domingo, 1 de diciembre de 2013

El hotel



            El viejo se quedó sentado sobre la cama sin hacer nada. Mano sobre mano, no sabía que hacer. Pasó un rato infinito mirando, desde un lugar muy lejano, una de las paredes, la que tenía en frente. Por fuera, él era noventa y dos años que tiraban como buenamente podían a ningún lado, simplemente intentando seguir igual algo más de tiempo. Por dentro, tenía miedo en aquel momento. Estaba acojonado, y también triste, y nervioso. Se hubiese puesto a llorar, pero no acababa de cruzar ese umbral y lo habían educado en que eso era de ser un blando, cosa impensable. Se sentía vacío. Lo nuevo lo pasaba por encima y un instinto de niño pequeño lo mandaba estarse quieto, callado. Hubiese dado un Potosí por volverse invisible o transportarse a un sitio conocido y seguro, a casa, por ejemplo, y allí ponerse a ver la tele en paz.

            La puta verdad (que la verdad suele serlo) es que el sitio no era malo, pero eso no importaba mucho. Él había estado en agujeros mucho peores, dormido en el suelo y gastado días y noches en lugares infinitamente más apestosos. “Parece un hotel”. Ese rosario se lo habían repetido un millón de veces para convencerlo y hacer que pusiera buena cara. Describiendo la habitación, todo estaba en morados muy relajantes y lleno de la fría impersonalidad que a un cuarto le suele impregnar la decoración profesional estándar: la cama, el váter limpio con olor a desinfectante y adaptado, el diseño cuadriculado, los cuadros con fotografías de paisajes… Como fuera, no dejaba de ser un establecimiento en el que se aparcaba a la gente, algunos definitivamente, a esperar al tío de la guadaña. Sólo unos pocos estaban por temporadas, temporadas en que las familias tenían compromisos, imprevistos y despropósitos debiendo usar la “perrera para viejos”.

La senectud, el personal en blanco sanitario, las conversaciones en el pasillo o la sala de estar entre ancianos dementes en sillas de ruedas con superpuestos monólogos inconexos y delirantes, las pastillas, los pañales y demás materiales, las comidas con especificaciones (ligeras, con y sin azúcar, papillas); todo eso se fundía en un crisol triste. Un buen sitio para un final, o mejor dicho, para el final y simplemente un sitio, ni bueno ni malo, sin la épica de las películas, con demencia, orina, enfermedad y deterioro. En unos años nadie se acordaría del viejo, de que estuvo allí, de que ninguno de ellos pasó por allí. La humanidad solo recuerda a Julio Cesar y compañía. Quizá sea porque siempre fue mejor un mártir que una vieja gloria.

            Alguien, uno de los trabajadores de la residencia, llamó a la puerta, pasó adentro y le dijo que iban a servir la cena. El bajó despacio y se sorprendió cuando le asignaron un sitio determinado. Era cerca de la puerta y quiso creer que era un asiento especial, no que se los asignaban así en función a la comodidad para tenerlos bajo un cierto control. La cena no fue memorable, pero el postre eran unas natillas. ¡Algo es algo! Después, y hasta que le avisaron que debía irse a la cama, estuvo en la sala de la televisión esperando que pasase el tiempo otra vez. No podía hablar con nadie porque no tenía confianza y sufría de la maldición de estar bastante lúcido (para su edad, como solían comentar) en un ambiente dónde eso no era regla; el estigma del tuerto, rey o no, en el país de los ciegos. Subió a su habitación, se puso el pijama y se metió en la cama.

No podía dormir. En lo oscuro todo le parecía más amenazador, más inquietante. Se intentaba consolar en que solo iban a ser unos días, hasta que se pasase la boda y su familia volviese a por él. Fue una noche muy larga.

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