domingo, 29 de diciembre de 2013

La capacidad de física teórica en la vida inteligente de los quarks IV



            Subo desde el váter y me arrincono donde disimularme, donde las visitas no me atosiguen ni me distingan, donde llevo todo el día. Dos horas después nos avisan, a los familiares, por si queremos acudir a la sala acristalada, como un escaparate, del ataúd y despedirnos del cadáver. Me escaqueo también de esto. Aunque suene a tópico eso no es a quien yo conocí y quise. Es un muñeco de carne frío, apagado y frágil sin pilas. Algunos, pocos, entran, otros no. Los que no pintan nada van marchando a coger sitio en la iglesia. Los de la funeraria, peritos en su oficio, echan una cortina sobre la ventana por decoro. Eso me tapa la imagen del final pero no el ruido de los de dentro llorando, balbuceando como dementes y contagiándose entre ellos el sufrimiento. Fuera, oyéndolos inevitablemente, me tengo que sujetar, bloquear la información recibida. Afortunadamente es un minuto y trasladan el féretro al coche fúnebre. En eso no participamos. Desde una chispita egoísta de mi alma deseo que esto finalice de una puta vez y descansar, alimentarme de aislamiento para acompañar el luto.

            En el coche, el nuestro, haciendo el camino, se nubla la tarde amenazando agua coherente al instante. Los ocupantes, para tener un tema, hacemos balance de los que nos “acompañaron” y los que no. Nos medimos forzados en lo que decimos. Ninguno quiere ser el que tire la palabra que rompa las precarias defensas psíquicas de los demás y detone la catarsis. Una nausea anestésica que atonta. Por eso lo narro como desde la distancia, inconexo, atropellado. Daría lo que fuese por echarme a dormir ahora y que mañana el presente se aleje sin esfuerzo. Sumo frase tras frase, nada más.

            En la puerta de la iglesia más gente se une, al menos de palabra, a nuestro perro sentimiento. Unos familiares lejanos, muy conscientes de la importancia del que dirán y del comportarse de cara a la galería, saltan como espontáneos para tocar un pedacito de caja mientras la llevamos al altar y fingir que colaboran. Lo actúan a menos de un metro de mis narices, además de dentro del templo, para que la parroquia entera conozca sus buenas maneras. Por concretar el dato los dos son hijos del que se dormía en el velatorio. Yo les arrancaría la piel ahora mismo en agradecimiento al vil gesto. La cabra tira al monte, tanto ellos como yo.

            La misa ni fu ni fa. Es, por una coincidencia, el día de pentecostés. Hoy a ninguno de los presentes le baja el espíritu santo, ni se les enciende un fósforo celestial sobre sus cráneos. Durante la última bendición al cura, hisopo en mano, casi se le cae el cirio sobre el ataúd, las burrillas que lo soportan y las coronas de flores alrededor. Mi primer impulso es que si ese “casi” se da, me arranco para él caiga quien caiga y se lo tomen como quieran las beatas. Por patán. Puede que la rabia de lo inevitable en primera mano aflore my violencia, al menos imaginada. Puede que quiera una venganza contra el determinismo de tenerte que morir.

            Con un amén, como las demás misas: las ordinarias, extraordinarias, bodas, bautizos, navidad, viernes santo…; termina ésta. Al cementerio el público no marcha. Las nubes que encapotaban del cielo a medias de gris, entre jirones de un sol sucio, desatan un aguacero reposado. Los allegados se reparten entre las lápidas mojándose en grupitos callados. Yo, estúpidamente orgulloso de ello, cargo con la caja con otros. Tropiezo, sin consecuencias mayores, en la vencida cruz de hierro de una de las tumbas viejas.

            El enterrador desempeña su tarea rellenando con cemento las juntas de los ladrillos planos que cerrarán el nicho. Siempre pensé que la lápida se colocaba inmediatamente después. No. Habrá que elegirla y encargarla la semana que viene. Los nervios hechos añicos de alguno disparan a ciegas su pena en exclamaciones que se apagan como pavesas. Cuando me giro para marcharme, el de la charla en el velatorio me intercepta, me abraza durante un segundo y entrecorta una fórmula habitual de pésame. Es lo primero pertinente y con sentido que le escucho decir.

domingo, 22 de diciembre de 2013

La capacidad de física teórica en la vida inteligente de los quarks III



            Hombre, pues sí y no. Da desasosiego al saberte una mierda sin importancia en medio de la nada. Pero, y con su propio planteamiento, eres dios todopoderoso con cada pestañeo simplemente transformando la energía necesaria para abrir y cerrar el párpado. Es un suponer.

            ¡Hostia puta! Ya me ha contagiado la bobada. Voy a quitármelo de encima con un clásico, que necesito entrevistarme con el tigre. No es cierto. Mejor eso que mandarlo a tomar por saco. Así de paso me ventilo la azotea y abandono por unos minutos la sala. Se lo comento y me largo. A mi espalda, él no tarda en encontrar otra víctima y vuelve a las andadas: “Un quark es, para que nos entendamos, una partícula…”.

            Camino hacia la puerta esquivando la pequeña multitud, que charla en tono bajo, y los traidores muebles de aglomerado y espuma diseñados a la altura de una rodilla. Por el camino algunos me estrechan la mano y musitan expresiones apropiadas, sentidas. Se lo agradezco escuetamente. Otros dudan como reaccionar ante mí. Me miran y titubean. Unos se arrancan también y otros directamente se hacen los suecos. No soy un tío cálido, ni siquiera simpático. No me importa que saluden a los que están a derecha e izquierda mía saltándome como si no existiese, como a un geranio en su tiesto ¿Para qué? Me la pela.

            En el salón están las mujeres, sentadas y dramáticas. Fuera los hombres, más circunspectos y desentendidos de lo de dentro, comparten en corrillos por todo el pasillo vicisitudes domésticas, problemas del día a día y soluciones para el mundo entero desde el fútbol local a la geopolítica internacional.

            También los quedo atrás bajando las escaleras. En la entrada no hay nadie. Tienen la máquina de café, la de latas de refresco y botellas de agua a un euro y expositores con muestrarios temáticos. En la calle los más recalcitrantes fuman más distendidos. No les culpo, cada palo aguanta su vela. En el servicio, después de mear, me mojo las manos, el cuello y el hocico. Con el pestillo puesto me apoyo en la taza para reflexionar, recomponerme y permanecer solo un poquito. Aunque valore la fría utilidad de un tanatorio como este, los velatorios me rompen por dentro igual aquí que allí. Y este más que ninguno antes. Quise al muerto y ya no está. Lo estamos enterrando con todos los pasos del ritual.

