domingo, 22 de diciembre de 2013

La capacidad de física teórica en la vida inteligente de los quarks III



            Hombre, pues sí y no. Da desasosiego al saberte una mierda sin importancia en medio de la nada. Pero, y con su propio planteamiento, eres dios todopoderoso con cada pestañeo simplemente transformando la energía necesaria para abrir y cerrar el párpado. Es un suponer.

            ¡Hostia puta! Ya me ha contagiado la bobada. Voy a quitármelo de encima con un clásico, que necesito entrevistarme con el tigre. No es cierto. Mejor eso que mandarlo a tomar por saco. Así de paso me ventilo la azotea y abandono por unos minutos la sala. Se lo comento y me largo. A mi espalda, él no tarda en encontrar otra víctima y vuelve a las andadas: “Un quark es, para que nos entendamos, una partícula…”.

            Camino hacia la puerta esquivando la pequeña multitud, que charla en tono bajo, y los traidores muebles de aglomerado y espuma diseñados a la altura de una rodilla. Por el camino algunos me estrechan la mano y musitan expresiones apropiadas, sentidas. Se lo agradezco escuetamente. Otros dudan como reaccionar ante mí. Me miran y titubean. Unos se arrancan también y otros directamente se hacen los suecos. No soy un tío cálido, ni siquiera simpático. No me importa que saluden a los que están a derecha e izquierda mía saltándome como si no existiese, como a un geranio en su tiesto ¿Para qué? Me la pela.

            En el salón están las mujeres, sentadas y dramáticas. Fuera los hombres, más circunspectos y desentendidos de lo de dentro, comparten en corrillos por todo el pasillo vicisitudes domésticas, problemas del día a día y soluciones para el mundo entero desde el fútbol local a la geopolítica internacional.

            También los quedo atrás bajando las escaleras. En la entrada no hay nadie. Tienen la máquina de café, la de latas de refresco y botellas de agua a un euro y expositores con muestrarios temáticos. En la calle los más recalcitrantes fuman más distendidos. No les culpo, cada palo aguanta su vela. En el servicio, después de mear, me mojo las manos, el cuello y el hocico. Con el pestillo puesto me apoyo en la taza para reflexionar, recomponerme y permanecer solo un poquito. Aunque valore la fría utilidad de un tanatorio como este, los velatorios me rompen por dentro igual aquí que allí. Y este más que ninguno antes. Quise al muerto y ya no está. Lo estamos enterrando con todos los pasos del ritual.

            Es una mierda soberana la impostura de un velatorio. Para el que acusa el palo, le duele y es como si con la falta algún cabrón le arrancase un trozo del cuerpo por encima del estómago; a ese, en aguantar las horas que sean en un tanatorio (o peor todavía, algo que sigue haciéndose en los pueblos: en su propia casa o la de un familiar) solo encuentra dolor gratis y una espera a la nada, un agotamiento y un vaciarse en el balancín de emocionas traidoras con continuos derrumbes que hay que remontar por cojones. Para  los que están por compromiso, es un rato de fastidio y muermo en el que se les puede escapar, aquellos que lo tengan, lo inhumano y lo cerril de su personalidad. ¿No sería más caritativo despachar el asunto lo más rápido que se pueda y sotear el mal trago más tarde, cada uno en su lugar habitual e íntimamente?

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