domingo, 16 de enero de 2011

Oropeles de militarote II




         Las badanas de las gorras chorrean una mezcla de agua, tinte caqui de la tela industrial y cuajo desobado compuesto por sudor, piel muerta y roña varia. Porquería que fluye cauce abajo por las hechuras que dios dio a cada uno, remansándose y empantanándose sucesivamente en la camiseta, los pantalones y el calzoncillo; por toda la piel grasienta. Asco que desemboca bravo en los calcetines, por dentro de la bota, ablandando las ampollas y las heridas, abriéndolas, escociendo como el puto infierno. Pero no importa, lo peor está dentro de cada cabeza. La perra voz de la conciencia humana diciendo que no puede más con cada golpe del pie en el suelo retumbando dentro del cráneo. También dentro del aire que no entra y del estómago que intenta proyectar explosivo el potaje gástrico del desayuno en arcadas acidas de fogueo.

        Las vueltas a la explanada se suceden una tras otra lentas. ¡Coño, como un tiovivo! Algunos gimen en la masa y la consigna ahora es mantener los brazos y el fusil en posición, atravesando en diagonal el pecho y separados una cuarta de este. Uno de los cabos mascota se arranca por una canción de marcha. No se la sabe nadie, salvo él mismo (trabándosele e improvisando trozos enteros), y repiten balbuceos incoherentes con, más o menos, las mismas vocales que el original. La letra va de la gloria del soldado muerto. Todas tratan de eso y del inmenso honor de caer por un concepto tan puto como el de patria. Hay que inculcar a la carne de cañón que siempre es mejor un mártir que una vieja gloria. Alguien debía componer algo de oficiales muertos. Es una idea.

        Finalmente el sargento emboca la formación, sin dejar de correr, hacia la compañía. Se le está arrimando la hora del aperitivo en la cantina y tiene que ducharse y cambiarse, ejercer los derechos de confort de su rectangulito dorado en la boina, en el lado derecho, como dictan las ordenanzas, que la izquierda es todo lo malo del mundo. En la puerta de la compañía, donde el cuartelero intenta desaparecer para evitar una posible polla voladora ninja por cualquier lado, motivo y circunstancia, los forma otra vez y los rompe. Les obliga que sequen las armas antes de entregarlas. ¡Y rápido! ¡Copón! Todos salen a escape llevando el jodido mosquetón como si fuese una azada. En las camaretas (ya no los llaman barracones, las siglas y los eufemismos lo petan en milicia) les pasan por encima las toallas, verdes, con escudito y “EJERCITO” estampado, de dotación. Son las mismas con las que se secan cuando, pocas veces, se duchan, las que huelen mal, a perro empapado, porque ven lavadora menos de una vez por mes. Son las que se pasan por los huevos, con mucho cuidado los que tienen las ingles escocidas del roce.

        Al rato, cuando los soldados ya están a otra cosa, mariposa, en el armero, ordenaditos y con la bayoneta calada y enfundada, en uno de los fusiles pegado, al principio de la palanca del cerrojo abierto, cerca de una gallina heráldica y números de serie del año de Cristo estampados, un pelo púbico (o de los cojones, por no perder el tono semántico). Podría ser un buen símbolo militar o la imagen de la próxima campaña publicitaria para que se aliste el suburbio. Pero nadie lo ve.

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