            Es una mierda soberana la impostura de un velatorio. Para el que acusa el palo, le duele y es como si con la falta algún cabrón le arrancase un trozo del cuerpo por encima del estómago; a ese, en aguantar las horas que sean en un tanatorio (o peor todavía, algo que sigue haciéndose en los pueblos: en su propia casa o la de un familiar) solo encuentra dolor gratis y una espera a la nada, un agotamiento y un vaciarse en el balancín de emocionas traidoras con continuos derrumbes que hay que remontar por cojones. Para  los que están por compromiso, es un rato de fastidio y muermo en el que se les puede escapar, aquellos que lo tengan, lo inhumano y lo cerril de su personalidad. ¿No sería más caritativo despachar el asunto lo más rápido que se pueda y sotear el mal trago más tarde, cada uno en su lugar habitual e íntimamente?

domingo, 15 de diciembre de 2013

La capacidad de física teórica en la vida inteligente de los quarks II



Así se edifican las conversaciones por compromiso. En otro contexto me preguntaría dónde se ha montado el profeta esas ideas y teorías. De buenas y de risas, incluso me haría gracia cómo busca ladinamente impresionar al oyente incauto con su cultura, su sabiduría y su inteligencia utilizando razones muy traídas por los pelos, encontradas a trompicones por Internet, cuna de eminencias. Pero hoy no es día. Por eso pacientemente me pierdo entre sus argumentos mientras miro alrededor que tal está el entorno, quien aparece, qué hacen y me vacío la mollera todo lo posible para no desmoronarme delante de la concurrencia. Habrá ocasión con más intimidad.

A lo mejor está en lo cierto el cenutrio en la parrafada que me ha radiado. A lo mejor no. Eso no lo entro a considerar porque, honestamente, no seguí la continuidad y lógica de su perorata. No estoy enfadado de la soberana tontería de tema. Hablar con él, o que el me hable machacón como una gramola, me fuerza a la concentración, me distrae de lo otro. Hoy, aun sin venir a cuento lo de los quarks y que no sea por formas lo que el más purista exigiría de la ocasión, no es lo peor que alguien ha soltado.

En mitad de la noche, al muy poco de que sucediese y cuando estaba más descarnado y reciente, el debate más apasionado que se trató fue si el jamón para ser más él mismo obliga de ir acompañado de pan o, por el contrario, se basta solito y el pan es una corrupción de su toque genuino y cañí. Dos de los que estaban, a los que evidentemente el asunto principal les preocupaba un carajo, lo compartían con los demás animando a participar en el coloquio.

Hubo otro, más sinvergüenza o más hijo de puta, que ni corto ni perezoso se recostó en su esquina del sofá y al instante  roncaba como un desgraciado. Por eso las pajas mentales y metafísicas del amigo, así como su afán por presumir de brillo intelectual, aunque le sienten al momento como a una cabra un vestido de alta costura y unos tacones de aguja, por lo menos son inofensivas. No son más adecuadas para una verbena como la del jamón ni tampoco violan la solemnidad y el respeto debido como el caradura que se echó a dormir. Son pavadas inocuas que el propio que las escupe quizás lo haga para no dar vueltas a lo que todos, él, yo y los demás del edificio, nos traemos entre manos.

Casi mejor no acordarme del cabrón ese cuando bufaba porque se me llevan los demonios. ¿Tanto cuesta mantener una compostura elemental, coño? Nadie fuerza a nadie a venir o a permanecer, pero si vienes o permaneces lo mínimo, ¡Lo mínimo!, es hacerlo como dios manda y no enseñarle a la humanidad que eres un mal nacido dormilón y maleducado. Por desgracia alimañas así sobran. Aunque procures aislarlos de tu vida siempre romperán un hueco en la verja por el que colarse a patadas. Patadas como la que le hubiese aplicado al mamón en los dientes cuando, disfrutando de la paz de su descanso, abría la boca ruidoso, goteando saliva por las comisuras. Sé que él no siente esto, ni una pizca. Yo, por el contrario, si. Yo, por el contrario también, cuando no lo he sentido, tampoco dí cabezadas, ni siestas, ni el numerito. Si pica el sueño hay remedios de abuela bien sencillitos, los de toda la vida: paseo, café o lavado de cara en los servicios. Y a aguantar un poco más. Hoy por hoy ser un tío considerado es de tontos. Está mal visto, no renta, y se aprovecha de uno las miríadas de desalmados que pululan acechándote como marrajos. Mejor me olvido de ese maricón porque me enciendo y no debo.

“- Eso sin meter en la ecuación el otro continuo, el tiempo; que en esas proporciones nuestro cachito de materia este dentro de una reacción de algún tipo en ese sistema mayor. No sé, algo del tipo una descomunal combustión lentísima en la que toda nuestra historia, desde que os suponemos el Big Bang hasta ahora, solamente sea, para ella, un instante, una milésima de segundo. Lo que también, como antes, se puede mirar hacia abajo. Imagina la creación, expansión, decadencia, muerte y olvido de innumerables cosmos cada vez que el butano se transforma en llama cuando prendemos un mechero. ¿Acojona, eh? ¿Acojona pensarlo?...”

domingo, 8 de diciembre de 2013

La capacidad de física teórica en la vida inteligente de los quarks I



            “- Un quark es, para que nos entendamos, una partícula subatómica; una de las menores unidades en que se puede descomponer la materia que, de momento, se sepa. Es, entre otras, de lo que están hechos lo átomos. De ahí se puede tirar para arriba en unidades más grandes cada vez hasta concepciones como el universo como realidad que engloba todo lo que hay dentro de él o, superando está, un multiverso donde cada uno de estos universos como el nuestro es una pieza más conformando un sistema mayor. Lo mismito que una molécula tras otra de agua, por ejemplo, dentro de un baso, indiferenciadas unas de otras e invisibles desde nuestro punto de vista en el que solamente se aprecia el conjunto aunque, indefectiblemente, sepamos lo que hay más allá: las “piezas” en que puede desmenuzarse ese vaso de agua.

            El espacio es infinito, eso es indiscutible. Podemos saltar del concepto planeta al de sistema solar, y de éste al de galaxia, y así hasta los límites del conocimiento actual. Pero después de esta frontera siempre habrá algo más grande. Algo más grande de lo que a su vez nosotros seremos un componente más pequeño. Por definición esto también se puede hacer al revés, hacia abajo, evidentemente. Cualquier cosa, de esta manera, es infinita en si misma y solo es comprensible como unidad dependiendo de la perspectiva respecto a ella del que la piense ¿Ves ese clavel de ahí? Tú tienes capacidad de entenderlo como unidad, de saber lo que es: una flor. Uno de sus átomos, si fuese competente para ello, ¿Sería capaz de percibirse como “soy una porción de este todo, y este todo es un clavel, pieza de un ramo, parte de esta habitación”? Dicho de forma distinta, si a ti te redujesen de tamaño a una escala en la que, de pie en medio de un quark, éste fuese para ti del tamaño de la Tierra ¿Hasta dónde alcanzarías a saber? ¿Hasta la molécula? ¿Hasta el trozo de materia del que esa molécula forme parte, por ejemplo una veta en un guijarro?... Eso no significaría, en absoluto, que no existan realidades más allá; solamente que no las entenderías como ahora mismo no puedes saltar más allá del universo, desconociendo de qué exactamente forma parte éste.

            Ahora bien ¿No sería posible que, así como dentro de nuestra categoría “planeta” se ha desarrollado el fenómeno vida alcanzando unos niveles de abstracción y sabiduría capaces del pensamiento físico y matemático sin que a priori nada más nosotros mismos seamos concientes de ello; repito, no sería posible que dentro de cada uno de nosotros, en una de esas divisiones inconcebiblemente minúsculas, se hayan producido las condiciones necesarias que brotasen algún tipo de vida y que ésta evolucionase lo suficiente para que sus miembros poseyeran inteligencia abstracta y sus “pensadores” estén comprendiendo, a medida que lo razonan, el funcionamiento del universo entero y las matemáticas, el idioma de dios?

            Con esta hipótesis, valida desde el prisma cuántico de que dentro de un infinito se terminan por dar todas las posibilidades, se puede afirmar que dentro de ti, de mí, en alguna parte, hay de todo: “civilizaciones” vivas, lenguajes, escrituras, “civilizaciones” muertas, manifestaciones artísticas maravillosas y abominables, culturas, todo aquello que la vida en su lucha por permanecer pare de divino y monstruoso, historia, guerras, decadencia, evolución, ciencia… ¡Todo! Y todo en todas las potencias, estados y recuerdos; en presente, pasado y futuro. Lo peor de esto es que no nos enteramos de ellos y, si lo hacemos, no tenemos forma posible de establecer un canal de comunicación con nuestra intra-vida.

            ¡Ojo! No estoy hablando de hombrecitos o gnomos dentro de nosotros. Hablo de que, por ejemplo, nosotros habitásemos la Tierra y ésta fuese un diminuto, diminuto, quark dentro de un átomo cualquiera indistinto a otros muchos idénticos de “la piel del dedo gordo del pie de gigante inmenso” que no supiese de nosotros y que lo máximo que se aproximase a conocernos fuese teorizarnos como yo ahora mismo teorizo a las formas de vida para las que soy su “gigante inimaginable”. ¿Comprendes lo que quiero decir?...”

            “- Pues si… Esto… creo que si.”

            Con razón o sin ella el ladrillo que me está metiendo es importante. No tengo yo el cuerpo para esas retóricas sin haber dormido desde hace un día entero y estando muy jodido por dentro, tanto orgánicamente como de lo invisible. Estoicamente asiento a la disertación cada vez que me permite meter un “sip”, un “ajá” o, si el hueco es lo bastante amplio, repetir sus últimas palabras y que esa coletilla sea el feedback.

domingo, 1 de diciembre de 2013

El hotel



            El viejo se quedó sentado sobre la cama sin hacer nada. Mano sobre mano, no sabía que hacer. Pasó un rato infinito mirando, desde un lugar muy lejano, una de las paredes, la que tenía en frente. Por fuera, él era noventa y dos años que tiraban como buenamente podían a ningún lado, simplemente intentando seguir igual algo más de tiempo. Por dentro, tenía miedo en aquel momento. Estaba acojonado, y también triste, y nervioso. Se hubiese puesto a llorar, pero no acababa de cruzar ese umbral y lo habían educado en que eso era de ser un blando, cosa impensable. Se sentía vacío. Lo nuevo lo pasaba por encima y un instinto de niño pequeño lo mandaba estarse quieto, callado. Hubiese dado un Potosí por volverse invisible o transportarse a un sitio conocido y seguro, a casa, por ejemplo, y allí ponerse a ver la tele en paz.

            La puta verdad (que la verdad suele serlo) es que el sitio no era malo, pero eso no importaba mucho. Él había estado en agujeros mucho peores, dormido en el suelo y gastado días y noches en lugares infinitamente más apestosos. “Parece un hotel”. Ese rosario se lo habían repetido un millón de veces para convencerlo y hacer que pusiera buena cara. Describiendo la habitación, todo estaba en morados muy relajantes y lleno de la fría impersonalidad que a un cuarto le suele impregnar la decoración profesional estándar: la cama, el váter limpio con olor a desinfectante y adaptado, el diseño cuadriculado, los cuadros con fotografías de paisajes… Como fuera, no dejaba de ser un establecimiento en el que se aparcaba a la gente, algunos definitivamente, a esperar al tío de la guadaña. Sólo unos pocos estaban por temporadas, temporadas en que las familias tenían compromisos, imprevistos y despropósitos debiendo usar la “perrera para viejos”.

La senectud, el personal en blanco sanitario, las conversaciones en el pasillo o la sala de estar entre ancianos dementes en sillas de ruedas con superpuestos monólogos inconexos y delirantes, las pastillas, los pañales y demás materiales, las comidas con especificaciones (ligeras, con y sin azúcar, papillas); todo eso se fundía en un crisol triste. Un buen sitio para un final, o mejor dicho, para el final y simplemente un sitio, ni bueno ni malo, sin la épica de las películas, con demencia, orina, enfermedad y deterioro. En unos años nadie se acordaría del viejo, de que estuvo allí, de que ninguno de ellos pasó por allí. La humanidad solo recuerda a Julio Cesar y compañía. Quizá sea porque siempre fue mejor un mártir que una vieja gloria.

