domingo, 2 de enero de 2011

Vejadas de Abajo III





         El despacho multiusos de la asistente social olía a tabaco y a cerrado. Aurelio Memelo, que estaba muy verde en nuevas tecnologías, no se dio cuenta de que lo que había en la pantalla (de tubo) era un mini juego de mover tipos de fichas y juntarlas de tres en tres. Muchos colorines. La asistente social le dio la mano, y todo. Muy educada, muy servicio al ciudadano.

         La muy empezó con el pésame. Tres cojones le importaba a Horrora Butrón que hubiese caído ese gañan y, mucho menos, el postizo de pena que metía la funcionaria como relleno. En estas estaban cuando sonó un móvil. Por supuesto no era el de Aurelio Memelo, que no tenía de esas cosas, ni ganas. La otra, importándole una mierda todo, descolgó y se lió a cascar con una amiga a la que saludó muy efusiva y muy coloquial. Y le tocó que esperar, escuchando las sociocircunstancias de vidas personales que se la traían al fresco, con cara de polla e incomoda. Pensaba, “Y que estas tías tengan carrera”.

         Acabó, por fin y al rato, y pasaron al asunto serio, el dinerito. ¡Tachán, tachán! ¡Pelotazo! El “desgaciao” le había dejado todo a los curas, a la iglesia, a la del pueblo concretamente, dedicada a Santa Lucia (patrona de las estrechas, más información sobre la frigidez de su martirio en Internet). Todo menos la legítima que, inventariando y haciendo los porcentajes, se quedaba en una mierda. ¡La hija de puta! Para eso se podía haber metido la carta en su políticamente correcto coño. A Aurelio Memelo, con todo esto, le pegó un ardor de estómago y otro de mala hostia. Firmó, por compromiso, lo que le plantaron delante. ¡A los curas! El viejo… Desheredado por maricón a favor de la institución que más maricones de tapadillo escondía, al gran armario. ¡Ole! Indignada, profundamente indignada, se levantó para irse de una puta vez. Lo último que escuchó de la asistente social fue un “aquí estamos para lo que sea…”. Rematando.

         Más tarde, Aurelio Memelo sacó del bolso un pequeño ramo de flores de plástico que había apañado de la entradita de la pensión. A los pétalos en colores chillones se les aferraba un polvo gris gran reserva que se agarraba tenaz. ¡Un detallito! Lo dejó en el pequeño alfeizar del nicho. “¡Ala, cabronazo!”. En alto y solo para los pájaros asquerosos que se aliviaban impunes por todo el alrededor; para ellos y para el padre difunto, con mucho amor, se puso a Canturrear “La hija de Juan Simón” muy malamente y con mucha pluma. Como correspondía, como Dios manda. Si hubiese estado atardeciendo incluso hubiera parecido una película.

         “Cuando acabé mi condena…”

No hay comentarios: