Para el antro era un miércoles como
otro cualquiera. Aunque ya se había marchado mucha gente, compensaba la
ausencia de habituales con la presencia de guiris y domingueros, algo perdidos,
de los que la ciudad se estaba empezando a llenar. En la planta de arriba uno
de los futbolines no funcionaba. Y digo que no funcionaba del todo. No el
habitual ir tirando que mantenía el camarero a duras penas porque era un activo
importante, moneda tras moneda de cincuenta céntimos, de la empresa. En el otro
no había el frenesí de un sábado, pero cuatro jugaban y bebían calentando sus
cervezas en el suelo entre trago y trago. El porcentaje de tías estaba en la
media. Siempre es un dato relevante de un bar añadir esa cifra. Pero todo esto
no importaba mucho esa noche. Los tres estaban, como gilipollas, apalancados en
una esquina, al lado de la desastrada máquina de pacman que, en todos esos
años, no habían visto funcionar una sola vez y solo servia para ser sepultada
por abrigos en invierto. Era una noche triste, la última. Habían pasado cinco
años ya, tan pronto.
Mañana se largarían. Se había
acabado el curso, el último de ellos. Era algo digno de celebrarse. Por eso
habían salido los tres, los que quedaban del grupo. De un modo purista no era
el final oficial. Todavía había exámenes pendientes de solución y algunos
confirmados para septiembre, ojala no más tarde. Pero todo eso ya no sería lo
mismo. Sería un tiempo de prestado. De invitado. La vida de la que apuraban lo
poco que quedaba les echaba. Hoy era el partido de homenaje. Quizá en algunos
años volviesen para jugar pachangas benéficas de navidad, pero nada más. A
partir de mañana también cambiaba otra cosa. El objetivo a cumplir, sacar un
título universitario para ser hombre, había llegado más o menos. No habría una
meta a largo plazo a la que llegar. Tampoco habría la calma espiritual de un
objetivo. Tocaría empezar a buscarse la vida, y espabilar a huevos. Un poco
tarde, a algunos otros todo eso les tocaba antes en la vida, pero cada palo
aguanta su vela. Si se quería ser lo que el mundo pedía de uno pronto vendría
el curre de niño bien (dios quisiese que fuese en la eterna seguridad del
funcionariado), la novia formal, la casa a pagar en un millón de años, el
perro, el chiquillo, la parejita, envejecer, morirse, esas cosas. Por todo eso
estaban apagados, acojonados. No hablaban de chorradas de mamado, ni miraban a
las golfas con ansia, ni alborotaban, ni escribían estupideces en las paredes
del bar tipo frases míticas de películas icono del destape, ni dar por el culo
al camarero con la esperanza de algo gratis (normalmente un cachi del que se
hubiese olvidado de quien lo pidió o un chupito de cualquier mierda).
Solo estaban, que ya era bastante,
tomaban conciencia del adiós, de la perdida que vendría, de la trascendencia
del paso. Una generación entera que se había criado pensando en que cada pedo
que se tiraban era lo más sublime que le había pasado a la humanidad desde el
renacimiento. Cada cual cuenta la feria como le va y la hostia que se lleva el
vecino a uno le duele poco. Esa tarde habían quedado para comenzar a celebrar.
Felicidad de cañas por el centro comiendo infartos de miocardio y hablando
sobre todo de las cosas que habían pasado. Mucho cromo en pasado, mucho cuadro
y mucha tontería pretérita a la que se daba pie a la voz del “te acuerdas de…”
o el “y cuando…”. Habría un punto y final, pero se agarraban al clavo ardiendo
del todavía queda algo. Se achisparon un poco. Tenían los tres bastante buen
saque. El último año había sido la temporada final goleadora del delantero
leyenda. Cuando acabaron se fueron a dar una vuelta anocheciendo. Las calles de
todos los días (la urbe era una caca y ellos se movían continuamente por los
mismos lugares). Protocolos de la despedida, que gasta su ritual, como todo lo
demás. Después tenían cena. Un menú barato y cárnico a la brasa en el sitio
(bastante aparente teniendo en cuenta el precio) dónde siempre habían ido en
las grandes ocasiones: cuando se celebraba algo importante, o alguien venía de
visita desde lejos. Allí volvieron a coger el tema de que harían con el futuro.
Ya lo habían tocado antes muchas veces. Pero a esas alturas no se sabe bien
todavía que una cosa el lo que uno quiere, otra lo que uno puede y otra muy
distinta lo que uno consigue. La amargura llega con el tiempo y los sopapos, a
la realidad tiene vocación ce mula y sacude coces como tal. El tinto de la
casa, del que trasegaron tres botellas, les puso la melancolía a flor de piel.
Alguno hizo la coña del “¡Esto se acaba!”. Y era la puta verdad, auque
fanfarronease sobre su insensibilidad respecto a ella. Uno de los tres pidió
arroz con leche, porque en su casa no se lo preparaban nunca y lo tenían
casero. No estaba malo. Brindaron y se pidieron cafés, como los señores. Habían
acabad las carreras, cada uno la suya, eso les hacía señores, incluso señores
mayores ¿no?
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