domingo, 30 de diciembre de 2012

Maduros II



            Así estaban los tres pobres desgraciados, esperando en una esquina del bar. Bebiendo sin parar, asustados. Al tiempo llegaron a ponerse borrachos, que es lo que pasa cuando se bebe de continuo durante horas. El sitio se fue vaciando según pasaba la noche, hasta el momento de cerrar. El camarero les dio un poco de cancha para que se acabasen lo que tenían. Con el garito chapado, la puerta cerrada, las luces encendidas y la música quitada, hablaron un poco con él mientras recogía, limpiaba pasando un cepillo por el suelo y encendía el lavavajillas con los vasos usados.  Todo era como siempre. También como siempre ellos echaron su pequeña mano levantando los taburetes y ofreciéndose a lo que terciase. Después ya no hubo más excusas y tuvieron que largarse. Se prometieron con el camarero volver en septiembre, o en diez años, o cuando resucitasen para el juicio final.

            Lo intentaron en otro bar. Era de los que abrían en segunda hornada sin llegar a ser un alter. Allí aguantaron poco porque ya se les había acabado el dinero y no les conocían lo suficiente como para fiarlos o invitarlos, de hecho no los conocían en absoluto. Además era un lugar más popular, lo que quiere decir un euro más por botellín que el común de los mortales. Dieron cierre, ellos, no la discoteca, que tenía más manga ancha aunque, como buen miércoles, no mucho personal. Salieron y volvieron a sus casas por el casco histórico intentando alargar todo lo posible el recorrido común. No era extraño que se acompañasen unos a otros porque sus tertulias de mamados les merecían la pena.  Hoy podía ser la ultima vez, por lo menos la última vez allí. Por el camino, cerca de la catedral, en una puta calle vacía por la que siempre hacía viento y frío, aun en agosto, se sentaron en un banco al lado de un parterre lleno de tulipanes. A uno de ellos se le ocurrió la fascinante idea de levantarse, arrancar una de las flores, una amarilla, y comérsela antes de que nadie pudiese disuadirle con el mejor argumento del mundo: “Tío, que ahí mean y cagan perros”. Después de dicho el imbécil hizo cocos y ascos. Los otros dos se descojonaron un rato. Después se aburrieron y se acabaron marchando.

            Un poco más adelante encontraron un cacho de espuma azul. Era más densa y recia de la que se usa para rellenos y tapizados. Vendría de alguna obra cerca. Estaba en una plaza, entre una iglesia grande e imponente (con su mendigo oficial y pintoresco en la puerta en horario de oficina) y un palacio viejo de alguna rancia familia nobiliaria que puede que ya se hubiese desamortizado de el o no. Eso ellos no lo sabían, no podían saberlo y les importaba una mierda. uno le dio una patada al cacho de espuma. Siguió otro. Se desataron a jugar a una especie de feliz y bendito futbol-rugby en el que casi todo valía. Era lo más divertido posible en este puto mundo. Así perdieron la noción del tiempo entre empujones, coces y hacer el canero como si realmente fuesen buenos (los tres eran deportistas penosos y acoordinados). Las farolas se apagaron. Ya se veía perfectamente. Había amanecido. Aunque siguiese sin haber ni dios por la calle ésta tenía un no sé que de querer despertar, de arrancar en breve. Antes de que eso pasase, y ya rotos de jugar como chiquillos se dieron las buenas noches varándose. Cada mochuelo tiró para su olivo. Aquí, es donde en las películas pone “FIN”.

domingo, 23 de diciembre de 2012

Maduros I



            Para el antro era un miércoles como otro cualquiera. Aunque ya se había marchado mucha gente, compensaba la ausencia de habituales con la presencia de guiris y domingueros, algo perdidos, de los que la ciudad se estaba empezando a llenar. En la planta de arriba uno de los futbolines no funcionaba. Y digo que no funcionaba del todo. No el habitual ir tirando que mantenía el camarero a duras penas porque era un activo importante, moneda tras moneda de cincuenta céntimos, de la empresa. En el otro no había el frenesí de un sábado, pero cuatro jugaban y bebían calentando sus cervezas en el suelo entre trago y trago. El porcentaje de tías estaba en la media. Siempre es un dato relevante de un bar añadir esa cifra. Pero todo esto no importaba mucho esa noche. Los tres estaban, como gilipollas, apalancados en una esquina, al lado de la desastrada máquina de pacman que, en todos esos años, no habían visto funcionar una sola vez y solo servia para ser sepultada por abrigos en invierto. Era una noche triste, la última. Habían pasado cinco años ya, tan pronto.

            Mañana se largarían. Se había acabado el curso, el último de ellos. Era algo digno de celebrarse. Por eso habían salido los tres, los que quedaban del grupo. De un modo purista no era el final oficial. Todavía había exámenes pendientes de solución y algunos confirmados para septiembre, ojala no más tarde. Pero todo eso ya no sería lo mismo. Sería un tiempo de prestado. De invitado. La vida de la que apuraban lo poco que quedaba les echaba. Hoy era el partido de homenaje. Quizá en algunos años volviesen para jugar pachangas benéficas de navidad, pero nada más. A partir de mañana también cambiaba otra cosa. El objetivo a cumplir, sacar un título universitario para ser hombre, había llegado más o menos. No habría una meta a largo plazo a la que llegar. Tampoco habría la calma espiritual de un objetivo. Tocaría empezar a buscarse la vida, y espabilar a huevos. Un poco tarde, a algunos otros todo eso les tocaba antes en la vida, pero cada palo aguanta su vela. Si se quería ser lo que el mundo pedía de uno pronto vendría el curre de niño bien (dios quisiese que fuese en la eterna seguridad del funcionariado), la novia formal, la casa a pagar en un millón de años, el perro, el chiquillo, la parejita, envejecer, morirse, esas cosas. Por todo eso estaban apagados, acojonados. No hablaban de chorradas de mamado, ni miraban a las golfas con ansia, ni alborotaban, ni escribían estupideces en las paredes del bar tipo frases míticas de películas icono del destape, ni dar por el culo al camarero con la esperanza de algo gratis (normalmente un cachi del que se hubiese olvidado de quien lo pidió o un chupito de cualquier mierda).

            Solo estaban, que ya era bastante, tomaban conciencia del adiós, de la perdida que vendría, de la trascendencia del paso. Una generación entera que se había criado pensando en que cada pedo que se tiraban era lo más sublime que le había pasado a la humanidad desde el renacimiento. Cada cual cuenta la feria como le va y la hostia que se lleva el vecino a uno le duele poco. Esa tarde habían quedado para comenzar a celebrar. Felicidad de cañas por el centro comiendo infartos de miocardio y hablando sobre todo de las cosas que habían pasado. Mucho cromo en pasado, mucho cuadro y mucha tontería pretérita a la que se daba pie a la voz del “te acuerdas de…” o el “y cuando…”. Habría un punto y final, pero se agarraban al clavo ardiendo del todavía queda algo. Se achisparon un poco. Tenían los tres bastante buen saque. El último año había sido la temporada final goleadora del delantero leyenda. Cuando acabaron se fueron a dar una vuelta anocheciendo. Las calles de todos los días (la urbe era una caca y ellos se movían continuamente por los mismos lugares). Protocolos de la despedida, que gasta su ritual, como todo lo demás. Después tenían cena. Un menú barato y cárnico a la brasa en el sitio (bastante aparente teniendo en cuenta el precio) dónde siempre habían ido en las grandes ocasiones: cuando se celebraba algo importante, o alguien venía de visita desde lejos. Allí volvieron a coger el tema de que harían con el futuro. Ya lo habían tocado antes muchas veces. Pero a esas alturas no se sabe bien todavía que una cosa el lo que uno quiere, otra lo que uno puede y otra muy distinta lo que uno consigue. La amargura llega con el tiempo y los sopapos, a la realidad tiene vocación ce mula y sacude coces como tal. El tinto de la casa, del que trasegaron tres botellas, les puso la melancolía a flor de piel. Alguno hizo la coña del “¡Esto se acaba!”. Y era la puta verdad, auque fanfarronease sobre su insensibilidad respecto a ella. Uno de los tres pidió arroz con leche, porque en su casa no se lo preparaban nunca y lo tenían casero. No estaba malo. Brindaron y se pidieron cafés, como los señores. Habían acabad las carreras, cada uno la suya, eso les hacía señores, incluso señores mayores ¿no?

domingo, 16 de diciembre de 2012

El curso de limpieza (selección) III



            Aurelio Memelo va a sellar la cartilla del paro. Lo hace porque le toca y porque una cosa hilvana muy bien co la otra y me saco de la manga un motivo razonable para seguir y darle a esto continuidad narrativa. Lo debe hacer porque si no perdería la antigüedad y los fantásticos privilegios que eso le procura como la mencionada entrenadora o la vez que la escribieron ofreciéndole la participación gratuita en un seminario de baile moderno. Por lo visto, desde las instituciones se creen que todo el monte es orégano y que el personal no se entera. Además han pasado las tres semanas perceptivas y tiene que haber salido la lista de los elegidos para limpiar. Preguntará en el mostrador y, si hay suerte y el del otro lado tiene el tubillo de la gónada sin anudar, se enterará. Otra mañana perdida. Lo que Horrora Butrón desconoce, porque no es tecnológica la pobrecita, es que ambas cosas las podría solucionar en la red. En diez minutos frente a un ordenador tendría todo listo. Eso nos dice que este terruño infame se hizo como escuela del arte del robo. Puedes pasar el paro vía Internet. ¿Quién coño no dice que lo puedas hacer desde cualquier terminal del lugar de trabajo ilegal dónde te lo llevas calentito sin declarar? Al que no cobra una mierda y no encuentra otra cosa le vale porque no tiene más remedio que agarrarse a eso y hacer la trampa. Al que cobra algún subsidio, ayuda… el negociete le sale redondo, dos paguitas cada fin de mes mientras dura. Aurelio Memelo acude a la oficina de desempleo porque no sabe hacer la fullería y su trabajo como vedette le es compatible con las gestiones en horario de oficina.

            Va para allá a media mañana. Eso hace que la gente se acumule entre el pico de la campana estadística del público y el descanso de los artistas (los oposicionados del lugar) que andan al tercer cafelito. Raro que entre esa tropa no den más tabardillos por el exceso de cafeína en sangre con tanto como se meten. Mientras espere que le llegue el turno (siempre hay que esperar en los ratitos burocráticos) mira las ofertas del tabón de anuncios. Una es como pastor en un pueblo que debe andar por dónde cristo pegó las tres voces. Otra lleva expuesta desde el verano pasado. Con la que está cayendo la habrán cubierto, habrán cubierto la de pastor incluso, ya. Llega. Entrega la cartilla. La piden el DNI (¿Cómo harán para comprobar la identidad sellándola online? Porque una contraseña de caca y un nombre de usuario no garantía la identidad de nadie) y tramitan el invento en un minuto. Está, hasta dentro de tres meses. Eso si no encuentra trabajo antes como, por ejemplo, alto ejecutivo de multinacional o piloto de fórmula uno (¿Cómo cotizará un piloto de fórmula uno? El dónde ya lo sabemos, en suiza, que son muy puntuales y muy multiusos allí). El curso de limpieza, si se lo conceden. No contará como trabajo en el sentido oficial y estricto y por eso no se librará de volver.

            Pregunta por cómo enterarse del resultado del proceso de selección. El del mostrador se queda a uvas y traslada la cuestión a uno que está en un escritorio muy afanoso y muy concentrado en el ordenador. La virgen maría baja entonces a hacer unos papeles y con su gracia celestial hace que al del escritorio le de una pedrada y se ocupe del tema. Busca en la base de datos que sea e imprime una hoja con la lista de convocados y suplentes. Se la pasa al de mostrador y éste a Aurelio Memelo. Bien educadito, le da las gracias y se retira con el papel y la cartilla guardando ésta última en la cartera y dejando paso al siguiente. En seguida le echa el ojo. Pasa nombre tras nombre y (rataplán, redoble de palillos) el suyo está el último de los seleccionados. No tendrá ni que esperar por una baja. Se pone contenta perdida y sigue leyendo un par de directrices sobre donde y cuando empieza. Guarda el papel en un bolsillo y se asegura de acordarse de todo para no perderse el importante e inútil primer día. Se le ha alegrado el día. Para celebrarlo, para en un bar muy castizo y muy de fritanga. Se toma una caña con tapa de empanadillas que le sabe a gloria pura.

domingo, 9 de diciembre de 2012

El curso de limpieza (selección) II



            El día de la entrevista llega y toca otro madrugón más. Por lo que pueda pasar Aurelio Memelo se lava la cara, se afeita, se echa desodorante, after shave y una colonia de caballero rancia que huele como el traje con el que se entierra un anciano centenario  de los que no se descomponen, se amojaman. Muy limpio y repeinado marcha para allá. Llega, por dar buena impresión y si se puede acabar antes, con una protocolaria media hora de anticipo. Sigue torrada, dormida, se le acumula el cansancio del trasnochar y, aunque cada vez le queden menos partidos por jugar en las botas, se agarra al césped con pasión, con desesperación. Y como la vida ya la ha toreado bastante sabe que de esto, de lo del cursillo de limpieza aunque la seleccionen, lo completen, le den el diploma y los euros; nadie la contratará después. Pero mientras tanto lo que se rasque va por delante. Como hemos dicho llega pronto. Contempla con regocijo y fe el lugar.

            El edificio es un colegio de primaria abandonado. Los carteles de las paredes, algún calendario aún colgado, la foto del rey y los libros de texto viejos por aquí y por allá, entre el polvo y el desorden, indicarían a un memoriado fotográficamente e inductivo que ningún chiquillo pisa por allá desde los noventa (dichos chiquillos ya habrán entrado en quintas, salido y algunos hasta puede que sean abuelos). ¿Dónde estaba Horrora Butrón a mediados de los noventa? No se acuerda. No pasó mucho, igual que ahora, encadenando un día detrás de otro sin plan si aspiración. Volvemos al lugar. En la puerta no hay nadie recibiendo, ni vigilando que se cuele nadie. Deben estar pensando reconvertir el lugar para servicios públicos y atención al ciudadano. El solar sería bueno para uno de esos trucos y pelotazos que ya no se llevan, antes si, y dar un pellizquito. Está muy guarro y descuidado. Aurelio Memelo pasa timorato. Sigue una conversación que escucha apagada por ahí. Cuando llega a la antesala hay una esperando. Pregunta educadamente, disimulando lo que se tiene que disimular a esas horas de la mañana y en esos lugares del mundo, si está esperando para lo del curso. La otra contesta que si. Fin de la conversación. Ya sabiendo dónde es, se pone a esperar con lo único que se puede hacer en una de esas: mirarse los zapatos, al reloj, por la ventana, volver a empezar, evitar el contacto visual con la desconocida… desconocida que las virtudes fisonomistas de Horrora Butrón pintan como una marujona gorda, teñida de rubio con raíces, chabacana, con gafas (dato que no es que diga mucho respecto a una persona) y carrito de la compra (dato que aun dice menos). Puede que dentro se le esté descongelando la panga, puede que no.