            Alguien, uno de los trabajadores de la residencia, llamó a la puerta, pasó adentro y le dijo que iban a servir la cena. El bajó despacio y se sorprendió cuando le asignaron un sitio determinado. Era cerca de la puerta y quiso creer que era un asiento especial, no que se los asignaban así en función a la comodidad para tenerlos bajo un cierto control. La cena no fue memorable, pero el postre eran unas natillas. ¡Algo es algo! Después, y hasta que le avisaron que debía irse a la cama, estuvo en la sala de la televisión esperando que pasase el tiempo otra vez. No podía hablar con nadie porque no tenía confianza y sufría de la maldición de estar bastante lúcido (para su edad, como solían comentar) en un ambiente dónde eso no era regla; el estigma del tuerto, rey o no, en el país de los ciegos. Subió a su habitación, se puso el pijama y se metió en la cama.

No podía dormir. En lo oscuro todo le parecía más amenazador, más inquietante. Se intentaba consolar en que solo iban a ser unos días, hasta que se pasase la boda y su familia volviese a por él. Fue una noche muy larga.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Camposanto II



Tengo razones serias para estar en contra de esta labor: una, la radiación solar se encargará solita de limpiarla y sin doblar el espinazo o dejarse las manos en el intento; dos, con ese tiempo y esas horas no es predecible una visita a ver a los amigos o familiares, tampoco que se mude un vecino nuevo al bloque. Ya me entendéis.

Sale mi humor negro. El negocio y lo que conlleva me lo sacan de dentro para tranquilizarme. Enmascaro así que este trabajo me produce superstición y algo de desasosiego. Como poco me hace pensar que algún día, mañana mismo en el peor de los casos, seguiré por idéntico camino que el de ellos, todos ellos, los recientes y los que no lo son. Los universos cuánticos, según lo que cuenta Wikipedia, dicen que ya, en algún paralelo, estoy entre ellos. Digo exabruptos y barbaridades para evitarme frases como las dos últimas y trabajar con tranquilidad, lo que es bastante por muy bonita y pinturera que brille la postal de invierno.

            No tengo la sensibilidad necesaria para disfrutar de la serenidad de este empleo. Lo reconozco, soy un patán bruto y zafio que no aprecia la poesía del mundo. Un alemán del siglo diecinueve se lo pasaría teta aquí fingiéndose conmovido y artista (eso los de entonces. Sin querer hacer sangre, los germanos de ahora son más pétreos y materialistas. Cada cual en su propio tiempo). Ha sido el primer ejemplo que se me ha ocurrido de personaje que pudiese entretenerse con esta situación y contexto. Es una plaza para escribir elegías o pasear echando una lagrimita, no para cavar y arrastrar un carretillo por entre sus calles, aunque lo segundo sea razonablemente imprescindible para lo primero cómodamente. Con los días y los meses a lo mejor se vuelve rutina, reposa y soy un indiferente operario trajinando aquí. Ah, que no lo he mencionado, es mi primer día.

            Antes a esto se le llamaba ser enterrador, o sepulturero, o como se quiera. Desconozco como se podía acceder a ese puesto entonces, pero tengo una ligera intuición de que estaba mal visto y que el que lo hacía era por necesidad. ¡Coño, pues como ahora! Hay diferencia. Ahora es todo mucho más aséptico, propio y como debe ser. No soy un enterrador, o un sepulturero. Esos nombres han quedado para personajes de cómic o algo del pelo. Ahora soy un técnico de nosequé con un cargo más largo que el de un marqués. ¿Las funciones? Las mismas, pero el nombre es imponente y se puede presumir ante los vecinos. Magro consuelo, sobre todo cuando el primer día te endosan, como un pardillo, lo más penoso y desagradable. Que me perdonen los difuntos por el holgazanear, distraerme y la poca diligencia. Suerte negra tengo… Con la mañana que se ha levantado…

Por fin cojo los trastos, los coloco en una carretilla y la empujo a la entrada. Dramatizo exageradamente distorsionando esto, el cementerio. Es un trabajo como otro cualquiera y los clientes no dan mucha guerra. Podría ser peor. Hay que vivir de algo, llenar la nevera, pagar cosas, seguir adelante. Cierto es que decir “vivir de” en un cementerio se acerca bastante a la sorna y el pitorreo. No me entretengo más. Un último vistazo alrededor y ale, ¡A palear!

domingo, 17 de noviembre de 2013

Camposanto I



            Muy solemne,  muy serio y también reposado, acentuado todo esto por la capa de nieve y su blanco silencioso, virgen. Luce inmaculado y digno, estaremos de acuerdo en eso. Pero la perra realidad es que hace un frío de tres  pares de cojones. Un rasca algo macabro, por el lugar principalmente, que subraya cruces, lápidas y verjas negras de forja. Frío que quema las flores ya bastante mustias desde el día de difuntos en que emperifollaron el chiringuito la horda de familiares de siempre con sus incorporaciones y bajas anuales en la plantilla.

El plano necesitaría un buen punto final, la filigrana, el detalle: un grajo oscuro y siniestro en el extremo de alguna de las ramas del árbol descarnado y sarmentoso tras el banco. Un magnifico pajarraco graznando con eco y el cuento gótico podría tirar desde ahí tan ricamente. No lo hay. No quedaban. Estarán por ahí volando bajo y afirmando refranes. Hoy nunca mejor dicho, porque hace un rasca que para qué. Ya lo dijimos.

            El establecimiento es de postín. Se deduce por el relumbrón de las sepulturas espaciosas, dignas, con jardín y toda la pesca. Eso si una tumba es susceptible de considerarse digna y catalogarse en categorías de mayor o menor esplendor. Especialmente desde el punto de vista del usuario, al que a esas alturas de la película quizá le dé lo mismo ocho que ochenta y hoyo en el suelo con cal espolvoreada encima que mármoles, caobas y sedas. Muerto quedas en ambos supuestos. Ya que estamos metidos en refranes, y adaptando ese de mal gusto en el que se peen todas las personalidades como cualquier hijo de vecino: la diña el rey, la diña el Papa y sin diñarla nadie se pasa. Y fiambre quedas, además permanentemente, no para un ratito, te guste o no y te pongas como te pongas. ¡Que sabiduría tan barata y de Perogrullo! ¿No? Mejor me dejo de retóricas porque me pierdo en ellas y así no vamos a ninguna parte.

