domingo, 30 de enero de 2011

Los huesos del tío Manolo II





         El oficio de difuntos en la iglesia del pueblo canta (decir a muerto sería muy gratuito). El cura es medio nuevo y se ve que no tiene puta idea de quien va en la caja. El auditorio está en hora punta. Son manías de los pueblos en cuanto a compañía y mirar al de al lado. Porcentajes de casa de apuestas sobre quién será el siguiente. Todas las viejas se abanican, también algunas de las nuevas. El golpeteo rítmico de las varillas de plástico en las pechugas y el fresquito del local me arrullan. En la segunda lectura (del apóstol san pito pato al coño moreno) me adormezco feliz.

         El himno a los caídos de la patria en voz de las viejas cura de espanto al más bragado. “La muerte no es el final” me despierta y acojona de sopetón. Si alguna vez hago un western o una paja mental post apocalíptica le llenaré la banda sonora con música de iglesia rural perpetrada por beatas. El temazo hace brotar en mí una pequeña regresión a escarceos militares de otros tiempos y sitios. Me cuadro a la disimulada y miro a los cojones de San pedro, bueno, a la jurelería de una Santa Lucia, que es lo que hay en lo alto del retablo dorado. Circunstancias del esperpento y que el sueño me deja el sembrado cojonudo.

         “Podéis ir en paz”. Frente al altar se coloca la tropa posturera y la gente pasa delante con teatrazo en un besamanos. A la muerta la sacan y el alta gama alemán de culo inmenso se las ve y se las desea para doblar en las curvas a pico de los callejones. El personal en pleno procesiona detrás. Aparecen los llantos, clicas y repertorios. Las mujeres empiezan a chillar, plañideras de regional. Parece un barrio de Gaza el día después del bombardeo. Eso sí, cambiando los trapos negros a la cabeza y las cintas verdes con versículos por gafas de diva consorte del fútbol. A mí, el cuadro no me gusta. Siempre he sido de estoicismo en los acontecimientos. Exteriorizar mediterráneamente me da grimita y vergüenza ajena. Por mi parte, la amanecida sin cambiar de ropa y el sudorcillo mañanero me dan un toque de colonia de requesón de gran simio, si los grandes simios crían requesón en sus pitos rojos.

         ¿Cuánto dura el despachar a alguien al hoyo? ¿Hace alguna movida el cura o algo? No tengo idea. Es mi primer muerto completo. Miento, de niño, católico y uniformado, ejercí de monaguillo. Entonces debí comerme un par de entierros y alguna liturgia mortuoria más, pero no me acuerdo. Como monaguillo y en estos temas lo único que se me quedó clavado en la cabeza fue una extremaunción a una nonagenaria encamada, después de sacramentada solamente duró cinco días, en su jergón miserable con su cabecero de hierro y su crucifijo encima. Bonito, lo que se dice bonito, no fue. Por lo menos no entendí nada de lo que pasaba. Todo me daba mucho miedo. Los estertores de la colega no eran para menos. Pero esas son otras historias.

         Llegamos al camposanto. Me pongo en un segundo término entre una lápida y una cruz metálica caída a medias. El agujero en el suelo está hecho de otra vez. Hay tierra anaranjada al lado, cemento en un saco y una soga. Procuro no pisar ningún cadáver o plaza reservada.

         Los funerarios están aparejando la caja y sudan como cabrones. El sol nos da en la cabeza, a mí por lo menos, con los mismos huevos que la rodilla de un muay thay. Entre tanto un viejo, cuñado de la difunta, creo, se asoma al foso. Grotesco, obscenamente obeso, animalizado, una bestia de tiro casi con su camisa azul de manga corta por fuera del pantalón y llena de lamparones inmensos. Señala dentro, a un saco anudado en el fondo, un saco de pienso ganadero. Le dice a alguien a su lado, pegando voces “¡Mira!¡Los huesos del tío Manolo!” . El tío Manolo es el difunto marido de la difunta. Decido largarme. En el coche me descojono. El sainete, para ser fúnebre, ha pasado de castaño oscuro.