            Por supuesto la pasan antes, que en este país siempre ha estado muy mirado lo del “oiga, que yo he llegado antes que ese señor”. Dentro no la tienen mucho rato. Sale contenta. Hay un entreacto de unos diez minutos en el que se escucha perfectamente hablar al entrevistador, por teléfono dada la falta de interlocutor físico, de ir a cenar no sé dónde. Se abre la puerta al fin. Aurelio Memelo pasa y se sienta sin que la  inviten en una de las sillas frente al escritorio del profesor. Reciclando todo el mobiliario, con ese verde y su resistencia al trote de todo: la mesa del maestro, las sillas del otro lado que son de alumnos, la pizarra, las estanterías, los corchos… la entrevista comienza rellenando un formulario sobre los logros académicos y laborales de nuestra interesada (poca cosa que se pueda escribir). Después le explican que  el papel es el treinta por ciento de la nota sobre la que se baremará quién pasa y quién no. El setenta restante corresponde al coloquio que debe mantener a continuación con el figura. Se ponen a ello y es una pavada. Por lo menos también es breve. En la despedida el amigo le informa que no debe hacerse muchas ilusiones porque no está dentro de las categorías de marginalidad, o de sus bordes, que más puntúan y a las que está dirigido el programa de reinserción que paga el curso. ¡Copón que de burocracia y recovecos! Por lo que parece, piensa Horrora butrón, solamente los pobres tienen boca. Bueno, los pobres oficiales y de las estadísticas guay, porque ella es pobre y parece que no la tiene. Sale cómo y por donde ha entrado. Ha perdido una mañana. Se para en la puerta de la escuela un segundo decidiendo en que pasar el rato hasta lo hora de comer y en si después habrá siesta o no (que la habrá, no se puede luchar contra el instinto). En esto el entrevistador sale a fumarse un cigarrillo. No tiene mechero y le pide fuego a Aurelio Memelo. Este, por desgracia, tampoco tiene.

domingo, 2 de diciembre de 2012

El curso de limpieza (selección) I



            Horrora Butrón, nuestra querida Horrora Butrón,  se levanta un buen día de la cama, tarde por supuesto que el sueño es una terapia de belleza, antivejez y una fantástica costumbre. Se da de bruces con una carta del servicio público de empleo autonómico. ¿No sería más acertado llamarlo de desempleo teniendo en cuenta que trata a desempleados? En fin, cosas de la semántica, sus misterios y sus dogmas. En ella, se le notifica que ha sido preseleccionada para un curso de limpieza profesional subvencionado por la diputación con el que se pretende reinsertarla. Antes de seguir más adelante, se debe aclarar que Aurelio Memelo es oficialmente un parado más. De hecho, es uno de larga duración, de larguísima duración, de salto de mata y patrocinio social a veces. Aurelio Memelo y Horrora Butrón, ya lo hemos explicado en previas aventuras, son dos personas fiscales y artísticas diferentes, la segunda incluso no existe para el derecho civil, mercantil, económico, procesal y hasta canónico. Lo que hace todas las noches con su arte, que está muy mal pagado y peor sindicado (tiene un convenio lamentable e unipersonal que solamente le atañe, como trabajadora, a ella) es ilegal, sin cotización y en B. pero no nos vamos a tirar de los pelos porque la pobrecita haga estas pequeñas fullerías con todos (más que “con”, “a”, porque el mantra dice que el fisco somos todos, de la proporción de cada uno en ese total no se especifica). Ya estamos acostumbrados, ¿O no? A esos pecadillos veniales de la gente. Aurelio Memelo no es, ni por mucho, un capeón en esta materia del desfalco y la trampa y así lo han citado para la preselección de un curso de limpieza. La teoría dice que ese curso con diploma, firmado al final y clases teorico-practicas, hará que adquiera una formación especcifica para acceder sobradamente preparado al mundo laboral de la limpieza profesional de superficies y mobiliarios (pomposo nombre del curso). Un mundo, casi una panacea, lleno de oportunidades, de puestos vacantes, falto de intrusismo y de ñapa y olé. Aurelio Memelo sabe, que además de una línea más en el currículum y los trescientos que le van a dar cada uno del par de meses que dura, no va a sacar una caca.

            Y hablando de currículums, esa hoja con sus datos personales, una foto y poco más; el que se enterase del curso y solicitase formar parte viene relacionado. Durante todo el mes pasado Horrora butrón debió acudir, y lo hizo muy limpia, vestida y arreglada para no perder la antigüedad, semanalmente a una cita con un asesor de búsqueda de trabajo,  un entrenador del lumpen. Allí la educaron en las nociones básicas de cómo encontrar tan preciado tesoro, usar la red para optimizar la búsqueda y posibilidades, la hicieron un currículum con formato europeo (que ahora estaba, impreso y olvidado, por ahí), la enseñaron a superar con éxito una entrevista (¿De la tele? No, de una empresa) y se la orientó en la cantidad de oferta de formación pública, gratuita y becada (de tener una beca, no del pájaro) que por el mundo pasea esperando, cual Rumi de perfil bajo y acera, que al quien se beneficie de ella o se la beneficien. Tanto monta… ese día, el de la formación y como mejorarla hasta lo superlativo y más allá le hablaron del curso y se apunto. Si la llamaban sería una mañana pudiendo matar la mañana y cincuenta mil por mes cuando se lo pagasen. Un pellizquito, muy pequeño, que amarga menos que una leche y es más difícil de encontrar que ésta. Por intentarlo. De lo que no dijo ni mu la funcionaria, porque funcionaria era su monitora, muy moderna, muy como debe ser, muy igualdad y autoestima (soniquete de la moto institucional) y con mucha prisa todas las veces por empezar con el descanso del mediodía; era que el curre, aquí, para otro, que en la Eritrea que nos tocó al nace res más útil tener un cuñado que una carrera, que en el puesto para el que iba a aprender antes contratarían para desgravar a cualquier miembro de cualquier colectivo en el que nunca estás y que te vas a tener que partir la cara siempre con gente más joven, más preparada, más guapa  y más todo por los mismos puestos de mierda. La base de la pirámide alimenticia del trabajo (en la cual, al menos en este país, la cima la ocupan los necrófagos, los gusanos de los cadáveres y las alimañas. No los súper depredadores. Darwin, explícate eso). No se lo dijo, no. A ella no la pagaban para eso. Ya había justificado el sueldo y no cobraba por objetivos cumplidos. Además, Santa rita, rita, rita, a ella no la podía echar nadie. Y no hacia falta que lo dijera. Todo eso, que era la puta verdad, Horrora Butrón ya lo traía sabido de casa.

domingo, 25 de noviembre de 2012

Tardes de plan II



Podría hacerlo, pensar todo el tiempo en eso, en ti y en mi pegando un recorrido novelado y comentado por la intersección de áreas poligonales de vida que hemos tenido (y estamos teniendo todavía hoy, en esta terraza) en común. Para agarrarme al consuelo de que la idea que de ti tengo es mejor que tú misma. Eso o la peor idea de que esto se va a acabar y no hay posibilidad de éxito, no en nuestro tipo de velocidad vital. Es más fácil, mucho más ¡Donde va a parar! arrancarle las etiquetas al botellín, hacer pelotitas de papel con los pedazos y echarlos al cenicero. Desconecto diciéndome a mi mismo “eso es que no follas”. Te miro. No, no es eso, es un quehacer. Es bastante. Doy un trago.

Ahora te bebes lo que has pedido mezclando el uso de pajita y cucharilla de tallo largo. Muy empalagada y con mucho coco y mucha gula. Te digo cosas, entre viaje y viaje de lo mío. Cosas que no van a ningún lado, conversaciones de ascensor. Pero me pareces hermosa, y es bastante. Me reprimo de contártelo porque no está bien. También lo hago para que el día en que se acabe el habértelo dicho no sea una de las cosas que me duela. Porque sé que te diré que no puedo más, y sé que será definitivo porque me agarraré a una falsa sensación de orgullo hasta el final. Espero tener al menos un punto de liberación, de alivio. La mayoría de veces no pasa ni eso. Lo haces por salvarte, porque no te queda otro remedio, y encima te sientes como una mierda intentando dormitar en la oscuridad de la primera noche con el estómago revuelto, pidiendo a gritos alguien con quien hablar.

Me empiezo a aburrir: de estar aquí, de todo, de verte, de pelear sabiendo que voy a perder por los árbitros ¿Dónde puede quedar un refugio para héroes clásicos? ¿Dónde se puede meter Eneas cuando lo dejan en una gasolinera al principio de las vacaciones de verano? Un sitio románticamente duro, humanizado en lo bueno y en lo malo, donde poder estar solo. Lo tuyo, lo que andas bebiendo, va para rato porque no lo has bajado siquiera un par de centímetros y te vuelves a enredar con el móvil. Ha sonado polifónico (no sé muy bien si el palabro está en uso o no todavía) y, sin importante ni mucho ni poco que esté aquí, has contestado y te pones a hablar. Tampoco es que me importe. Me da un minutito de tregua en el que, por oficio, me miras de vez en cuando y me sonríes pidiendo perdón en mímica. Un perdón que no significa nada tampoco. Hoy nada significa nada. Tu conversación no es importante, aunque cuando acabes me la vistas de torero en la versión para idiotas que me harás entonces. Así pues, me relajo por primera vez. Embosco al camarero cuando pasa cerca y le pito otra. Mientras viene me desparramo en la silla metálica y pego un trescientos sesenta.

No hay nada especial en la calle, no hay nada especial en ningún sitio. El tiempo va pasando. Acabas de hablar con el móvil. Tal y como pensaba me lo cuentas y es una basura. Le arranco las etiquetas a la segunda cerveza lo mismo que a la primera. Tú sigues con lo tuyo y llega un momento en que te rindes y dejas algo menos de la mitad. Pido la cuenta que, también como me suponía, es escandalosa. La pago y cuando vuelven las vueltas no dejo propina (que no soy un saudí). Creo ver en tu perfección un qué de desprecio a mi tacañería, pero no me importa. Nos levantamos y echamos a andar. En un momento te cojo de la mano. Te beso. Me respondes lo suficiente. Aparto la cabeza y mirándote fijo sonrío ladeando el melón en algo que es franco, sincero y (aunque aquí suene como una mierda) puro.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Tardes de plan I



“La clave de mi felicidad está en dar un paseo, ir al bosque, comer un helado. Cosas que puedo hacer sin necesidad de nadie más. Así no dependo de otros para estar bien” ¡Claro que sí! Es una perla de filosofía de espalda de camiseta, preciosa, algo larga para una galleta de la suerte o un status de red social. Eso si, cuando el helado te abrace con toda el alma, te diga lo que quieres oír (o aquello que no quieres y te echa para arriba) o te sorprenda con algo estúpido y maravilloso después de otro día de mierda; por favor, me mandas un sms. Es muy bonito, y muy espiritual. Quizá debería pasarte el test de la petarda ¿Qué opinas de los Beatles y Cortazar?

No se puede luchar contra años de educación no académica, de adiestramiento y de corrección política. A los dos nos contaron que éramos especiales (tú más, por eso de tu género), que todo iría bien y los dibujos animados a mi me pintaban bastos en que mi redención vendría sacrificándome devoto y fiel por alguna como tú. Después los animalitos parlantes y graciosos (para mi tienen más chispa los graciosos de Lope) se cantan la última muy romántica y sentimental y fundido a negro. Tú solo tenías que esperar haciendo lo que te diera la gana mientras me cargo al dragón y las paso putas de todos los colores porque mereces la pena, eres la princesa encantada. Yo puedo quedarme en sapo después del primer beso y, en ese caso, con tirarme otra vez a la charca tienes bastante.

Es que somos de nihilistas. Está de moda, creo, porque nos hemos existencializado y porque ese consumo, que adoramos lascivos en secreto (por fuera somos de despellejarlo porque no llega a los pobrecitos de las selvas), nos ha producido una anomia de tres pares ¿Y es que qué podías hacer si has nacido para triunfar, para el si siempre y eres perfecta, nadie te puede decir nada y el egoísmo más anti-empático es el valor humano más importante que se espera de ti y se te aplaude? Eres, mirando la pantalla del móvil tres veces por minuto, muy así y muy Carpe Diem. Nada te perturba y nada te importa. Solo el disfrute de tu persona como centro. Por eso estoy hasta los cojones. Por eso aguanto como puedo. Porque me da miedo las consecuencias del adiós, el cicatrizar, principalmente. Porque pavlovianamente también creo que eres una princesa y que no puedo hacer nada que te siente mal. Sería, en mis posteriores procesos de evaluación y examen de conciencia, peor que perpetrar el exterminio salvaje de un poblado de famélicos negritos allí donde el Sahara pierde su nombre.

El camarero trae las cosas: mi tercio y ¿Lo tuyo? Es como un batido, o chocolate, o algo así. Con chorretón de nata encima, barquillo clavado en ésta, dos pajitas, copa de cristal con ondas y volutas ¡No le falta complemento! Y podría decirse que es uno más de los tuyos tan conjuntada intentando no parecerlo. El precio será escandaloso y lo disfrutaré cuando se te pase la liberalización y yo apoquine, porque soy así de tolai, honestamente contento. Los coches pasan muy cerca, huele mal a calle calurosa, con el ruido no te oigo un carajo (no habrá mucho que oír, ni contestar, tampoco; no te apures), y la acera está atestada de gente que pasa estropeando el espacio de confort. Un mendigo da por el culo, en orden, a todas las mesas hasta llegar a nosotros “Soy serotoxicoblablabla…” ¡Enhorabuena! Yo quiero (eso parece) a esta tía. Cada cual tiene sus desgracias. Ni le miras porque sigues con el móvil. Yo tampoco digo nada, como si nuestro silencio, rigidez y ausencia de contacto ocular nos escondiese de él. El encanto de las terrazas. No me gustan. Me siento como desnudo en un interrogatorio, con todo expuesto a una calle hostil que sigue oliendo mal. Pero a ti te apasionan porque te empapas de humanidad y realismo. Yo no, puede que sea una mala persona y por eso me pase.

Ahora podría alargarme en como nos conocimos. En si tuvo algo de película, o no, o las dos cosas. En si llovía, había estrellas o pasaba el camión de la basura estrambótico y pegando pitidos con cada maniobra. En el paso a paso. En cómo me di cuenta de que podías darme un segundito de ti ese día. En cómo te diste cuenta de que yo no era, ni soy, para nada importante, puede que ese día también. En que te da lo mismo todo y a mi cada vez menos. En el declive de tu interés (pasada la moda). En el sacrificio cada vez mayor que debo hacer para mantener tu atención, como un chiquillo malcriado que se aburre a los dos minutos y para el que cada vez el juguete tiene que ser más caro. En los cada vez más frecuentes malos momentos que me ponen un poquito más cerca del adiós definitivo, cuando me decida a dar el salto y a ti te dure la pena unos quince segundos hasta que la alegría por desprenderte de mi, trasto al contenedor, eclosione sin que te importe nada más que el hedonismo inmediato; sin que te dejes tocar por cualquier sentimiento de reflexión o nostalgia. Eso no es para ti. No hay un mañana, no hay un ayer y el ahora no significa realmente nada. La posteridad y el karma son inventos para los pobres y los feos. Realmente no significa nada, repito, dentro de veinte millones de años los segundos seguirán pasando y nosotros no seremos. Por lo que puede que sea lo mejor lo que tú haces. Me estoy poniendo filósofo de baratillo y rebajas ¿pongo cara de estar oliendo un pedo anónimo para parecer más profundo o sería rizar el rizo?

domingo, 11 de noviembre de 2012

El ladrón de leche III



            Y como no tenía que hacer (mis multiamigos de las redes sociales me gustaban porque estaban callados y como ausentes ¡Qué poético!) me dediqué al sano oficio de cultivar mi conocimiento friki con cosas inútiles. Por eso me puse a la biografía wikipédica de uno de esos escritores que me gustaría (dando el cojón derecho  por ello y todas las cosas requeridas) ser alguna vez y que solo pasará en alguna dimensión paralela o mundo de yupi. Del colega me sé toda su vida ya, pero engancho en enlaces azules a más saber. Otros estilos, más escritores, incluso editores a los que se le apareció la virgen y lo petaron porque consiguieron para su cuadra un campeón. Con todo eso acabo parando en John Fante y me llama la atención. De ahí pasé, una vez que había visto que tenía que leer de ese tío, a buscar algo que descargar suyo. Por supuesto era “Pregúntale al polvo”, que es bastante más fácil encontrar lo más conocido de uno que versiones y rarezas. El precio en librerías, al menos en librerías en la red y descontando gastos de envío, eran unos doce. Estaba bien, asequible, y me importaría una mierda dedicar ese porcentaje de mis bienes a conseguirme uno. Pero es lo que comentaba de los pueblos, siempre una pregunta, esta vez dónde. Por suerte lo encontré en un pdf y se vino a mi escritorio. Lo empecé y con el ansia del principio le metí un buen arreón. Llegó la hora en que tenía que vestirme para ir a la autoescuela. Como siempre puse todas las cosas a llevar en orden encima de la cama, muy obsesivo compulsivo. Después me las puse, me eche de la colonia barata (días de diario) y a esperar a que alguien viniese y me llevase. Es malo hacer representaciones mentales de lo que te puede pasar en una hipotética situación futura. Especialmente si te pones en todo lo malo, que por otro lado suele ser lo que acaba pasando. Por eso, y porque soy un cobarde al que le amedrenta todo lo que no sale bien y genera algún tipo de conflicto o enfrentamiento, para cuando salí para allá estaba completamente acojonado, puesto en lo peor, triste, desmotivado.

            Allí fue la primera vez que todo tuvo cierto orden. Por lo menos la de la oficina estaba, y por estar hasta estaba con mis papeles. Pregunté que si era posible examinarme el miércoles y fue que no, pero la solución era posponerlo un par de semanas. Bueno, tanto daba. Por lo menos firmé algunas cosas y pagué, que me han enseñado a ser buen pagador en un mundo lleno de hijos de puta (¡Toma carencia educativa!). Y con el consuelo del que saca perder por puntos en un combate en el que le tendrían que haber volado la puta cabeza al cuarto asalto, me volví para casa. Al llegar revisé el recibo de la autoescuela, no fuera a ser. Puede que fuese todo lo útil (¿?) que hice.

            Después seguí leyendo hasta la hora de cenar, y haciendo el imbécil en Internet. Nada, lo de siempre, tiempo que se pierde, relleno de una vida, anomia. Una vez cenado vi la tele, por eso de que hay que sostener el prime time de las cadenas con gratitud en forma de audiencia. Era una serie histórica con mucho cliché que, si no la viese por la tele, ni me molestaría ni en descargar. Otra cosa más para matar una hora y pico. Aburrido apagué y me fui a la cama, o a la habitación. Me volví a poner a leer. El libro me gustaba, aunque con el puntito de que podía llegar a algo más.  Como si lo hubiese escrito un criajo que, con más vida y más mierda de vida, pudiese ser cojonudo. Arturo Bandini... Le pagan ciento y pico por un relato (que es una carta reciclada con mucho delirio) y se pone a escribir uno que se llama el ladrón de leche sobre el drama moral de robar un par de litros al lechero (suena porno). No lo entiendo, puede que porque la ética se me perdiese hace mucho en medio de la miseria. Yo vendería todo lo que he escrito por la puta mitad de eso. De todo ello se me puso el cuerpo de escribir, así que tiré dos párrafos penosos y me metí en el catre. Otro lunes, la gestación de las grandes epopeyas. Mierda, solo eso, mierda.

domingo, 4 de noviembre de 2012

El ladrón de leche II



           Después de eso me levanté para comer. Ya mejor, más sereno, tomándomelo con una calma negra que no servía. Como no había otra cosa que hacer me conecté. En Internet lo de todos los días, pasar el tiempo, leer tonterías, deprimirme mirando por la ventana en otro rato que se marchaba inútil mientras se va poniendo oscuro. Como inútil se me ponía la puta vida allí, último sitio de refugio, tumba casi. Otra tarde más criando la sensación estomacal de depresión y asco, ese pensamiento recurrente de incompetencia, de falta de oportunidad y de incapacidad para hacer nada remunerado y categorizado. ¿Dónde pedir un trabajo? ¿Dónde romper la cadena de “no lo tienes porque no tienes experiencia y no la consigues porque no encuentras uno”? Plantéate qué sabes hacer verdaderamente útil, para qué poder servir, dónde encontrar el derecho a sostenerte un mes tras otro. Pero en los pueblos no hay de eso, no hay ocasiones, no hay donde buscar, no hay nada, es vacío. En una ciudad se pueden buscar empresas, cursos para hacer, cosas que intentar; al menos mirar por la ventana y ver vida. En doscientos habitantes hay lo que hay. Vivir en un puto desierto donde, para aquello más tonto, se tienen que recorrer kilómetros en coches que nunca tendré. Y una vez recorridos, acceder a servicios de baja, pésima calidad. Un ejemplo, lo que tendría que hacer esa tarde: ir a reclamar a una autoescuela, en el pueblo de al lado, la única cerca (muy monopólica y con una profesionalidad muy a lo cuerno de África) si me tenían preparados los papeles para poder examinarme del examen teórico de la licencia de camión. Había ido unas seis veces. De ellas hasta la tercera no me dijeron el precio, otro par de ellas no tenían abierto el local siquiera, en todas no estaba el que solía llevar la oficina y en las primeras me mintieron un poco por medio de su jodida boca sobre cosas que se podían hacer, plazos... Así, me había preparado el examen a baquetazos, yo solito en casa (que los pagabas trescientos para que te presentasen nada más, no vallamos a pensar); había obtenido el permiso psicofísico para ser evaluado (pagando también ese examen exhaustivo y completo con preguntas sobre mi vida y milagros “¿Bebes? Claro que sí, señora, todos los días como un cosaco, apúntelo usted en el informe por favor” bien contrastados) y lo había dejado en la oficina a alguien que no tenía puta idea de nada el día preciso para poder hacerlo ese miércoles, último día oficial de examen del mes. Todo ello para abrir una puerta, otro título, habilitación, licencia… Un par de líneas en el currículum que, como todas las demás, nadie se leería nunca. Pero me decía, por no dejarme caer hasta el fondo “levántate y pelea”. Que días más preciosos para perder una vez más. Se me va el cuento, vuelvo a centrarme en la autoescuela. Debía ir a preguntar como estaba lo mío, si tenía o no examen o, siquiera, si les habían entregado el papel con el reconocimiento médico. Pero eso viene más tarde, por el momento me estaba, otra vez, amargando y deprimiendo delante de la pantalla con cara de perro apaleado y hambre de ansiedad.