            Con la nevada, aunque sobre los cipreses esté claro el cielo y se caldee el ambiente paulatinamente derritiéndose despacito, no hay quien pare. Los inquilinos no necesitan una mantita por encima, o un brasero para los pies en una mesa camilla. Esos el frío lo llevan dentro y, en algunos, es todo lo que queda de ellos, frío. Eso es lo que pienso remolón y agarrotado. Debo encontrar una pala en el almacén, trastero y cueva de Alí Babá del camposanto y con ella despejar de nieve por lo menos las entradas y lo que pueda de las avenidas principales del recinto. Ordenes son órdenes, aunque a servidor le parezcan bastante peregrinas y traídas por los pelos.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Como los señores II



Por esa vereda húmeda marca las huellas paso a paso. Cada tantas olas le alcanza una. Se moja sin preocuparle un pepino que esto suceda, sin intentar esquivarlas, dejando que los pies sientan la sal, la humedad, la arena. En el paseo marítimo el trasiego repunta un poquito: más corredores, los venerables paseantes como él, los primeros ansiosos montando campamento con toalla y sombrilla y los también primeros coches entre las calles de las casas de primera línea, mayoritariamente vehículos de reparto distribuyendo consumibles entre los negocios. En el puerto, tapados por la tapia del espigón, gruñen motores náuticos difusos y lejanos de millonarios.

Al viejo este brote de vida le fastidia, le jode casi. Él estaba mucho más contento con el aislamiento, con la misantropía de la playa desierta. Era más sencillo perderse en sus pensamientos sin el ruido cotidiano. Supone una vuelta al planeta Tierra y a la propia consciencia del paseo. Aterrizando, se lleva una mano al mentón para sopesar la importante decisión de concluir la caminata. Unos segundos después obedece a su estomago y husmea con la mirada donde desayunar. Mientras tanto se separa del mar y, justo antes de llegar a las baldosas, se lava los pies en una de las duchas allí instaladas.

           El bar está abriendo y aun tiene amontonadas en columnas las mesas y sillas de la terraza atadas entre ellas con cadenas y candados. Un camarero las desengancha y despliega sin agobiarse. Dentro de un rato soportarán a la humanidad tomando el aperitivo. El mismo camarero entonces trajinará frenético portando cañas de cerveza, vermuts y tapas de lo que tercie: ensaladilla, fritos, tortilla, encurtidos, etc. El viejo se sienta en una al lado de la puerta deseándole al camarero los buenos días y pidiendo amablemente un cortado con un bollo suizo. Deja los zapatos, aun en la mano y con los calcetines dentro, a un lado. La costa es un lugar disimulado y propio para estas transgresiones del protocolo y el vestuario. Se toma el café con leche y el bollo lentamente, saboreándolos, disfrutando mucho de la paz y el sosiego, de la falta de prisa por ir a ninguna parte y del día que se presenta seguro y confortable. El mar, su eco, seda con el ruido milenario y manso. Solemne y distraído el viejo apura el cafelito. Debe desandar lo andado para regresar a casa pero se resiste remolón porque en la terraza se respira plácidamente, campante, feliz como los señores. Los dos barcos flotan (actividad evidente en un barco) entre el rompeolas del puerto y la playa. El sol avanza por la inmaculada bóveda azul caldeando el perro mundo.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Como los señores I



        El sol, saliendo por levante cada mañanita visto de cara, reflejándose en el mar, jode al más pintado. ¿Que es muy bonito contemplar un amanecer así? Pues depende. Los cinco minutos en los que emerge del fondo del océano, allá a lo lejos, la bolita de fuego naranja y tenue, quizá tengan un pase, un romanticismo, la esperanza teórica de algo que comienza en ese instante y que puede ir bien (ojala), regular o mal. De cualquier manera la sensibilidad a esas horas no suele estar a flor de piel, ni mucho menos. El común de los mortales no se separa de la cama con la aurora si no es por un caso de fuerza mayor u obligación. Yendo somnoliento y legañoso al trabajo no te detienes con tonterías y retóricas. Por otro lado, los que se acuestan a esas horas asimilan mejor un colchón mullido que la poética del alba.

A continuación, una ratito después, ya amarillo y radiante el sol, destellando en el agua metálica, prometiendo el principio de un calor que a las tres de la tarde no habrá dios que aguante, la claridad ciega. Es cruda, exclusivamente luz, sin medias tintas. Tanto ella como sus reverberaciones sobre la superficie penetran cáusticas por los ojos volviendo el universo un vacío blanco y doloroso, punzante. Arrugas entonces el entrecejo cerrando inmediatamente los párpados pero sigue sin poderse ver un carajo incluso buscándote sombra sobre la cara con la palma de la mano en visera. Si además se topa uno con ella, la luz, nada más abandonar la acogedora, reconfortante y fresquita oscuridad, impacta en el rostro como una coz de mula que tira para atrás y levanta jaqueca.
 
Por todo eso, y por la hora intempestiva, en el paseo marítimo no hay, como el que dice, ni un alma. Algún iluminado trota sin camiseta, con gafas de sol, auriculares y un ritmo acompasado por la exageración de las expiraciones. ¡Que profesional es el personal! Tres o cuatro de ellos se rebasan, cruzan y persiguen a lo largo del embaldosado rojo y blando paralelo a la playa. Sudando, que es gerundio. Las casas detrás están muertas, silenciosas. La playa, limpia de gente, reposa tranquila.

El viejo hace a contraluz un alto en el paseo sentándose en un poyo del malecón. De fondo, amén del sol inmisericorde, el murallón del puerto se recorta contra la línea longitudinal del horizonte. Un par de barcos entre el muelle y el viejo flotan (actividad evidente en un barco) despacito hacia adelante tirando olas de chichinabo desde sus estelas. El viejo hace lo mismo que los corredores matutinos pero a distinta intensidad. No pretende, en absoluto, recorrer determinados kilómetros en determinados minutos quemando determinadas calorías. El suyo es un madrugador paseo saludable y recomendado médicamente para que la patata siga a tono y en forma. Es perezoso e indeterminado, en soledad y quietud ¡Así da gusto! Se ha parado porque le ha dado la gana. Se perfila en el banco para que el sol, descrito molesto y picajoso, no le deslumbre. Hoy va a hacer bueno, calorcito rico rompiendo a templar con el mediodía próximo. Y como hace bueno, cuando el viejo se incorpora y retoma lo hace descalzándose y acudiendo al borde del agua dónde las olas mueren y la arena está fresquita, lisa y virgen cada vez que estas se retiran.

domingo, 27 de octubre de 2013

Motivación y solana II



           Uno se esos días ya no pude más. Algo me inundó, un altruismo y unas ganas de salvar a la pareja de pobrecillos. Estaba recorriendo la provincia una ola de calor y bochorno de esas que sirven para llenar quince minutos de telediario con alertas naranja y avisos muy serios de “vigilen a niños y ancianos”. Era tanta la temperatura que desde que me había subido al candente auto y bajado las ventanillas, el volante todavía no se había enfriado y las manos me sudaban en él a chorros. La carretera reverberaba con las chicharras a pleno pulmón y no era una película del oeste porque no había matojos rodantes, lo único que le faltaba a la estampa. Hasta a un camello de beduino se le hubiera secado la boca allí. Tanto calor que lo raro era que los pájaros no echasen a arder en pleno vuelo por inflamación espontánea en contacto con el aire.

             Pues en ese contexto vi la pareja a lo lejos como un espejismo. Conforme me aproximaba no pude por menos que compadecerme. El próximo pueblo en la ruta estaba a unos ocho kilómetros. Me dije: “para el coche y llévalos hasta allí, que tan a desmano no cae”. Así hice. Reduje inmediatamente después que ellos, puse el intermitente y me orillé un segundo. Bajé y cuando estuvieron a la altura me ofrecí a su disposición en un inglés muy malo que a ellos les costó comprender porque la leyenda de que fuera todo el mundo habla inglés es cierta, pero solo en Inglaterra. En el resto del continente lo habla el que lo estudia, algunos ni eso. Cuando comprendieron que lo que quería era que dejaran las mochilas en el maletero y montaran en el coche, que yo les acercaba en un momento a dónde podrían descansar del martirio, se negaron. Me explicaron que eso iba contra la esencia del propio Camino y que no, gracias. El par lo comunicó con un tono condescendiente que no me gustó ni un pelo, como mostrándome una extraña superioridad desdeñosa ya que les estaba estorbando en algo muy importante.

            No se lleva muy bien que cuando a uno le da la pedrada de ponerse samaritano le nieguen el impulso y más en esos modos, con ese desprecio sutil de creerse Dios.  Puede que me lo invente un tanto, o exagere la percepción de algo que me sentó tan mal, pero lo cierto es que desde entonces compasión ninguna. Que disfruten a gusto de su motivación y de los rigores del Camino si es lo que buscan. Yo bien clarito, no meterme donde nadie me llame ni para bien, ni para mal. Se evitan cabreos. Espero que esos dos sigan bien y por la sombra, porque por el sol hay cosas, muy feas de decir, que se secan.

domingo, 20 de octubre de 2013

Motivactón y solana I



            El Camino de Santiago, como reclamo turístico, se ha expandido geográficamente. Y digo como reclamo turístico porque dudo bastante que los pelotones centroeuropeos y muchos otros peregrinos nacionales e internacionales estén movidos por la devoción. Así, como atracción y destino de ocio vacacional, han surgido alternativas que hasta permiten elegir la parte de España que se quiere patear. Lógicamente el original es el más transitado, más mítico y, desde Francia atravesando todo el norte, el que más público atrapa. Del más cercano a mí casa, con nombre propio pero bastante parecido a la Vía de la Plata romana, la cual con Santiago no tiene mucho en común, es del que tengo experiencia y no por haberlo hecho. Ahora se está poniendo de moda y por la comarca, que el Camino cruza y las autoridades se encargan de promocionarlo a machamartillo, no hay día del año, se caiga el sol fundido del cielo o llueva a mares, que unos cuantos no pasen equipados con el kit entero: mochila, sombrero, palo, concha…

            Coincidió que en aquella época trabajaba a jornada partida y a medio día siempre me volvía en coche a casa para comer. Era verano y se pueden hacer una idea de lo que significaba el calorcito apretando con fuerza, a las tres de la tarde, en los últimos llanos de la submeseta sur, cerca del límite con la norte. Cuando salía a la antigua nacional que me dejaba en el pueblo, me metía en un tramo en el que me los topaba siempre, bueno, mejor dicho, que los adelantaba caminando por el arcén más colorados que pavas, resoplando, con caras de estar bastante hasta las narices del Camino y para las próximas vacaciones un crucerito y a tomar combinados en la tumbona de la piscina o atracarse en el buffet. Me daban penita porque la mayoría eran señores y señoras guiris como cangrejos, presumiblemente jubilados, y lo que hacían a esas horas no es ni sano ni recomendable (que es la franja de la siesta. Para salir a darse la paliza en esa estación está la fresca del alba, hombre). Los pasaba constantemente pensando “cualquier día me encuentro a uno en la cuneta con un tabardillo de padre y muy señor mío”. Yo me quedaba a cuadros escoceses de cómo estos señores y señoras europeos hechos y derechos (que corre el rumor de las malas lenguas mundiales que son más inteligentes que los meridionales) hacían estas chiquilladas. ¿Es que no lo podían posponer o adelantar para meses más propicios y saludables, como abril o septiembre?

domingo, 13 de octubre de 2013

Pragmáticos usos del primer día de primavera



            Era el primer invierno de mi asqueroso existir que veía, y vivía, la nieve por encima de la rodilla. Esa frase también significa que no estaba acostumbrado (¿Cómo podría estarlo?), ni tenía ropa para ello, ni nada de nada. Lo de la ropa fue fácil, lo de acostumbrarse algo peor. Tras dos meses de nevadas blandas, duras, heladas, pisoteadas, vírgenes, derritiéndose un poco, cuajadas y no, amontonadas en las aceras, a manta sobre todo el pueblo… de todo tipo, pelo y condición; todavía seguía caminando como un crío chico, como un tonto de baba, con escorzos y pasos de baile esperpénticos, patoso, derrapando cada cinco pasos y pidiendo a todo lo que se menea no dejarme los cuernos contra una farola, pared o buzón de correos. Por mucho que se diga lo contrario, cien metros en aquél infierno eran una tensión que no compensaba la posibilidad de hacer muñecos de nieve, guerra de bolas o angelitos en el suelo. Pero todo se pasa. Un día salió, por fin, el sol. Esa mañana el cielo estaba de un azul, un tanto gris, bastante deprimente. El colega andaba todavía en modo zángano y tiraba a medio gas. Pero era estupendo, era la leche. Podía caminar como una persona, ir deprisa, ir pensando en otra cosa. Por la mañana, cuando llegué a la puerta del trabajo, miré para arriba y, en confianza, entre él y yo, eche un ojo a la pelotita naranja y me dije (o le dije) “¡Cabronazo! Te ha costado…”. Fue un buen día, había salido el sol.

domingo, 6 de octubre de 2013

Cita



            Ella se había pedido un brandy ¡Con un par! El bar cedió al detalle y se lo puso en una copa chata ¡Menos mal! Personalmente, me hubiese esperado del lugar un vaso de tubo y su par de hielos o uno cutre de chupitos ¿Cómo les dio por ahí? Ni zorra. Ella, que tenía cuajo de sobra, le metió al líquido un meneo y, tan pichi, se echó para adentro un trago. Hizo algo de coco, como un mal torero, pero lo aguantó bastante bien. Supongo que la bebida no sería muy allá. No tengo ni papa de estas cosas pero ni el precio de la consumición ni el lugar daban para el lujo de algo bueno. A ella el trago le alegró la lengua y se puso a hablar frenéticamente. No la hice mucho caso, pero ante el fuego por saturación (y por hacer un poco el gamba con la copa) me acabé la cerveza y me pedí uno. El primer trago me supo a infierno, la falta de costumbre. Una vez que pasó me quedó un poso calido en el pecho cojonudo. Ella seguía hablando, yo moviendo el líquido y bebiendo. ¡Hay sitios peores en el mundo para estar!

domingo, 29 de septiembre de 2013

Es por lo que los soldados no deberían hacerse viejos



            No se porqué me acuerdo de eso. Tampoco porque me significa un “memento mori” al oído cada vez que pienso en ello. No estoy seguro de cuanta edad tendría yo, ni ellos. Estaban en la tele, un telediario, creo, algo de relleno. Se cumplía el aniversario, a saber cual, de no sé que batalla, fiesta o entremés de la Segunda Guerra Mundial. En el acto, como no podía ser de otra manera, mucha pompa, banderitas y banderazas, políticos de los distintos países que se degollaban como perros en la ocasión conmemorada. También había soldados en activo, muy guapos y muy uniformados de gala, que siempre hace bonito en cámara. Por haber, en uno de los lados y segundo término, había un puñado, cosa de una docena larga, de vejetes. Iban de paisano y arreglados todo lo posible dentro de ese desgarbo natural que da la senectud. Alguno de ellos llevaba un gorro militar (tipo cuartelero) y, por supuesto,  porque se las habían ganado, y bien, muchas medallas y cruces en la solapa. Eran, de todos los presentes, los que realmente habían estado en el evento original, algunos de ellos, algunos de los que quedaron y quedaban. Los años habían pasado ¡Tanto que si! No tengo ni idea de lo que fue de sus vidas, de cómo las pasaron. Ni siquiera me planteo que clase de personas eran y fueron (ser un homenajeado de algo, o un difunto, por mucho que se pretenda, no es garantía de superioridad humana). Allí estaban, los mismos que mucho tiempo atrás combatían fuertes, jóvenes, plenos, ágiles… Hubo un momento en que las banderas comenzaron a desfilar. Todos los ancianos, a una, algunos de ellos con mucha dificultad y con asistencia mecánica de muletas, bastones o andadores, se pusieron de píe y se cuadraron. No era, ni mucho menos, perfecto, pero sí épico si es que todavía queda en el mundo algo de esa palabra. Los descubiertos en firmes. Los que no, con una mano al lado de la cabeza. Es que hay cosas que no se olvidan, y hay cosas que se llevan dentro y nada las puede cambiar, aunque el tiempo acabe por derrotar lo que no pudieron los hombres.

domingo, 22 de septiembre de 2013

El bocadillo de calamares V



Llegó el descanso y todo estaba visto para sentencia. Me fui a hacer pipi ya que es algo sumamente aconsejable cuando se trasiega cerveza. Resulta que en ese inciso la robusta trasalpina fue a lo mismo apenas un minuto después que yo y el respetable, por eso de que cuando el diablo no tiene que hacer con el rabo mata moscas, empezó a gritar (por supuesto y, dado el ambiente, a lo campo de fútbol) “¡Sex, sex, sex…!”. Yo no me enteré, que estaba con el deleite de descargar un hectolitro mirando al techo del urinario. Cuando volví mi vaso había desaparecido y, por estas cuestiones de la jodida extraña suerte, empecé a compartir el de la amiga. Con la que por cierto, y pese a la rivalidad deportiva (¡Toma parida que acabo de poner!), había bastante buen rollo.

La segunda parte se me fue en un suspiro, porque ya iba del todo. En el frenesí prácticamente ni me empanaba. Entonces Fernando Torres hizo el milagro, se pega el tercero y la asistencia del cuarto. Todo eso después de un campeonato de mierda. En la vida (y menos en las casas de apuestas, creo) se esperaba eso. La frase “todo es posible en domingo” se encarnaba en él. El arbitro pitó, éramos campeones (¡Que plurales más peregrinos!). La euforia se me desbordaba y estaba ronco. En esas fui informado de los cánticos de la afición en el descanso e, inspirado por la gesta de Torres, diciéndome a mi mismo “si él lo ha hecho tu también ¡Coño!” me puse al oficio de marcarle a Italia, a la que ese día le entraba todo. Tirando del tópico, ya que estamos tan castizos, encaré al morlaco.

La celebración, como me temía, no dio de sí y éramos muchos. Otra cerveza en una terraza que nos acabó cerrando, buscar otro sitio, la española en la fuente de la plaza, la otra italiana corriendo en sujetador por la calle (cosas de las apuestas chorras), policía que aparece de la nada, gente que desaparece de la nada, ir a jalar a un puesto de hamburguesas veinticuatro horas (un sitio gourmet, por cierto) donde se compraron algunas latas, volver al jardín del hostal…

Allí a ella se le abrió la defensa y busque, que ya tenía todo el equipo volcado arriba, el hueco. Dijo, en un gesto muy hippie, que ella dormía en el suelo del jardín, a lo natural. Yo que duermo aquí. Ella que vale. Nos quedamos solos, hablamos y cargué.