domingo, 23 de enero de 2011

Los huesos del tío Manolo I




         “La cena la paga la muerta, pero las putas cada cual la suya”. Ejerciendo de anfitrión, el hijo de la difunta hace la coña en la puerta del tanatorio señalando al puticlub de enfrente. Un cartel luminoso con neones anuncia el burdel y otro triangular encima de la puerta una bolera. Conversión industrial, reconversión, en la mierda de polígono subvencionado de pueblo grande, todavía cateto y, evidentemente, putero, o putañero, que me gusta más. La bola agujereada entrando parquet adentro en el hueco de los bolos en formación y las putas me sugieren una suerte de metáfora sexual que soy incapaz de verbalizar. Un portero rapado y taleguero, pinta soviética, entra y sale cada tanto, aburrido, a echar un ojo al monte. Poca parroquia, para las putas y para los fiambres y embutidos. Eso que es verano y hace bueno. Ni con lo de los muertos sigue funcionando como antes, niño en agosto y viejo en enero. De las putas desconozco la estacionalidad por lo precario de mis cuentas aunque de buena gana me pegaría un cruce rápido de nacional y un asalto guerrilla a una tracia. Supongo que en vísperas dará repuntes. Sábado sabadete y la parienta con las de la asociación de mujeres deglutiendo una merendola como una piara. Guarrapas adiposas a las que, a estas alturas del culebrón, solo les pica el papo. Supuestos teóricos y ejercicios de imaginación ruin que meto porque estoy aburrido, hasta los cojones, la muerta me la pela y me queda medio velatorio, funeral y entierro. Voy aviado hasta la hora de comer.

         Por mentar, como he mentado, mis cojones, me los toca la gracia de la cena y las putas. La muerta le habrá pagado la cena a quien sea. Yo me he venido cenado de casa y me los he encontrado a todos, a los míos (el cuerpo insepulto comparte algo de genética y estamos todos) arreándole a un escalope de menú con guarnición de pimientos asados. Se puede ser desgraciado de sablearle la cena a tu primo hermano con el cerúleo cadáver de su madre expuesto en un escaparate dos salas más allá y plantarse, tan pichis, dos platos, postre y cafelito. Es la gente que vino a mi comunión.

         Ahora, que la cafetería y el comedor del tanatorio llevan cerrados un par de horitas, el velatorio es un éxito de crítica pero no de público (cuatro gatos) en el que las viejas cotorrean de todo desollando al que pueden. Yo acabo de llegar de una romería cojonuda para conseguir un café asqueroso en la máquina de una gasolinera. Solamente espero que no me dé cagueta. Nota mental, el próximo entierro pack de latas de zarrio energético en el coche ¡Qué vivan los estimulantes!

         Las apenas veinte personas pasan de todo. Los hombres están al fresco en la puerta. Algunos desfilan de paseo frente a las naves y los concesionarios de maquinaria diversa (agraria). En un cuartucho, a través de un cristal y con una corona de flores que parece de hipódromo, la difunta reposa en un ataúd mal rematado al que se le ve la madera interior. Le viene grande, consumida como está. Se da un cierto aire famoso que, con bigotito, uniforme de alto mando de infantería, banda, bastón sobre sable (o sable sobre algo, o lo que coño sea) y laureada a la izquierda, sería más descarado. Acaban de traer café, sándwich y pastelillos. Los de la cena atacan. A mi me han soplado dos euros por mi café con palito blanco para remover. Nadie llora, nadie piensa, nadie está puteado. Los médicos habían hecho que llegase a cuartos de final, pero ya era mucho. Victorias pírricas, que lo llaman. Los vivos presentes comen, beben y empiezan a hablar gilipolleces fantásticas y anécdotas con la finada de protagonista. Mentiras nostálgicas que nunca sucedieron e inconveniencias fuera de lugar que hacen reír a todos. El velatorio se ha transformado en un club de comedia macabro con las livideces cadavéricas de la recién cascada mal maquilladas. Alguien dice que cuando la muerta era joven alquilaba bicicletas y no sé qué película más. Ahora, con el magnífico barniz que da la muerte después de pegar el tajo, va a resultar que era una niña bien, una burguesilla, una señorita de cortijo. Como son los santos son las cortinas, solamente hay que hacer un panorámico en redondo.

domingo, 16 de enero de 2011

Oropeles de militarote II




         Las badanas de las gorras chorrean una mezcla de agua, tinte caqui de la tela industrial y cuajo desobado compuesto por sudor, piel muerta y roña varia. Porquería que fluye cauce abajo por las hechuras que dios dio a cada uno, remansándose y empantanándose sucesivamente en la camiseta, los pantalones y el calzoncillo; por toda la piel grasienta. Asco que desemboca bravo en los calcetines, por dentro de la bota, ablandando las ampollas y las heridas, abriéndolas, escociendo como el puto infierno. Pero no importa, lo peor está dentro de cada cabeza. La perra voz de la conciencia humana diciendo que no puede más con cada golpe del pie en el suelo retumbando dentro del cráneo. También dentro del aire que no entra y del estómago que intenta proyectar explosivo el potaje gástrico del desayuno en arcadas acidas de fogueo.