domingo, 28 de octubre de 2012

El ladrón de leche I




            ¡Joder si era manera de empezar una semana! En primer lugar la hora del papel, citación, estaba mal. El que la había entregado emplazaba para una hora antes. Eso significaba que, conociendo el percal, tendríamos que esperar por lo menos veinte minutos para hacer la pavada. De la pavada en sí no tenía experiencia previa. Podría ser una entrevista formal y corriente o una gillipollez de las de siempre en la que algún jeta, también de los de siempre, que sacase buena tajada del negocio, nos diera vaselina en el ojal antes de clavar. Por suerte ya no tenía ni esperanza, ni nada del estilo. Nec spe, nec metu. Así que ir o no, tenía que hacerlo para que no me quitasen la antigüedad como desempleado, me daba un poco lo mismo. Tampoco confiaba en que mi perfil educativo, laboral… me colocase como óptimo para el puesto de trabajo ofertado. Curre que no valía una mierda, por mucho que la vistiesen de lo que les saliese de ahí mismo. Solamente era una subvencionada y publica oferta de una media jornada, partida (o cómo hacer que con cuatro horas se joda un día entero) por trescientos al mes. Eso sí, tenía mucho nombre y poco lustre: “Monitor de gestión de eventos culturales…”. La realidad, más prosaica, pragmática y puta era “chico de los recados del ayuntamiento por la mañana y por la tarde bibliotecario de biblioteca rural”. Así invertía mi país en una gente y en un futuro que se marchaba a tomar por el culo, como a tomar por el culo se marchaba todo aquel que se podía ir fuera, quedándose, igual que en la nebulosa líquida interior de un condón usado, lo mejor, más granado y más florido del lugar. Eso justo en la temporada en que, vuelto de recorrer mundos, me pasaba el tiempo diciendo (ante cada estupidez, cara estupidez, pública que veía; o ante cada informativo televisivo largo, lleno de idioteces y España negra a los que en mi casa eran adictos porque hay que vivir informado aunque a ti de una guerra civil, allá donde el profeta perdió las chanclas, te toque en tu microeconomía y micro existir un cojón de mico) “¡Y así, amigos, es como el país murió de imbecilidad!”. Algo muy retrogrado, puede, pero es que la modernez no me llenaba el buche. Que coincidencias tiene el mundo, y que bien traído que está todo.

            En la puerta del salón de actos me estaba muriendo del asco. Nos estábamos juntando muchas personas entre los que iban para cada uno de los tres puestos (limpieza, factotum y bibliotecario) y los que iban a gestiones increíblemente interesantes como “¡Que no me pasan a recoger la basura y yo pago!” (que exigentes  y catetos nos ponemos cuando queremos, habría que predicar más la teoría del “no le toques los huevos al camarero, es el paisano que maneja tu comida”). Yo estaba hecho mierda, ya lo he dicho, como con resaca. Aun no había arrancado (me había levantado menos de una hora antes de la cama y de un sueño maravilloso dónde todo era analgésico, irreal y cárnico) y eso se me agarraba en los ojos, por los que seguía sin enfocar; y el estómago, revuelto como el infierno y sacando de lo más hondo un olor fétido a aliento de dragón que me salía como mal aliento. Los jerifaltes y alta cúpula distinguida de la política y administración local: alcaldesa, tenienta alcaldesa y una concejala (poder fáctico en la sombra, que maquiavélico y renacentista que, mediando incompetencias personales, queda esto). Esta última también venía para el mismo puesto que yo, se pone muy nepótico cuando quiere el servicio público de empleo.

            Mandaron llamar a las de la limpieza, todas mujeres, un dato que demuestra que los hombres vivimos del aire y no tenemos boca. Despacharon en cinco minutos. Llamaron a los factotum, esta vez más variado aunque, ojo que va spoiler, acabo yendo para otra mujer. En ese intervalo deduje sagaz de mí que no harían mucha entrevista, ni proceso selectivo, ni nada de nada, a esos ritmos. Tocó el turno y acabé sentado en primera fila, cosa que odio porque la vanguardia se lleva la hostia siempre. El mecanismo fue sencillo. Una de las dos dirigentas del villorrio dijo algo muy inconexo y primitivo sobre puesto y bibliotecario. La alcaldesa dijo condiciones salariales (medio salario mínimo interprofesional, y eso que pedían universitarios para el puesto ¡Yo de mayor quiero ser camarero en Dubai!). Y la encubierta, por lustrar el mondongo, se arrancó por formalidades de planes de empleo y coños morenos que no le fueron muy lejos porque todo el mundo la miró un poco mal. Que el personal podrá ser puto, pero no tonto. Siguieron para bingo: nombraron al primero de la lista (cuyo principal mérito deduzco que era un apellido que empezaba por B), este dijo que si y cada mochuelo a su olivo. Total unos cuantos minutos y una mañana, en la que de todas formas tampoco hubiese hecho nada especial de no haber tenido que ir a la monserga, por el váter abajo. Camino a casa me di cuenta que en todo el, poco, tiempo no había dicho ni una palabra. Mira, así solamente me tomarían por raro y tonto. Otra cosa más en la existencia que me la trae al fresco del alba y su lucero. En el hogar tenía la cama desecha. Aunque intenté aguantar despierto por mantener un último resquicio de dignidad y no acabar de convertirme en un animal,  me quité los pantalones y me metí dentro. Estaba fría y todo el REM del que disfruté entonces fue extraño, rápido, violento, paranoico. Los lunes y su promesa de futuro encubierto en una semana que empieza y que, como siempre, será para nada.

domingo, 21 de octubre de 2012

El rentable negocio de ser un bastardo III


            No sé muy bien porqué pero el jefe, puede que por el estrés de ser un incompetente al que todo le viene grande, puede que porque le estuviese por venir el periodo; esa semana estaba especialmente mezquino. Las cosas las iba a comprar a un supermercado veinticuatro horas que a partir de las diez ponía a precio de saldo todo aquello a lo que empezaba a pillar el toro del tiempo. Por lo que se hacía una economía. Una magnifica economía que podría llegar a suponer menos de cinco euros al día, pero en esas miserias andábamos. Y cada remesa de yogures, leche o fruta, andaba más al borde, por no decir que algunos de ellos lo habían pasado ya, que otra cosa. Pero a mi me daba lo mismo. No era para mí y lo que de todo eso me acercaba al hocico no me llegó a hacer nada a la canal maestra. En efecto, se me estaban contagiando mañas y los más y los menos días algún yogurcito me apañaba, que andaba bajo de calcio. Pero intentaba echar una mano, por compensar.  Bueno no, por compensar no, echaba una mano por hacer algo y porque a la que le había tocado la china de comerse los recreos-refrigerios era colega, y siempre fue de vestirse por los pies hacer un quite a tiempo. 

            A partir del tercer día, y puesto que todos en la empresa metían mano al descontrol de cantidades (a todo el mundo le venía bien un desayuno gratis o algo de fruta para los chiquillos en casa…) el mastuerzo empezó a preocuparse por las raciones. Y entonces se disparó la miseria, el asco y la indignidad. La directriz era sencilla, racanear al extremo. Los cestillos a la mitad y para el zumo y la leche. ¿Qué decir? El agua siempre fue más barata. Los zumos, y la leche, eran de oferta, de marca blanca y de todo lo posible para hacerlos baratos. Pues tuvimos que cristianar unos cuantos. Por supuesto el jefe quería todo esto en secreto, y que nadie viese el cuadro de Goya que es echarle agua a una leche cuyo porcentaje de nata es algo así como el uno y medio por ciento. Eso si, un detallito, el agua no podía ser del grifo, al menos la del zumo. Tenía que ser agüita con gas (en el terruño se consumía mucho) ¡Que manera más apañada de hacer refrescos artesanos!

            La de turno y yo estábamos preparando el de las tres de la tarde: calentando el agua, mediando los cestillos y cogiendo algo para casa. Llegó el turno del bautizo. El plan era que yo diese el agua (sentido vigilar que nadie viese el cromo) y la otra la ponía. Bien, en ese momento, cosas de que la gente bebe mucho, no había más en la cocina porque otra de las medidas era tener en custodia los consumibles en la oficina, dónde había más control y se choraba menos, teóricamente. Fui a por las botellas y cuando abrí la puerta me llevé un susto cojonudo. Allí. Todo lo largo que era, tirado en un sofá, estaba el jefe durmiendo, echado la siesta, tan tranquilo, con la puerta abierta. El tío ni se inmutó, pasé, cogí las botellas.

