde del esguince grado tres en los tobillos que exhibían en movimiento (los tacones son el corsé de este siglo. Bendita tortura estética) hubieran rematado la zona temática kitch (los tunos ya ponían la polilla). Las parejas de amigos parloteaban admirandose las virtudes y atesorando los defectos para después criticarse a gusto en la intimidad. En esto las campanadas llamando a la iglesia dieron el primer toque y, un minuto después, el novio irrumpió en escena. Venía en un Seat 127 rojo que él, y sus amigos subrayaron, creían todo un clásico de la automoción. Se anunció atronando una bocina a la que le fallaba el fuelle. Los tunos se incorporaron, apuraron el último tiro a la colilla y plantaron el instrumental en tercien. Lo mejor de todo es que cobraban por la faena (faltaría más, aquí ni dios brega gratis) que se disponían a perpetrar de acompañamiento e interpretación.