¡Paradón del portero! (bueno, puede que fuese un melón a la grada). No, que  hay novio. ¿Qué tocó? Dormir abrazados (¡Toma koala!). Al par de horas, en las que no pegue ojo, empezó a amanecer y ella se fue que le salía el tren. Yo tenía una resaca espantosa y la misma ropa negra, ahora apestosa, del día anterior. Un bocadillo de calamares bien aceitoso, que me empapase el alcohol que estaba intentando procesar mi hígado, hubiese sido el mejor desayuno, hubiese sido un consuelo entonces, hubiese sido un hogar.

domingo, 15 de septiembre de 2013

El bocadillo de calamares IV



Cuando volvimos, por volver y no tenerlas más celebres, el que había desaparecido era él. ¡Muy bien! Por lo menos ya se habían aclarado las circunstancias de fajina y había gente en la cocina cortando verdura. Ella, amén de mandarme a buscar al otro cada cinco minutos. Se puso, feliz como una perdiz, a andar con todo, a disponerlo todo. Finalmente bajamos las cosas al jardín y se empezó a cocinar. Como siempre pasa, al olor del la comida nos reunimos todos los que éramos. El grupo era multicultural, poliglota y esas cosas. Cada uno de su padre, de su madre y de su país. Interesados en la final, al menos por una cuestión patriotera, solamente estábamos por Santiago (cierra y esas cosas) otra y yo. Por parte de (¿Quién es el patrón de Italia?) una, su señor padre y posteriormente se sumarían otra y otro. El resto de todas las partes. Simpatizando, o no, o solo al tufillo de la feria, hasta sumar unos quince, la niña bonita.

Antes de atacar las salchichas, menú principal, se explicó el reparto de gasto, que era de renglón. Al final de la noche se pondría una caja y cada cual echaría lo que quisiere según considerase que había consumido. La nota había salido por cincuenta. Hay veces que el dinero no cunde una mierda. ¡A comer se dijo!

Los míos habían desaparecido, ahora los dos. ¡Mira que bien otra vez! Estarían teniendo concierto, pero en otra parte. Una de la que me libraba, y era de agradecer, que no eran muchas. De comer me planté un perrito caliente, y de milagro, porque es difícil competir con la avidez de según y tipos de señoritas de colegio de monjas y pitiminí de hoy en día. Porque era un gusto ver a una valquiria de metro noventa y categoría crucero echarse cosas para adentro con la misma desenvoltura que un cruzado inglés del siglo XIII. Lo mío siempre fue más el liquido elemento, que era de lo poco bueno que tenía el país. Habían comprado la del cura, que era de las cervezas más flojas de la parroquia. Ni idea del nombre, porque el idioma no había dios que lo echase mano y las cervezas se me clasificaban por el dibujo de la etiqueta: la del cura, la cabra, el casco viquingo. Esta tenía un regordete y bonachón curilla, o monje, de tonsura y toda la pesca, sujetando un par de jarras rebosantes. En seguida me hice amigo del coleguita, no era difícil, que ya nos conocíamos de antes. Para cuando empezó el partido ya iba de mitad para adelante.

Las italianas se cantaron el himno y todo. Muy a lo gallinero, eso si. Yo me hubiese marcado “Suspiros de España”, de la que me sé el principio y era lo que me pedía el cuerpo. Pero no es el himno, ¡Una pena! Me parece más representativo. De las italianas, porque es un dato a tener en cuenta para luego, una estaba con danés y la otra era algo, bastante, tanqueta. Ambas del norte y la tanqueta, por más cuadro, tenía la voz aguardentosa (¡Ay! Sofía Loren que no estás en los cielos, santificado sea tu…). En cuanto al partido. En la vida pensé que fuese como fue. Por supuesto lo vi en ese éxtasis místico que nos da a los del genotipo cuando vemos deportes: gritando como un animal y pegando sentadillas (poniéndome de pie a cada cosa). En los goles el guturalismo llegaba al extremo y seguía amorrado al amigo clérigo, pimpán que nieva.

domingo, 8 de septiembre de 2013

El bocadillo de calamares III



El que diga que los alemanes son organizados se columpia un poco. Al menos este lo era por mis… ¡Eso! Después de comer, una hamburguesa que me supo a gloria, llamamos al colega por ver como iba a ser el invento. El tío ni lo cogió. Por suerte sabíamos el lugar de otras aventuras playero-culturales y decidimos plantarnos allí. Previamente hubo tiendas, unas gafas de sol que me salieron caras como ellas solas y  que, con mi ropa negra (ese día iba de negro) me daban pintilla de estrella del country. Cuando llegamos no nos recibió ni el Tato. Alguien del hostal, que por suerte estaba al cabo de la fiesta del bávaro, nos puso en una habitación donde ya estaba esperando otro paisano. Por aquellas no sabíamos ni siquiera el plan.

Al mucho rato el alemán apareció, cansado y con resaca. Había estado en un festival todo el fin de semana y tenía el cuerpo toledano. Nos indicó las habitaciones, separadas por géneros, que el hostal era de una asociación cristiana y a Cristo no le gusta la proximidad física ni la tentación. El que iba conmigo le preguntó dos veces como se iba a hacer para la cena; el alemán, a uvas. Por eso entre unas cosas, esperar, el no saber, el que me parece que si organizas algo te tienes que pringar y sacrificar, el ver como todo dios pasaba mil de todo y que los acontecimientos sociales (especialmente en estado de secano y falta de riego) me hacen sentir incómodo como ninguna otra cosa, y otras se me estaba empezando a poner una leche como un mono.

Propuse a los míos ir a un bar a tomar una cerveza para, por un lado, líbrame un rato de tener que pringar en la fiesta (siempre me acaba tocando), por el otro, ir calentando la ingeniería para luego. Pues se montó. Él quería quedarse a ser sociable con… nadie, porque no había nadie. Ella se puso petarda como solo la novia de otro sabe ponerse porque nadie la hacía caso y no la dejaban ser la que manipulase (en cierto modo no había nada que manipular). Y allí, en la puerta del hostal, estoicamente, me tuve que comer el cuadro de pollo de enamorados. Más de media hora de dramatismo de baratillo en plan “me cojo el tren y me vuelvo para casa” versus “siempre me haces lo mismo, haz lo que te de la gana”. Un detallazo por su parte, tenerme allí al cromo. Por lo menos las gafas de sol sirvieron por primera vez para algo. Me tapaban el mirar de odio que, apoyado en la farola, se me estaba poniendo viéndolos discutir. Todo por una cerveza, ¡Si no hay nada como tener ganas de montarla...! Al final la cerveza fue, solo con ella, que él se quedó a socializarse, en una terraza. Allí me pegue la secuela lógica, el disfrute del drama existencial de una pareja que discute narrado por su protagonista femenina. Algo tan estrógeno como Jane Austen y lo mismo de divertido.