            El cuadro era vergonzoso y vergonzante. Era como un vagabundo tendido, con su ropa cutre, su sobrepeso, resoplando, en el sofá viejo y rajado. Además saberle rico, con su casa, con miles de sitios y posibilidades para dormir, lo hacía más suculento. Era  un flash surrealista para todo el que entrase, algo que lo retrataba como el animal que era. Lo miré un segundo antes de salir. Lo peor de todo era que emanaba un tipo de paz, de satisfacción, incluso de felicidad. Me dio, una ver más, otro día más, asco. También, por primera vez, envidia. Alguien tan miserable de echarle agua al zumo de oferta del súper para ahorrar ¿Cuánto? Medio euro al día, era un tío realizado, era un hijo de puta feliz. Como cantaba mi abuela “¡Como está el mundo que barbaridad!...”.

domingo, 14 de octubre de 2012

El rentable negocio de ser un bastardo II




            Conviví con semejante esperpento todo un año. Convivir es una manera de decirlo. Yo trabajaba, o algo por el estilo, para él. En su país todavía estaban en ese feliz periodo en el que la Unión Europea manda dinero a mansalva y no pregunta mucho. El se agarraba a todo. Yo era parte de una subvención que le salía muy, pero que muy, bien. Al amigo de los niños se le regalaba, por un lado, un currela, un factotum que, aunque no entendiese mucho del idioma, podía poner a trabajar en cualquier despropósito; por el otro se le daba un dinero para mantenerlo, alojarlo… del que se cogía un pellizquín en, por ejemplo, alquilarnos una casa que era suya o cuadrando los números a final de mes un poco imaginativamente. Le llegamos a hacer cuentas de por cuanto salíamos, que éramos una media docena larga. Ahora no me acuerdo bien de la cifra exacta pero era rentable ¡Y tanto que si! Por eso, lo de aguantarlo todo un año me refiero, lo llegué a conocer tan bien, a sufrir tan bien. Lo peor, que me regalaba el derecho a la vida cada momento, como jefe omnipotente. Pero es que se creía un padre con nosotros. Le interesaba bastante tener ese cuento para sacarnos la piel a tiras y entrometerse hasta en como debíamos vivir fuera del trabajo, sin intimidad, sin derechos, sin nada de nada. Él era así.

            Ese día, y toda esa semana, teníamos un evento especial. En el hostal mochilero que entre otros negocietes regentaba, había una suerte de curso de verano para geólogos. Dormían en las barracas, digo habitaciones, y tenían clases súper entretenidas sobre piedras y otros coñazos. En el durante, los teníamos que poner de desayunar, un tentempié en los recreos y, los que de nosotros vivían en el chiringuito, soportarles los pedetes de por las noches y el jolgorio geólogo, que puede ser mejorable (también, por definición, empeorable). Ese lunes el fulano había hecho partición de trabajos y, como no llegaba a saber nunca dónde tenía la mano derecha, había puesto a las tías a los quehaceres domésticos y a los tíos a matarlas por ahí (luego dicen de Irán… cuanta feminista disfrutaría un huevo de Centroeuropa, allí dónde el telón de acero pasa, o pasaba, de la cara a la cruz).

            La consigna del servicio doméstico estaba más o menos clara. La de lo mío también y por eso lo despachaba cada día bastante rápido. Después no me importaba echar una mano a las tareas de los demás. Eso incluía las de las tías y, que yo sepa y contradiciendo las creencias populares del lugar, no se me cayó nada por fregar y poner cacharros. En el recreo de las diez de la mañana, también en el de las tres de la tarde, había que llenar una mesa con algo de fruta, un cestillo con galletas y cosas dulces, otro con snacks salados, dos jarras de diferentes zumos, una de leche, unas cinco metálicas con agua caliente, varios tipos de te, un bote de café instantáneo y todo el atrezzo de vasos, tazas, platos, cucharillas etc… Eso se dejaba expuesto una media hora en la que los geólogos le arreaban a discreción. Una vez vueltos a clase, se recogía, se fregaban los cacharros, se secaban y se ordenaban para la vez siguiente. Bastante sencillo.

domingo, 7 de octubre de 2012

El rentable negocio de ser un bastardo I




           Debería dar las gracias a la moral americana nutrida de la ultra ortodoxia cristiana. También debería dar las gracias al dominio que su industria cinematográfica ejerce sobre el mundo entero. Por ultimo acordarme también de mis padres, que tuvieron la delicadeza de amaestrarme para el ser y estar de aquella manera. Fueron muchos años de todo eso, metiendo en mi cabecita que el bien triunfa siempre, que el mal tiene su castigo y que no se puede (nadie se molestó en explicarme tampoco que poder, lo que no se puede, es volar por uno mismo o respirar debajo del agua de manera autónoma; el resto de cosas que no son como esas, se pueden ¡Vaya que si!) ser sino honesto, honrado, recto. Y tiene guasa, porque no funciona. Para cuando te das de morros con la vida, la parte cruda, es tarde y cuesta un Potosí primero entenderlo y, después, cambiar.

            Él era una mala persona, una de las peores que he llegado a conocer en mi vida. He conocido gente estúpida, gente malvada, gente mezquina, gente mentirosa, gente cobarde, gente infame, gente maleducada, gente orgullosa de ser inculta… el problema del colega es que lo tenía todo. Era un cúmulo, un crisol donde se habían fundido todas las malas características que denigran el autorretrato favorecido que el ser humano se lleva haciendo desde que pintó una estampa al primer héroe clásico. No me extenderé en ejemplos, mejor reflejo de lo que el alma de uno lleva puesto, porque daría para un novelón, una saga (que están de moda, aunque no sea de vampiros ni heroínas del estrógeno) y no procede. Es lo dicho, era la peor persona que había conocido, un desgraciado, un mierda.  Si lo hubiese encontrado en un arrollo, en un albañal, en la más profunda derrota, pagando por existir… no hubiese habido ningún problema, pero es que yo me lo encontré petándolo. Vareaba plata, tenía varías empresas, trincaba (con su genotipo no podía ser de otro modo) a espuertas y se paseaba por la vida y la calle en sus coches (que no cuidaba para nada y estaban de desguace), con su uniforme  pantalón corto, camiseta apañada de la empresa y gorra de mendigo. Era napoleón revisando tropas, era satisfacción, presunción, era éxito. Los yuppies de cuando yo era un chiquillo gastaban gomina y trajes a medida, ya no hacía falta ni eso. Ultimo dato, creía en dios, lo que ya es creer en algo, y por eso se suponía (mucho suponer) mejor persona. No se daba cuenta de que si el rol master realmente seguía las reglas que nos decían que había decretado para la partida, a él le iba a ir muy mala. Pero es una pavada, es el consuelo de justicia del que no se atreve a hacerla por si mismo, la justicia o la injusticia. El se atrevía a lo segundo y, siendo lo peor que se puede ser, le funcionaba a las mil maravillas.

domingo, 30 de septiembre de 2012

Fugas II



         Se empezó con gilipolleces, cosas muy manidas y trilladas que en las ciudades se suelen hablar en los ascensores, pero en los pueblos de mierda no hay de eso. Vimos los perros chicos, que seguían a su aire sin hacer nada, perezosos y gordos en un cesto acolchado con trapos y, a lo tonto a lo tonto, el tema degeneró en las celebres y sonadas fugas del pueblo tiempo atrás. Un tiempo tenebroso y maldito dónde la juventud cateta no tenía ni televisión, donde no había low cost y la gente estaba mucho más aburrida y traumatizada que ahora. La idiosincrasia del pueblo entonces, y ahora también, aunque solo para los viejos tiránicos que subyugaban a hijos amedrentados que a su vez ya empezaban a ser abuelos; mandaba una jerarquía de mujeres torturadoras, hombres animalizados que solamente valían para beber y para trabajar, ambas cosas como animales, y relaciones familiares enfermizas y malsanas, en clan uniendo todo el pueblo en lazos, basadas en una autoridad total e indiscutible con esas sus leyes y ese su honor tan primitivos que, durante tantísimos años, destrozaron personas y personas.

         La primera que contó fue la suya propia, o de cómo un adolescente se puede hartar de una situación en la que se es hombre para destrozarte por un jornal como una bestia y chiquillo para tener y administrar ese jornal. También que las tormentas cogen a la gente y de que hacen falta muchos huevos para cruzarse el país haciendo autostop, con nada en el bolsillo, en una romería de cuatro días para acabar en frente de un familiar que no te reconoce y al que te has encontrado en la gran ciudad por un calendario de bolsillo de un bar cercano a su casa (de señoritas en tetas) que alguien te trajera un par de años atrás. La historia tenía gracia, y era de muchos huebos. Lo más definitorio del tiempo y lugar fue lo que nos contó que había sido la reacción de su madre. Primeras palabras por telefono (de los que había que pedir conferencia con tal sitio señorita, por favor, en el teléfono público de la aldea): “¡Lo que van a decir en el pueblo!”.

         Las siguientes que nos contó venían más adelante en el tiempo. También eran menos epopeyas. Dos que iban unidas trataban del mismo tema. Dos adolescentes querían una moto. Como no se las compraban se daban a la fuga. A uno de ellos lo encontraron dos pueblos más allá. El otro no llegó a salir de este, se escondió una noche entera en un corral bajo una banasta. El último, viendo que el método no funcionaba (no le habían comprado la moto) se puso con muestras muy públicas y muy escandalosas al soniquete del “me mato, me mato” con autolesiones muy mal actuadas. Ahora sí, el marketing por fin le funcionó y le compraron la moto.

         La tercera no ahondaba en motivos. Simplemente una que había desaparecido y las teorías conspiranoides (base de la sabiduría atávica del agro) todavía no habían esclarecido. De esta ella acabó durmiendo en casa de una amiga que previamente la había escondido en el desván de su casa. La historia es bonita en cuanto a la narración de la reacción y rescate del populacho: gente peinando el pueblo, los pozos, los caminos; cabreros a los que se les preguntaban y por decir podrían haber dicho que se les había aparecido la virgen, santos y la desaparecida; grupos por el monte de noche orientándose los unos a los otros a berridos de colina en colina (todo ello audible desde el casco urbano); un poco que jolgorio pastoril y aventura de piratas con bastante sorna cateta. Y esa fue la última.

         Para cuando acabó las farolas ya se habían encendido. Nos tuvimos que despegar un poco porque se iba haciendo hora de cenar y, hoy por hoy, la tele pone mejores cuadros en prime time. El perro volvió bastante manso a casa, no sé porqué. Vísceras del pueblo, tan bonitas, tan olorosas, tan llenas de mierda y sangre

domingo, 23 de septiembre de 2012

Fugas I

 
         Supongo que estaba aburrido, también puede que un poco pedo. Nos lo encontramos en frente de un corral que dedicaba a todo: almacén de herramientas y aperos, perrera, cochera, taller, factoría casera de vino y aguardiente. De las virtudes de su vino artesanal y ese aguardiente milagrosa (en el pueblo se había usado tradicionalmente como remedio para todo y desayuno, aunque fuese capaz de arrasar un esófago metálico y tumbar a un hombre de bigote en cara y pelo en huevo al cuarto de litro), que algunas veces combinaba cuando el primero no le quedaba fino y había que cortarlo. Eso es arte de traficante, alguien que corta su mercancía para hacerla más psicotrópica. ¡Ole! Lo de los espirituosos lo menciono porque puede que fuese una excelente causa y origen de su estado. Estado que no era tan calamitoso ni desarrapado y aun le permitía, dentro de la pequeña euforia, dedicarse a trabajos chorras y de Perogrullo como quitarle la pintura reseca y beige a un cubo dándole golpes con una rasqueta.

         Nosotros íbamos a uno de nuestros huertos con el perro, a sacar al bicho para que se aliviase, desfogase un poco e hiciese hambre antes de echarle las dos latas (una lata de atún vacía puede ser tan buena medida métrica como otra cualquiera) del pienso y dejarlo acostado. También para ver si había algún tomate decente que traerse para casa y colgarlo en la despensa. Es muy penoso la libertad y fascinación de cultivar tus propias porquerías. No lo parece pero esclaviza, te hace comer siempre lo mismo estacionalmente para no tirarlo (¡Qué sería una lástima!), y mata cosas como la autoestima del valor de tus horas-trabajo o la deliciosa decadencia de elegir sin más esfuerzo un par de piezas baratas en el supermercado. Con el amigo compartíamos que su perra y nuestro perro habían copulado y tenido crías. Engendros en ese momento gordos, marrones, achatados y con un trauma génico o mestizaje que para que. Nosotros nos paramos por eso, por ver la descendencia, después la conversación derivó sola. Al pasar por la puerta del corral nuestro chucho se alargó a mover el vientre, el amigo nos sintió y nos llamó. En parte era saludo de los pueblos, esos que se pueden despachar con un gruñido. Pero como he dicho al principio: Supongo que estaba aburrido.

domingo, 16 de septiembre de 2012

Basuras II



         En las afueras soltó al perro de la correa. Para que corriese, se desgastase un poco y dejase de tirar de él metiendo ruido. El bicho demostró su fantástica inteligencia animal poniéndose a correr desenfrenado tras las sombras de los pájaros que daban vueltas por ahí, triscando de árbol en árbol. Era, por esto del ser, un perro de caza y cuando perdía una sombra tiraba de oficio y la intentaba buscar el rastro. Después se cansaba, cogía un palo, o una piedra, o algo. Rondaba con el en la boca, volvía a pasar otro pájaro, volvía a intentar seguirlo. A empezar otra vez. Mientras tanto él estaba sentado en un tronco contra una pared, un banco improvisado, viendo al perro, no haciendo nada, perdiendo el tiempo. Hacía calor, sudaba. También miraba el reloj cada poco, porque a esas alturas ya estaba asqueado y no quería ni jugar con el perro. Que por fin se cansó. Pero al menos no estaba en casa, encerrado en una habitación, viendo el hundimiento general de toda la estructura, de los refugios infantiles.

         El perro sé cansó de triscar. Era blanco y marrón, por lo que el sol le jodía bastante. Se arrimó a el y se sentó a un lado, apoyándose contra su rodilla. Allí se pasaron en silencio unos diez minutos. La verdad es que había peores sitios en los que estar. Después se empezó a poner oscuro y le volvió a poner la correa al perro. Dejó al perro a su lugar y lo echó de comer. También le puso agua y un collar anti-ladrido. Cerró la puerta y lo dejó que durmiese.

         A la puerta del corral donde dejaba al animal se encontró el cuadro. Había unos contenedores. En tiempos había sido uno solo verde pero, con esto de las vacas gordas, se habían transformado en unos tres de colorines, temáticos ellos, y uno de suelo para el común. No entraré en que era un poco estúpido tanto alarde en cuanto el camión venía, los cogía uno detrás de otro e iban al vertedero comarcar de una manera muy ecológica. Pero allá cada cual con su conciencia, si se es feliz así… allí uno de los tontos del pueblo estaba haciendo la compra. Subido en un cajón de cerveza verde vacío y utilizando un palo con terminación en forma de gancho (garabato los llamaban en el pueblo y era una herramienta tradicional para alcanzar ramas cogiendo fruta). Las cosas que sacaba las iba dejando al lado. Era una estampa esperpéntica, por supuesto. Él sufrió un brote de pegar una foto con el móvil, que es algo muy moderno y ya la podría utilizar para alguna otra cosa. Después pensó que no, que era algo demasiado miserable. Por último, se dio cuenta que, como siempre pasaba en el pueblo, no llevaba encima el teléfono. Pasó al lado sin decir nada y se encaminó a casa. ¡Bienvenido al pueblo! ¡Seguro que lo echabas de menos...!