        Las vueltas a la explanada se suceden una tras otra lentas. ¡Coño, como un tiovivo! Algunos gimen en la masa y la consigna ahora es mantener los brazos y el fusil en posición, atravesando en diagonal el pecho y separados una cuarta de este. Uno de los cabos mascota se arranca por una canción de marcha. No se la sabe nadie, salvo él mismo (trabándosele e improvisando trozos enteros), y repiten balbuceos incoherentes con, más o menos, las mismas vocales que el original. La letra va de la gloria del soldado muerto. Todas tratan de eso y del inmenso honor de caer por un concepto tan puto como el de patria. Hay que inculcar a la carne de cañón que siempre es mejor un mártir que una vieja gloria. Alguien debía componer algo de oficiales muertos. Es una idea.

        Finalmente el sargento emboca la formación, sin dejar de correr, hacia la compañía. Se le está arrimando la hora del aperitivo en la cantina y tiene que ducharse y cambiarse, ejercer los derechos de confort de su rectangulito dorado en la boina, en el lado derecho, como dictan las ordenanzas, que la izquierda es todo lo malo del mundo. En la puerta de la compañía, donde el cuartelero intenta desaparecer para evitar una posible polla voladora ninja por cualquier lado, motivo y circunstancia, los forma otra vez y los rompe. Les obliga que sequen las armas antes de entregarlas. ¡Y rápido! ¡Copón! Todos salen a escape llevando el jodido mosquetón como si fuese una azada. En las camaretas (ya no los llaman barracones, las siglas y los eufemismos lo petan en milicia) les pasan por encima las toallas, verdes, con escudito y “EJERCITO” estampado, de dotación. Son las mismas con las que se secan cuando, pocas veces, se duchan, las que huelen mal, a perro empapado, porque ven lavadora menos de una vez por mes. Son las que se pasan por los huevos, con mucho cuidado los que tienen las ingles escocidas del roce.

        Al rato, cuando los soldados ya están a otra cosa, mariposa, en el armero, ordenaditos y con la bayoneta calada y enfundada, en uno de los fusiles pegado, al principio de la palanca del cerrojo abierto, cerca de una gallina heráldica y números de serie del año de Cristo estampados, un pelo púbico (o de los cojones, por no perder el tono semántico). Podría ser un buen símbolo militar o la imagen de la próxima campaña publicitaria para que se aliste el suburbio. Pero nadie lo ve.

domingo, 9 de enero de 2011

Oropeles de militarote I





         Las filas avanzan en orden cadencioso por la explanada de hormigón. Tras una hora sin pausa de paso ordinario los fusiles, venerables y pesadas (como cualquier viejo) reliquias, oscilan sobre los hombros con la bayoneta calada como índice acusador del bamboleo. A estas alturas, el tacón del pie izquierdo apenas se escucha en su contacto con el suelo y el braceo es una rutina apagada en lugar del gesto chorra de gallardía militar que debiera ser. Que dicen, ellos, que debiera ser. El cielo está plomizo y por las partes metálicas del arma se condensan minúsculas gotas de agua. Es un día de mierda y no son ni las doce.

         - ¡Media vuelta! (1…2…3…4) ¡Arrr…!

        La vanguardia, que prácticamente está dentro de los setos circundantes, ejecuta indiferente. Los tres guías avanzan demasiado el pie y giran en un paso ridículo de zapatones de payaso. Payasos, supongo, como los que son felados en la coña ingeniosa (“hoy estamos graciosos ¿Qué? ¿Se la has chupado a un payaso?”) de la gorda cabo furriel cuando se queda de guardia. Se comenta que todas las cabo furriel de la patria son gordas. Los demás los siguen, a los tres guías, como pueden mientras aprietan para que la carga sobre el hombro no salga despedida por la cinética del giro. Si se cae un fusil se monta la de dios. Acaso no sería mejor meter las putas piezas de museo en los museos. Es el jodido afán de apariencia de los enchufados que mandan, y trincan, aquí. Sobre la mitad de la formación un distraído no efectúa el movimiento hasta que le embiste el que, antes de la voz ejecutiva de la orden, estaba delante suyo. Entonces se precipita, da la vuelta como puede y por donde puede e intenta coger el paso perdido.

        - ¡Me tenéis hasta los cojones! ¡Inútiles! ¡Gusanos! ¡El paso! ... ¡Do! ... ¡Do! ... ¡Do! … ¡Paaaso! …¡Paaaso! … ¡Archen! …

        Siguen, las filas de antes, con cada uno llevando su ejercicio introspectivo de “estoy hasta los huevos y no aguanto más”. Es una idea que se clava detrás de los ojos, subiendo de las muelas del juicio superiores, llenando todo, tensando todo, vaciando a cada uno. Los que mejor lo hacen tampoco pierden nada cada día. que pasa. Salieron con poca cosa de dentro de los contenedores donde los suyos fermentan, cuando les encasquetaron un uniforme de camuflaje bosque continental y una gorra.

        El tarado del sargento sigue voceando órdenes con su acento en vías de desarrollo. Izquierda, derecha, alto, variaciones a los dos lados… Algunas se contradicen o las tira en ráfagas y no da para procesarlas, mucho menos para ejecutarlas. Tres cabos ladran nerviosos alrededor de la formación en movimiento como putos perros subnormales alrededor del tráfico esperando que les pase por encima de la espina dorsal la rueda de una furgoneta de reparto. Uno de ellos, que grita con frenillo insultos con los que se retrata como un memo gordito, pequeñín y de cabeza inusualmente diminuta (una gallina guineana), se mete dentro del cuado a corregir con tirones y empujones, sobando y encarándose con ellos, casos concretos y mínimos fallos de protocolo. Se puede mirar como una excusa sadomaso gay del cabito, que siempre gustó mucho en el gremio sarasilla la marcialidad oficial y hay mucho de tapadillo en los cuarteles. Con ello el de la chancleta en entre los dientes solo traba tíos, apelotona la formación y hace que fallos mayores a los que, el muy inútil, pretende corregir se propaguen concéntricos en torno suya. El frenillo, con su hablar de tener una tranca dentro de la boca, es como una pedrada en un charco lleno de barro. La pobrecita se esfuerza, rumbosa, en que la vean. Deberían nombrarla drag queen honorífica del ejercito, o algo al pelo. Se le haría el ojete agua con gas.

        Rompe a llover. El sargento que dirige, muy marcial él, se moja impertérrito. Se pone palote con su omnipotencia y omnipresencia. Sus perrillos se le pegan taloneros. En el fondo son unos lulús mimados a los que no les gusta salir del regazo de la solterona y que se acojonan ante un suplemento dominical enrollado. Las evoluciones y órdenes acaban pariendo por un tercien, lo que es sinónimo de mierda al por mayor.

        -¡De frente paso ligero!- todos los desgraciados doblan la rodilla, gesto manso.- ¡Arrrr!

domingo, 2 de enero de 2011

Vejadas de Abajo III





         El despacho multiusos de la asistente social olía a tabaco y a cerrado. Aurelio Memelo, que estaba muy verde en nuevas tecnologías, no se dio cuenta de que lo que había en la pantalla (de tubo) era un mini juego de mover tipos de fichas y juntarlas de tres en tres. Muchos colorines. La asistente social le dio la mano, y todo. Muy educada, muy servicio al ciudadano.

         La muy empezó con el pésame. Tres cojones le importaba a Horrora Butrón que hubiese caído ese gañan y, mucho menos, el postizo de pena que metía la funcionaria como relleno. En estas estaban cuando sonó un móvil. Por supuesto no era el de Aurelio Memelo, que no tenía de esas cosas, ni ganas. La otra, importándole una mierda todo, descolgó y se lió a cascar con una amiga a la que saludó muy efusiva y muy coloquial. Y le tocó que esperar, escuchando las sociocircunstancias de vidas personales que se la traían al fresco, con cara de polla e incomoda. Pensaba, “Y que estas tías tengan carrera”.

         Acabó, por fin y al rato, y pasaron al asunto serio, el dinerito. ¡Tachán, tachán! ¡Pelotazo! El “desgaciao” le había dejado todo a los curas, a la iglesia, a la del pueblo concretamente, dedicada a Santa Lucia (patrona de las estrechas, más información sobre la frigidez de su martirio en Internet). Todo menos la legítima que, inventariando y haciendo los porcentajes, se quedaba en una mierda. ¡La hija de puta! Para eso se podía haber metido la carta en su políticamente correcto coño. A Aurelio Memelo, con todo esto, le pegó un ardor de estómago y otro de mala hostia. Firmó, por compromiso, lo que le plantaron delante. ¡A los curas! El viejo… Desheredado por maricón a favor de la institución que más maricones de tapadillo escondía, al gran armario. ¡Ole! Indignada, profundamente indignada, se levantó para irse de una puta vez. Lo último que escuchó de la asistente social fue un “aquí estamos para lo que sea…”. Rematando.

         Más tarde, Aurelio Memelo sacó del bolso un pequeño ramo de flores de plástico que había apañado de la entradita de la pensión. A los pétalos en colores chillones se les aferraba un polvo gris gran reserva que se agarraba tenaz. ¡Un detallito! Lo dejó en el pequeño alfeizar del nicho. “¡Ala, cabronazo!”. En alto y solo para los pájaros asquerosos que se aliviaban impunes por todo el alrededor; para ellos y para el padre difunto, con mucho amor, se puso a Canturrear “La hija de Juan Simón” muy malamente y con mucha pluma. Como correspondía, como Dios manda. Si hubiese estado atardeciendo incluso hubiera parecido una película.

         “Cuando acabé mi condena…”